jueves, 6 de noviembre de 2008

Silvia está ahí



A Silvia le pasan dos jabalíes por encima y no se asusta, su risa retumba en la noche fría.

Silvia juega al escondite con un gato, con Atila, respetando los turnos para esconderse y buscar, y cuando le toca a ella asustarlo, lo hace suavemente para no espantarlo.

Silvia tiene el pelo largo y de color cachumbo: medio rubio medio rojo, pero no es guiri, aunque a veces le traen el menú en inglés y las niñas por la calle le dicen how-are-you.

Silvia usa el francés para contar y también cuando se enfada, guarda esas neuronas un poco próximas para tenerlas controladas.

A Silvia le encanta dormir media hora después de que suene el despertador, con la tripa calentita al calor del gato pero los pies muy fríos.

Silvia compra pan en los viajes y lo lleva de recuerdo a su familia, para que sepan a qué huele la vida por ahí.

Silvia iba al colegio en bicicleta, andando o con esquíes, atravesando bosques y praderas nevadas bajo su poncho con borla..

Silvia le quita la comida a los osos: se come todas las fresas silvestres y las moras que se encuentra antes de que les dé tiempo a verlas.

Silvia se pone a seguir la caza de los halcones cuando se le pincha una rueda en el desierto, para qué ponerse nerviosos.

Silvia se despierta muy dormida y a veces confunde las cosas: allá donde dice que hay cuatro señores están las patas de un elefante.

Silvia no se atreve a ir al baño esta noche porque piensa que rondan los leones, pero no se acuerda de que está de vuelta en Madrid.

Silvia va saltando de un lado a otro del Mediterráneo sin mojarse, excepto en julio cuando ya está el agua templadita.

sábado, 9 de agosto de 2008

Alféizar al sol de un gato


Atila baja de un salto de la cama en cuanto nota que ya me han despertado los bulbules, que llevan ya rato farfullando algo desde entre las ramas de la morera. Atila exige menú completo: bolitas de pienso, comida de lata y un poco de leche. No ha acabado de comérselo todo, pero no puede resistirse al solecito que entra por la ventana de la cocina, dulce y templado, y se echa en el pasillo una migaja mientras pergeña en qué tejados va a seguir guardando esa compañía el resto del día.

El calor se deja penetrar por la brisa marina en Rabat, y la mañana está lisa y calma como siempre, el cielo azul echando de menos a los vencejos que deben andar ya lejos en los campos. Desde el tejado, veo las casonas blancas de mi barrio intentando guarecerse bajo los pinos y las palmeras, mudas pero desdeñosas con los bloques de apartamentos. Ellas llevan mucho más tiempo aquí; algunas están ya vacías y en otras sólo hay fantasmas que salen de noche a barrer las aceras, pero todas son dueñas de su sitio, y ni hablar de dejar libre el solar.

La catedral también es blanca, refulgente, y se eleva bien alto, lejos de los minaretes que le pueden hacer sombra. En realidad le da todo igual, le interesan más las idas y venidas de los cernícalos y las grajillas que anidan en sus campanarios. Estos están bien ociosos, no tienen que dar aquí las horas y pasean la mirada perdida en el mar, indiferentes al hormigueo a sus pies. Toda la mole respira pereza, lo que pase en sus entrañas no le importa un comino mientras mantengan la puerta cerrada y no dejen escapar el fresquito que la mantiene viva por dentro.

Rabat, intramuros, es indolente y somnolienta. Un día llegó a la orilla del mar y ahí mismo se echó a dormir, sin saber qué otra cosa hacer con tanta agua, dejando a los bañistas y a los surfistas que se encarguen de entretener a las olas mientras ella se adormece contando las gaviotas. . Desde la terraza de casa, no consigo ver el mar, pero sé que los delfines no se molestan en acercarse a la costa porque nadie se lo pide, los piratas desaparecieron hace tiempo.

El Bouregreg queda también muy abajo: el río está siempre sedado, un corpachón oscuro que llega casi a escondidas a la orilla para no despertar a la ciudad durmiente. Hace siglos sus aguas chispeaban en los lomos de los elefantes, y abrevaba por las noches a los leopardos de La Mâamora entre alcornoques, pero hoy se asfixia sin quejarse entre los nuevos paseos, el puerto deportivo y extraterrestre y otros arañazos que le inflingen desde uno y otro costado. Sólo en su último tramo se siente algo respetado, allí donde las chalupas cruzan a los peatones entre Rabat y Salé por dos dirhams, y donde los pocos pescadores todavía se amarran a otro siglo.

En el centro, los autobuses se afanan por encontrar clientes y algún trasiego en las avenidas ensimismadas, protestando con humo negro al no encontrarlos. Los rabatíes leen de pie los periódicos extendidos en el suelo de los soportales, siempre con cara de ser la primera vez o de no entender por qué los vendedores les hacen agachar el espinazo para cogerlos. Por eso no los compran, y prefieren darse la vuelta y sentarse en el café a esperar que pase alguna chica guapa que les mate un poquito con una mirada.

El gato-girasol Atila se ha mudado al alféizar de la ventana del otro cuarto. Los herrerillos y un petirrojo muy hormonado esperan, atónitos, a que por fin les haga algún caso, pero él está pensando ya en dónde encaramarse para la siguiente asoleada.

Los turistas languidecen por las plazas y el bulevar, buscando explicaciones a este mutismo resplandeciente. Los más avezados, en el fondo deseando que el guía los olvide aquí por unos cuantos días; el resto, incautos, ansiosos por seguir viaje a Casablanca. En los bazares de la medina, en la calle de los Cónsules, los comerciantes no encuentran la manera de ser pesados, se sientan en taburetes de madera y juegan al parchís y a las cartas entre té y té bajo los parasoles de caña. El regateo se les hace inoportuno y prefieren moderar el precio, defendiéndolo a golpe de educación y cortesía.

En la librería Livre Service, los libros de Driss Chräibi se quedan en el fondo del estante, bien tendidos y despanzurrados, cediendo con gusto y sorna el mejor lugar del mueble a los de Tahar Ben Jalloun, con sus flamantes tapas reeditadas. Yo paso en silencio, agachado y con el oído aguzado para ver cuáles de los de abajo están ya dispuestos. Diez minutos más tarde, nos repartimos todos el alféizar, los libros, el gato flamígero y yo, al sol del verano.

sábado, 28 de junio de 2008

Aviso: el desarrollo sostenible puede causar ceguera


(Traduzco: tú también, participa en el desarrollo sostenible)

Algunos llegan a mi edad y se vuelven “realistas”: lo de cambiar el mundo es cosa de adolescentes y adultos poco maduros. La vida te pone en tu sitio y te hace ver que no, que tú no puedes hacer gran cosa y que lo mejor es que te resignes a acomodarte al sistema de la manera menos dolorosa posible. Es entonces cuando ya te han calzado las gafas que estaban esperando para ti, que te ayudan a corregir esas dioptrías tan chungas que venías arrastrando de tus años más mozos. Unas gafas muy molonas, que vienen con mega-pantalla plana, teléfono móvil nuevo una vez al año, retrete con Internet y todo lo que quieras, muñequito. Y si las gafas todavía te resultan un poco pesadas de llevar y sigues viendo un poco borroso, tranquilo, que también tenemos lentillas ultra-ligeras, con las que puedes ver que sí, hombre, que nosotros también nos preocupamos de los pobres, que damos mucho dinerito para que añadan chapas a sus chabolas, les mandamos ONG que van a ponerlo todo limpio en un pis pás y hacemos super-colectas cuando el cielo les cae sobre sus cabezas. Todo controlado. ¿Ah, no? ¿Qué todavía insistes, que no estás convencido? ¿Eres del puñado de tercos que creen que el planeta se va al carajo? Qué pesimista, hijo, con lo bien que vivimos todos, pero no te preocupes, que tenemos la solución para ti: nuestro comprimido mágico de pastillas de desarrollo sostenible. Mira, te tragas hoy mismo las 17 pirulas y ya verás que funcionarán durante el resto de tu vida, todo lo van a ir resolviendo solitas, pero mañana, claro, en cuanto se pongan a hacer efecto, no pretendas que actúen en media hora. ¿No te han hecho efecto? Ah, claro, porque eres un pesimista, un alarmista, un chungo, un retrógrado en contra del progreso y un inmaduro. No has sabido adaptarte a la vida adulta, y encima no te gusta el fútbol. No hay más remedio para ti, sé bueno y deja que pasen los que sí saben lo que vale un peine, anda.

Pero lo que pasa es que yo veo con el cerebro, los ojos son sólo la apertura del cerebro al mundo. Y lo que veo es una civilización suicida, perdida en una vorágine que parece no tener fin ni marcha atrás. Gente que nunca se ha parado a pensar de dónde ha salido, dónde vive, quiénes están a su alrededor, qué es con lo que estamos jugando. Vivimos con unas miras estrechísimas, ignorando olímpicamente nuestra propia naturaleza, la naturaleza de la que somos parte y en la que formamos parte, pero sólo parte. Somos el producto más sofisticado de esa naturaleza, porque tenemos el elemento más complejo conocido que existe: nuestro cerebro, el producto más prodigioso de la evolución en nuestro planeta. Un producto estupendo, sí, pero muy mal aprovechado, lo que provoca unos efectos secundarios que van en contra de ¡nosotros mismos!. El hecho de ser tan inteligentes nos ha hecho creer que somos especiales, que nuestro dominio del entorno y nuestra tecnología nos han puesto a salvo de los factores ambientales y biológicos que rigen la vida del resto de los seres vivos, pobrecitos ellos. El cerebro está muy bien, pero no os engañéis, es otro experimento de la naturaleza, que persistirá durante muchos millones de años o desaparecerá irremediablemente si no le damos más uso. La inteligencia es sólo otra estrategia de la evolución biológica, tan sujeta a las leyes implacables de la naturaleza como cualquier otra cualidad, como la velocidad, la capacidad asociativa o la frugalidad. No es mejor ni peor en términos de supervivencia. También hay seres muy simples, como las bacterias, que han alcanzado el éxito de medrar en la Tierra –durante un tiempo millones de veces superior al que lleva existiendo el ser humano- con estrategias muy diferentes al desarrollo de la inteligencia.

En nuestro propio cerebro está la clave para ver sin deformaciones. El sistema económico actual -y las fuentes de energía y los procesos en los que se basa-, es absolutamente inviable. Es la causa de que nos estemos cargando el mundo, millones de especies y de ecosistemas que son el resultado de intervalos de tiempo inimaginables para nosotros, tan inteligentes que somos. La propia atmósfera de nuestro planeta, del que dependen absolutamente todos los procesos que tienen lugar en su superficie, está cambiando por nuestra ceguera. Y encima nos creemos que lo que está en juego es la naturaleza (eso que empieza donde acaba la ciudad), cuando millones de neuronas en nuestra cabeza se dan cuenta de que lo que nos jugamos es nuestra propia existencia, la de nuestra especie y la de todas las que estamos arrastrando en la caída. El cerebro está en el cruce de caminos: por el que llevamos, las propias leyes de la naturaleza se van a encargar de acabar con el experimento del ser humano actual. Paradójicamente, la falta de uso y la concentración en el partido del domingo (o en el capítulo de Lost) de la mitad de la humanidad de hoy en día, van a hacer que se extinga la maravillosa máquina que tenemos en el cabolo. La otra vía es darle un poco más de uso, emplearlo para darle un poco de perspectiva a nuestras vidas, echar un ojo a nuestro alrededor y pensar si realmente es creíble que las minucias que estamos haciendo para arreglar la situación, van a impedir que destrocemos nuestra propia casa. ¿De verdad que el desarrollo sostenible, apoyándose en la tecnología y en la buena voluntad de nuestros dirigentes y representantes –o de sus primos, en algunos casos- lo va a arreglar todo, a este ritmo de tortuga leprosa?. Abre los ojos, hombre. Y no te creas que no hay soluciones, que no hay otras opciones, que la inercia del sistema es invencible, y que cambiarlo sería el desastre y, además, imposible. Cosas más difíciles se han visto: y la que más, que exista un órgano tan complejo como el cerebro del Homo sapiens sapiens.

Súbete a un monte, mira alrededor, mira a tu novio, a tu novia, a tu madre, a tu hermano o a tu colega y dime si no merece la pena pensarlo un rato.

miércoles, 30 de abril de 2008

Réquiem por dos amigos

Arturo era una bala negra que corría por el monte detrás de jabalíes, corzos y cabras monteses. 12 kilos de estamina pura y de músculos incansables, siempre siguiendo rastros monte arriba y monte abajo. No levantaba más de dos palmos del suelo, pero le daba igual toparse con un conejo que con doce jabalíes, a él lo que le gustaba era hacerles correr, a pesar de que casi nunca cogió nada. Sólo una vez volvió con un perdigón vivo en la boca, que tuvimos que devolverle a la airada perdiz que le siguió hasta mis pies. Otra vez, en Sierra Mágina, nos bajamos del coche para ver una manada de cabras monteses que trepaban tan tranquilas a unos cientos de metros. De repente, una fierecilla negra, allá a lo lejos, apareció en nuestros prismáticos persiguiendo a las cabras, ante la atónita mirada del guarda que nos acompañaba. Arturo no se lo pensó un momento al ver la puerta del coche abierta y sin vigilancia…

Ricardo no olvidará el día que, en el fondo de una escarpada vaguada, a Arturo le dio por tocarle las narices a las vacas segovianas, y cómo vino a refugiarse entre nuestras piernas perseguido por varias que no se lo tomaron muy a bien. El muy mamoncete nos adelantó en la huida y nos miraba desde lo alto de la ladera, como dando ánimos para que subiéramos rápido y no nos pillaran.

Se bañaba en todos los ríos y en todas las charcas, ya fuera invierno o verano, preferiblemente en las que hubiera patos. Y tampoco le asustaba el mar, aunque la primera vez que lo vió intentó bebérselo de un trago. Pasada la sorpresa, en el Cabo de Gata, se echó al agua y se fue mar adentro, muy muy lejos. A mí no me preocupaba, pero una de nuestras acompañantes no era de la misma opinión y se echó a rescatarlo, pero Arturo nadaba mejor y la chica volvió con los brazos vacíos.

Se asó conmigo al sol de agosto en las montañas de Béjar, cuando le tenía que hacer un sombrajo con mi chaqueta y un par de palos para que no se deshidratara, de tan negro que era. En las nieves de Ayllón, pasamos una noche horrible de frío en una tienda de campaña congelada (¡por fuera y por dentro!), y toda la ropa que tenía y mi propio calor no eran suficientes para calentar al pobre perro. Bastó con levantar el campo para que recobrara toda su alegría dando brincos por la nieve, guiándome hacia el coche bajo la luna.

Pero lo que no le hizo nunca de malo a los animales salvajes, se lo hacía a los otros perros, ¡Arturo el destroyer!. Que se lo pregunten a la señora que charlaba tranquilamente sentada en un banco del parque de mi casa. De repente, Arturo desapareció bajo su trasero y emergió con un yorkshire en la boca, con lo que a la señora casi le dio un infarto. No llegó la sangre al río, afortunadamente. Pero otras veces, se tiraba a por perros cuatro veces más grandes que él, el tío majara, y en una ocasión, también en Béjar, mi mochila se llevó un bonito mordisco de un mastín que no alcanzaba a pillar a Arturo entre mis brazos. Vaya broncas que era…

El cachorrito de cocker con parvovirus por el que nadie daba un duro, vivió 14 intensos años haciéndonos muy felices. Ahora ya, por desgracia, los corzos pueden andar tranquilos. Adiós, Arturo querido.

Se nos han muerto los dos a la vez: Winner, el perro de Silvia, de la misma edad, también ha fallecido recientemente. Era un perrazo tremendo y buenazo, que, a pesar de su artrosis, se tuvo de pie hasta el último día gracias a sus músculos de atleta. Señor absoluto de su casa, todo lo dominaba repachingado en su sillón. Alguna vez se escapaba, claro, y en una de estas lo encontraron en el patio del colegio vecino, tumbado boca arriba mientras los niños lo cebaban a bollicaos. Menudo tío, Winner, que descanses en paz.

viernes, 29 de febrero de 2008

¿QUÉ HACES TÚ AQUÍ?



Váyase Vd. a dar una vuelta a ver si ve algún pajarillo interesante, y tópese con el colega de la foto casi en plena ciudad y a algún millar de kilómetros de donde debería estar el susodicho. Lo primero que ví es una extraña cigüeña volando alto hacia el río de Rabat: el Bou Regreg. Resultó ser un pelícano, que venía del sur y acabó posándose en la orilla del río, junto a decenas de cigüeñas blancas y gaviotas, a las que no les parece molestar la visita del gigantón. Esta mañana he vuelto para fotografiarlo y filmarlo (lo podéis ver en "álbumes"). Es un pelícano común (Pelecanus onocrotalus), pero bien raro por aquí. ¿De dónde habrá venido?. Los pelícanos más cercanos andan por Mauritania y Senegal... ¿Vendrá de ahí o resultará que en el zoo de Rabat, que está de mudanza, tenían algún pelícano sin alicortar?. A saber...

De momento, que yo sepa, sólo hay tres citas documentadas de esta especie en la zona: una en Cabo Blanco (frontera entre el Sáhara occidental y Mauritania), allá por 1954, otra en un embalse cercano a Ouarzazate, en 1983, y la tercera en Merzouga en 2002. Además, se vió un pelícano común cruzando el Estrecho hacia Marruecos en agosto de 1996 (creo que ése fue el que se dedicó a darse vueltas por toda España ese año).
Cosas veredes... La verdad es que el bicho es una hermosura.



domingo, 10 de febrero de 2008

RAPACES


A pesar de que algunas especies se hacen mucho de rogar, voy consiguiendo fotografiar y filmar en video bastantes rapaces en Marruecos. Mi cámara no es una maravilla, ni tampoco yo domino mucho el arte y mucho menos el del “digiscoping” (hacer fotos con una cámara digital acoplada a un telescopio terrestre). Aun así, aquí tenéis algunas muestras de lo que todavía se puede ver por aquí. Si abrís la sección que está en esta página web a la derecha, donde pone “álbumes de fotos”, y vais a “rapaces”, podréis verlas. Todas menos la primera son especies que se pueden ver en España y otros países europeos.

La primera, que encabeza también estas palabras, es de un ratonero moro (Buteo rufinus), la especie de ratonero que hay por aquí. Este lo he fotografiado esta misma mañana en el Parque Nacional de Tazzeka, a unos 100 km al este de Fez. Allí hay un cañón espectacular lleno de cuervos, águilas perdiceras, halcones peregrinos (y quizás borníes), colonias de cernícalos primillas, cernícalos vulgares y, probablemente, águilas reales. El ratonero moro, a diferencia del de Europa, anida en cortados rocosos.

La segunda es de un águila real (Aquila chrysaetos), fotografiada hace quince días en Tafraoute, cerca de Agadir. Este bichito y su compañero/a me dieron un espectáculo volando bajo mis pies y poniéndose a copular a pocos metros de mí, todo al borde de una carretera algo concurrida. Son las primeras águilas reales que veo por aquí en dos años, aunque se dice que es un ave todavía común en Marruecos.

La tercera es de un águila perdicera (Hieraaetus fasciatus), en el Parque Nacional de Alhucemas, hace un mes. Aunque este parque es conocido por su gran población reproductora de águilas pescadoras, también alberga águilas reales y perdiceras. A ésta conseguí verla cerca del nido, copulando con su compadre. A los pocos minutos y ya anocheciendo, los chacales se pusieron a celebrar mi éxito a pleno aullido, ¡qué majos!.

La cuarta es de un halcón peregrino (Falco peregrinus), en el lago de Sidi BouGhaba en otoño pasado, una reserva preciosa cercana a Rabat. Es un ave joven, lo que se por el manto achocolatado y el grueso moteado del pecho y el vientre. Realmente sí que arece un halcón peregrino, pero tendré que mirarlo bien porque aquí no hay quien se aclare con las subespecies de peregrino y de halcón de berbería. En la propia ciudad de Rabat también se pueden ver halcones y nadie tiene muy claro sin son unos u otros o ninguno de los dos.

Para acabar, un video regulín pero chulo: un águila pescadora (Pandion haliaetus) comiéndose un pez en la desembocadura del río Souss en el Parque Nacional de Souss-Massa, en Agadir. Este es el sitio famoso –para los pajareros- por las colonias de ibis eremitas, pero hay un montón más de bichos interesantes. Es posible incluso que haya algún halcón de Eleonor por ahí criando sin que todavía lo sepa nadie.

Me quedan más, las iré buscando y poniendo a disposición del respetable. Saludos.

miércoles, 16 de enero de 2008

PEQUEÑOS MÉRITOS DE MI PADRE (ADIÓS, AITA)


Este es mi humilde homenaje a mi padre, José Fernández Álvarez-Castellanos, que se nos fue el 14 de noviembre de 2007 a los 71 años de edad.

Como todo el mundo sabe, mi padre hizo muchos y grandes méritos a lo largo de su vida: ganó un concurso de comer brevas en las huertas de Murcia, naufragó en un esquife de segunda mano a unos metros de la playa de Torrevieja, y con su primo PepeLuis, mató de un certero tiro de escopetilla en pleno ojo al pavo de sus vecinos. Entre baños en la playa y partidos de fútbol, aún le quedaba tiempo para sacar sobresaliente tras sobresaliente en el colegio. Muy pronto le echó el ojo a la vecinilla de enfrente, Maribel, y, ya más mayorcito, en la mili, pasó unos entretenidísimos días en el calabozo por haberse escapado para ir a verla.

Y, claro, sí, se casaron y tuvieron ocho hijos. Mi padre se dedicó ahora a las habilidades artísticas, aprendiendo a tocar el piano sobre la barriga de sus vástagos, echados en línea sobre la cama, imitando con certeza el reclamo de la gallina y dibujando unos burros casi cuadrados que más quisiera saber hacerlos un niño de año y medio. Entre vacaciones en la playa, pi-cnics en el monte, y visitas al hospital con algún hijo averiado en alguna forma, aprovechó algún ratillo suelto para sacar cuatro o cinco oposiciones con el número uno. Entonces nos metíamos los 10 en el Renault 12, más la abuela, el perro y los periquitos, y a un destino tras otro que nos íbamos: Murcia, Tarragona, Gerona, Valencia, Bilbao, Madrid…


Pronto nos hicimos todos lo suficientemente mayores para irnos más lejos de vez en cuando y dedicamos los veranos a viajar en coche por Europa, ya un poquito más holgados, y cuando se nos quedó pequeña, a Norteamérica e incluso a África. Con santa paciencia, se advino a buscar urogallos en la Selva Negra, alces en los bosques suecos, focas en Escocia, lobos en Canadá, ballenas azules en California, elefantes en el Masai Mara y leopardos en los Aberdares. Él sabía francés e inglés, pero como era muy generoso daba por donde pasaba magníficas lecciones de español a camareros, guías y conductores, ya fueran franceses, polacos o masais, explicándoles muy despacito y cogiéndoles siempre el codo, que todos, los ocho, éramos hijos suyos. Y si alguien no le entendía bien, bastaba con repetir la cantinela un poquito más despacio y todo quedaba claro.

Y no quedaban ahí sus habilidades, que las tenía de otros tipos. Era capaz de tirarse hora y media desayunando tostadas, comerse cien mejillones de una sentada y despacharse todos los días un plato de fresas con medio kilo de nata. Leía decenas de libros al año, jugaba al parchís durante horas con mi madre, sin hacer trampas nunca, y era capaz de tararear cualquier ópera sin acertar ni una sola nota. Los crucigramas le duraban 5 minutos, y los sudokus un poquito más. Podía ver dos o tres partidos de fútbol seguidos y tirarse dos horas en la piscina sin arrugarse.

Os cuento esto porque lo demás ya lo sabe todo el mundo: mi padre era un gran hombre en todos los sentidos. Que la tierra le sea leve.