viernes, 1 de octubre de 2010

Simplificación en verano


Foto: Silvia Frías Nebra (Mallorca)

Andando por ahí, en uno, dos, tres, cuatro países, bajo el mismo sol y diferentes cielos, cegadores o plomizos, soleados o locos, o todo al mismo tiempo. Casi nunca solo, pero siempre en buena compañía.

Pasan las selvas, las playas, los pinares, las ciudades, la arena, el asfalto, los mares, las piedras, los charcos, la lluvia. Pasan los cumpleaños, las fiestas, las cenas, las penurias y las alegrías, las bodas, los amigos que van y vienen, las familias, los nacimientos, los árboles, las muertes, los pájaros. Pasa que pasa, y qué bien que pasa.

De un lado a otro rápidamente, cambiando de vida en unos días o unas horas, ahora aquí, mañana allí y pasado en otro lugar distinto, quizá con gente distinta, bajo un cielo desconocido o demasiado conocido. Da igual, está todo bien.

Radio, cine, películas, libros, libros, libros, mensajes, revistas, carteles en las paredes, nada de tele gracias, frases pintadas, todo el mundo tiene algo que decir, en todas partes hay que buscar lo que sirve y pasar de largo frente al ruido blanco, ponerle hache delante a todo lo que haga falta, ignorar lo que no florece. No dar razones y no tener que tener razón.

Delfines en un acuario un día, miserables, idénticos delfines abrasando la superficie del mar al día siguiente. La vida que resiste a todo, desbordada y agarrándose a todas partes con los dientes. Nosotros también.

Todo al alcance de la mano, la mano que hay que alargar porque nada se queda esperando. A veces mi mano, a veces la tuya, a veces las de un amigo, nada más que buenas manos.

Volver, al final, a ver la tarde de verano surgiendo del Mediterráneo... y sonreír tranquilo.

Dedicársela a todos.

domingo, 11 de julio de 2010

Leones y un señor de Murcia




No había manera; nos habíamos pasado, mi hermano Pablo y yo, semanas dando la brasa sobre lo que se podía hacer allí y lo que no, cuáles son las normas de sentido común para evitar percances durante un safari, pero mi padre obedecía a su propia lógica. Una de nuestras furgonetas se había quedado atascada, aquí en medio del Masai Mara (Kenia), y mi padre aprovechó el hueco en nuestra vigilancia para darse él solo un pequeño garbeo junto al arroyo mientras se resolvía el problema. “¡Papá, los leones, los leones pueden estar en cualquier sitio, que esto es el Masai Mara!”. Mi padre, a su estupenda bola, y por suerte los leones no estaban ahí ese día.


También dimos consejos sobre la impedimenta: no hay que llevar nada especial, aparte de un buen gorro, gafas de sol, calzado cómodo y algo de abrigo. Bueno, cada uno lo interpreta como quiere, claro, y otro de mis hermanos nos sorprendió a la segunda mañana de safari con un traje de… ¡safari!, evidentemente. Sólo le faltaba el salacot, pero por lo demás lo tenía todo y en verde-ranger: pantalones, camisa, gorro de ala ancha con cordón… Cada cosa con sus respectivos bolsillos como mandan los cánones que debió componerse él en su cabeza.

Mejor o peor pertrechados, ahí estábamos todos juntos: ¡13 personas! Mis padres, mis siete hermanos, tres de sus novias y yo. Embarcados en dos furgonetas por las montañas y las sabanas keniatas en busca de aventuras.

El camino al Masai Mara, en especial, es largo, incómodo y polvoriento. Al cabo de unas horas, paramos a estirar las piernas en un recodo en el que había unos chavalillos observándonos. Ese día, gracias a mi madre, descubrieron el secreto de los muzungus (apelativo que se da a los blancos en suajili): ¡se pintan la piel de blanco! Sí, esa señora sin duda se estaba echando pintura blanca en los brazos y en la cara. Explícales tú que es crema para el sol…

Una vez en el Masai Mara, dimos vueltas y vueltas buscando el campamento, para acabar metiéndonos en un rincón en el que un inquietante cartelito de madera indicaba “aquí no hay camino” (hakuna njiaa hapa), lo que, por supuesto, no traduje a nadie más que a Pablo. Pero era ahí, albricias, al doblar el camino apareció por fin, a la sombra de los árboles, nuestro edén particular: el campamento prometido. Pero el edén se pobló de fieras corrupias que habían migrado desde Nairobi venciendo mil vicisitudes sólo para descubrir que en su paraíso... ¡no habían preparado la comida!. No sabían estos nativos a qué alimañas se enfrentaban, harto más peligrosas que las que les rodeaban cada noche en el Masai Mara: ¡la familia Fernández Aransay hambrienta, después de 10 horas de polvoriento y caluroso traqueteo en furgoneta! Muy amablemente, hicimos ver a nuestros anfitriones que tenían 30 minutos para improvisar unos huevos fritos, una cebra en pepitoria o lo que les viniera en gana, antes de que pasáramos a cuchillo del Coronel Tapioca a todos los insensatos moradores de la plaza. Estos, al grito atávico de “hakuna matata!” (no hay problema), doblegaron la rodilla y los 13 bárbaros muzungus revinieron a su amable estado natural tras el refrigerio.

Era cuestión ahora de instalarse, cada pareja en su tienda de campaña, si se le puede llamar así a una tienda con camas de verdad, espacio para darse un paseo entre cama y cama, y su propio baño con ducha y retrete, aunque fuera todo “de campaña”. Lo primero, como siempre, fue verificar la comodidad de los patriarcas, mis sexagenarios padres, pasando revista a su tienda. Amablemente se me informó de que un par de días antes habían sacado, precisamente de esa tienda, una simpática mamba negra, animalito que alcanza el más alto ranking entre las serpientes venenosas -y agresivas- de África. No dejé rincón sin mirar, ante la mirada divertida de mis padres, que pensaban qué su hijo estaba buscando alguna arañita que pudiera deslucir su estancia, y les ordené cerrar a cal y canto la tienda cada vez que entraran o salieran.

Bien reposados, comidos e instalados, nos fuimos a saludar, ahora sí, al Masai Mara, que envió para recibirnos una magnífica manada de leones que nos deleitó durante toda la tarde. En realidad, estábamos sólo en la reserva de caza y no el interior del Parque Nacional, por lo que de vez en cuando se veían masais conduciendo sus vacas, o simplemente pasando en bicicleta. Los leones debían tener hambre, y al divisar las vacas a lo lejos, se ponían de pie, pero en cuanto veían la espigada figura de rojo que las pastoreaba, se echaban de nuevo sobre la panza como dando la caza por imposible. Menos miedo les debía dar un facócero despistado -miope como todos los cochinos- que trotó en línea recta casi hasta la manada, hasta que en el último momento un golpe de aire le debió traer el olor de los leones y salió pitando de allí como el séptimo de caballería, con la cola en ristre y el corazón batiendo como una apisonadora.

Nosotros, por nuestra parte, extremábamos las precauciones para no llamar la atención de los leones (claro, claro, quitando el detalle de que les habíamos plantado dos furgonetas delante) y respirábamos más despacito cuando alguno de ellos se acercaba aunque fuera un poquito. Pero se estaba haciendo de noche, y el chaval masai que nos acompañaba quería irse a casa. Hasta ahí todo bien, lo malo es que él quería irse ya y ahí mismo, es decir, que quería bajarse de la furgoneta a 20 metros de la manada de leones, hecho que no le preocupaba lo más mínimo a pesar de que no alcanzaba todavía los 2 metros de altura reglamentaria de su tribu, ni llevaba lanza, maza ni cortauñas. “Ni hablar del peluquín, chaval, que tú serás muy masai pero nosotros no estamos acostumbrados a estos espectáculos de alto riesgo”, así que le dejamos bajar de la furgoneta sólo después de alejarnos unos 100 metros. Estos masais son más chulos que un ocho.

Y llegó la primera noche, con cena a la luz de las linternas y quinqués, con las mil anécdotas de nuestros guías, tan ávidos por entretenernos que contaron una historia en la que un búfalo acabó mordido por un cocodrilo en el hocico y un león en la grupa, y éste a su vez atacado por un leopardo por la espalda, al que espantó un elefante loco, que a su vez llamó a otro elefante porque veía que la tela no se rompía... Ah, no, lo siento, no recuerdo bien la anécdota.

Era una maravilla, haber arrastrado hasta una mesa dispuesta en un bosquete del Masai Mara, a toda la familia, todos juntos comparando las vivencias del día a los mil y un documentales de la sobremesa de la 2, y haciéndonos la boca agua con lo que todavía nos depararían los días de safari que nos quedaban por delante.

Los cebolleto-expedicionarios en Kenia, 1998 (Fernando, Rocío, Yoya, Pablo, Natalia, Irene,
 Carlos, Mª Isabel, Pepe, Luis y Nacho. Faltan JJ -el fotógrafo- y Nancy)

Y lo que había por delante, para empezar, era nuestra primera noche “in the bush”, como dicen los guiris, bajo la protección de una simple lona y sin valla alguna que nos separara de los moradores nocturnos de la sabana, aunque los vigilantes masais hacían guardia para nuestra tranquilidad. Sólo hay un secreto para dormir bien y del tirón en esas circunstancias: ¡no beber nada desde una hora antes de acostarse! Así, no hay que salir de la tienda para nada y no hay ningún problema. Y , por si acaso, una bacinilla al lado de la cama puede hacer milagros en caso de necesidad. Al día siguiente, más de uno amaneció con ojeras y la bacinilla repleta, desvelado por los rugidos de los leones y por las impertinencias de la vejiga, pero nadie, nadie, utilizó el famoso baño de campaña esa noche.

Para mí, no hay mayor placer que pasar una noche así, bien acurrucado en un saco de dormir, dentro de una tienda de campaña y despertado de vez en cuando por los rugidos de los leones, recordándote quién manda ahí cuando el sol se pone. Y si los que duermen a unos metros de ti, son tu familia al completo, la experiencia se convierte en el mejor viaje de tu vida, sin duda alguna.

jueves, 18 de febrero de 2010

Liliana y los chimpancés de la sabana


Foto: Liliana Pachecho en busca de chimpancés (Senegal)

En el sureste de Senegal, donde la sabana empieza a dar paso a las montañas Futa-Djallon, éstas ya en Guinea-Conakry, sobreviven los últimos chimpancés del país: entre 200 y 500 individuos.

La semana pasada tuvimos el privilegio de acompañar a Liliana Pacheco, primatóloga española que trabaja para el Instituto Jane Goodall de España (http://www.janegoodall.es/) estudiando estos chimpancés en un pueblo de la zona. Hablo en plural, porque a este viaje se han apuntado mi hermano Fernando y mi amigo Iñaki Zabala (foto 0), dos apasionados de la naturaleza y de los viajes, y experimentados compañeros a prueba de bombas… y de costra (fotos 1 y 2).


El Instituto me ha encargado, junto a Liliana y otros colaboradores, seleccionar el contenido para unos carteles divulgativos que se instalarán en los “campamentos” turísticos de la región. Esta ha sido mi primera visita a la zona: un poco rápida, pero muy productiva.


Desde Dakar nos fuimos directamente al Parque Nacional de Niokolo Koba (sobre el que ya he escrito antes en este blog), aprovechando que está de camino, que íbamos bien de tiempo y que llegamos relativamente pronto a la entrada, en Dar Salam (foto 3). Allí tuvimos la suerte de encontrar al mismo guía que tuve la otra vez, Ibrahima Kanté, y nos adentramos en el Parque a media tarde, llegando al hotel Simenti al anochecer.


Es la estación seca y el Niokolo tiene una apariencia completamente distinta de la del mes de junio pasado, cuando estaban empezando las lluvias. Pasamos también la mañana siguiente allí, dando una vuelta en barca por el río Gambia desde el mismo hotel (foto 4). En las 24 horas que estuvimos, vimos una buena variedad de mamíferos y otros animales (para los aficionados a las aves también es un sitio estupendo). Insisto, no os fiéis de las guías de viajes, la densidad de grandes animales es muy baja pero merece la pena visitar el Parque si vais a Senegal y tenéis suficiente tiempo (está a unas 10 horas de Dakar).


Para que os hagáis una idea: vimos hipopótamos (foto 5), cocodrilos, antílopes kobos (Kobus kob), acuáticos (Kobus ellipsiprymnus defassa) y jeroglíficos (Tragelaphus scriptus), oribi (Ourebia oribi), cefalofos o “duikers” (Cephalophus rufilatus), facóceros (Phacochoerus africanus, foto 6), mangostas rayadas (Mungos mungo), ardillas terrestres (Euxerus erythropus) y arborícolas (Heliosciurus gambianus), papiones (Papio papio), monos patas (foto 7, Erythrocebus patas) y verdes (foto 8, Chlorocebus sabaeus). Por si no fuera bastante, tuvimos la suerte de ver una civeta (Civettictis civetta) –una especie de gineta mega-desarrollada- corriendo como una loca en la orilla de la laguna de Simenti. También las aves nos agasajaron en el mismo lugar: una pareja de pollos de pigargos africanos (Haliaaetus vocifer, el “águila pescadora” africana) disputándose el pescado que les trajo un adulto. Y ya cerca del final de la visita, la guinda. Cuando estábamos medio asobinados por el calor y el traqueteo del camino (hay que permanecer en el coche casi siempre, foto 9), espantamos a un leopardo que hacía la siesta. Bajamos a buscarlo y conseguimos avistarlo un segundito, sentado y mirándonos desde la espesura a pocos metros. Tras una pequeña persecución a pie para intentar verlo mejor –no hagáis esto en casa-, lo volvimos a ver un milisegundo poniendo pies en polvorosa (Vd. perdone).

Así que, señores y señoras, ahora sí que puedo contar con toda seguridad… ¡mi vigésimo leopardo! Eso nos deparó el Niokolo-Koba, que no es moco de pavo.


Después recogimos a Lili en Kedougou, la última “gran” ciudad de la zona, y enfilamos hacia el pueblo donde vive. Como hicimos el trayecto de noche por una pista infernal –son 30 km pero se tardan al menos 2 horas- aprovechamos para, foco de mano en ristre, hacer un safari nocturno con el coche. Ya no estábamos en un área protegida, no había grandes bichos, pero sí algunos muy interesantes. Vimos unos cuantos gálagos (Galago senegalensis, lo que en inglés se llama “bush-baby”), que son un tipo de primate primitivo, del tamaño de una ardilla, grandes ojos de búho (son nocturnos), que se desplazan entre los árboles dando unos saltos horizontales increíbles. Comen insectos y resina, pero lo que era más interesante para Lili, que los veía por primera vez en libertad, es que a su vez los gálagos son una fuente de proteínas habitual para los chimpancés de la zona, que los ensartan con palos en los agujeros de los árboles donde se refugian durante el día. También vimos un par de ginetas (Genetta genetta) y un espectacular chotacabras “estandarte” (Macrodipteryx longipennis), un ave nocturna que arrastra en la parte posterior de la punta de sus alas dos larguísimas plumas que le dan un extraño aspecto de cometa (¡Pablo, JJ: por fin me he puesto al día!).


Una vez en el pueblo, los días han transcurrido básicamente a la búsqueda de los chimpancés y de sus rastros. Liliana (foto 10) lleva tan sólo 6 meses allí, por lo que el trabajo de habituación de los chimpancés (es decir, conseguir que se habitúen a la presencia cercana de humanos para poder estudiar su comportamiento con detalle), no ha hecho más que empezar… y se tardan cinco años en conseguirlo en este tipo de ambiente. Liliana cuenta para ello con la imprescindible colaboración de dos asistentes de campos senegaleses: Diva, una mujer, y Dauda, un hombre, y entre los tres componen un magnífico equipo.


El área de campeo del grupo de chimpancés en el que se han centrado es de unos pocos kilómetros (en esta época del año) a lo largo de una ladera boscosa muy cercana al pueblo (fotos 11 y 12). En un sitio tan esquilmado de grandes mamíferos como éste, resulta casi increíble que los chimpancés, animales tan notorios, hayan sobrevivido hasta la fecha. En parte se debe a las creencias locales, según las cuales si un chimpancé llega a tocarte, quiere decir que alguien te ha echado mal de ojo, por lo que la gente de aquí no tiene ningún interés en acercarse a ellos. Tampoco lo consideran un animal comestible, por suerte.


La jornada típica de Liliana consiste en subir a la ladera al amanecer para buscar los “nidos” en los que han dormido los chimpancés la noche anterior (foto 13). Estos nidos son camas que hacen retorciendo ramas en los árboles, y siempre usan uno nuevo cada noche. Suelen dormir agrupados, y como hay una cama por individuo, se puede saber el número aproximado de chimpancés, que en el caso del grupo de estudio es de 6 adultos y una cría. Para alegría de Iñaki (foto 14 y vídeo 1), resulta muy interesante trepar a los nidos para coger pelos (con el fin de hacer estudios genéticos, foto 15) y restos de comida (foto 16). Bajo los nidos se recogen los excrementos que pueda haber, para analizarlos posteriormente y ver qué frutos, insectos, semillas y otros alimentos (foto 17) componen la dieta de estos animales (sí, la zoología es muy escatológica, ya se sabía). Tras tomar todos los datos posibles de los encames y recoger todas las muestras (foto 18), se intenta seguir el rastro de los chimpancés durante todo el resto de la mañana, alternando con paradas prolongadas para intentar detectarlos a la escucha (foto 19), grabar los sonidos si es posible e intentar averiguar qué actividad están desarrollando en el momento. Y cuando hay mucha, mucha suerte, se puede llegar a verlos fugazmente –por ahora- adentrándose en el bosque.


Esta vez no tuvimos mucha suerte con la parte visual, y sólo Fernando e Iñaki pudieron atisbarlos un momentito a gran distancia con prismáticos, un día que trepamos a la ladera de enfrente y los oímos gritando a lo lejos. Sin embargo, si llegamos a oírlos muy cerca en varias ocasiones, y en una de ellas se dedicaron a remover grandes piedras y a pegar unos berridos absolutamente impresionantes (los chimpancés son animales grandes, de unos 40-50 kg y con la fuerza de seis hombres). Ese día en concreto, fue muy emocionante amanecer a 150 metros del encame, y a 50 metros de un manantial al que estábamos convencidos que iban a bajar a abrevar, pero decidieron no bajar y se marcharon sin saludar.


La jornada continúa y el calor (38º a la sombra) pega con fuerza. Al mediodía los chimpancés se refugian en lo más espeso del bosque (foto 20) y no reprenden la actividad hasta la tarde, así que si no hay contacto directo no resulta muy interesante continuar siguiéndolos (eso cambiará cuando se habitúen a la presencia de los investigadores). Para nosotros no hay problema, en el pueblo hay un campamento turístico con nevera y… ¡cervezas frías! Las cervezas que más rápido caen a este lado del río Gambia, desde luego, ¡viva el lujo y quien lo trujo!.


Esto no forma parte de la rutina de Liliana, pero a todo se acomoda uno. Después, comida en casa –las ventajas de tener chimpancés a 1-3 km del hogar-, siestecita si da tiempo y, normalmente, trabajo de gabinete y análisis de lo traído del monte (ejem, sí, caca básicamente).


Por la tarde, nueva subida al monte para seguir rastreando a los chimpancés e intentar detectar dónde van a pasar la noche, para recomenzar en ese punto al día siguiente. Y nosotros, más cervezas, por supuesto (fotos 21 y 22).

Estos días, alternamos el trabajo con los chimpancés con visitas y entrevistas en los campamentos de los pueblos de la zona (fotos 23 y 24, algunos en el famoso país Bassari, la principal atracción turística de la región por las “coloridas costumbres” de este pueblo animista) para el tema de los carteles, y con observaciones de otras especies de fauna y flora que pueden resultar interesantes para el trabajo. Hemos detectado directamente, por ejemplo, rastros de caracal (una especie de lince africano), hienas moteadas y algún antílope. También hay muchos papiones y monos verdes compartiendo el hábitat de los chimpancés.


Y como no todo va a ser currele, nos hemos pegado nuestros buenos baños en la cascada de Dindefello (¡100 metros de caída!, fotos 25 y 26, vídeo 2) y en las pozas de Afia (foto 27), regándolo todo de vez en cuando con un cargamento de cerveza Gazelle (vídeo 3).


Así que ha sido un viaje estupendo, interesantísimo y muy divertido, amenizado por las innumerables ocurrencias de Iñaki y sus interminables gadgets (qué no llevará en la mochila este hombre, ja ja), el buen humor de Fernando (foto 28 y vídeo 4) y la más que generosa hospitalidad de Liliana, dejando aparte la suerte de haber compartido unos días su apasionante trabajo.

Y acabo loando precisamente el valor de esta chica, que se vino a vivir a un pueblo a 15 horas de carretera de Dakar (foto 29), sin agua corriente y (vídeo 5), en una casa de 4 m x 4 m, sin casi electricidad, sin saber francés (ni mucho menos las lenguas locales, pero ahora ya controla franchute), sin vehículo alguno, y sin haber puesto antes un pie en África. Y lo mejor: es capaz de aguantar que tres mamarrachos como nosotros (foto 30, vídeos 6 y 7) le den la paliza a todas horas durante toda una semana sin inmutarse. ¡Olé, Liliana: buen trabajo y muchas gracias por todo!

Pista oculta: vídeo 8 (la verdadera razón de mi visita a los chimpancés)