domingo, 29 de enero de 2023

CENTELLA


La entrada al Parque Nacional de El Darién

El Parque Nacional de El Darién,  en el extremo oriental de Panamá, lindando ya con Colombia, comprende 560.000 ha de selva tropical[1]. Allí, la carretera Panamericana que recorre el continente de norte a sur, desde Alaska a Tierra de Fuego, se interrumpe ante el dominio de los árboles gigantes. 

El final de la Panamericana

El asfalto termina en el pueblo de Yaviza, a unas 5 h y media de la ciudad de Panamá en un buen coche y, según reza una señal junto a la carretera, a 12.580 km del otro extremo de la Panamericana, en Alaska. Yaviza tiene un pequeño pero animado puerto fluvial en el río Chucunaque, desde el que en 45 minutos se alcanza El Real, una considerable población situada casi en el punto en el que se alzó la posiblemente primera ciudad fundada (en 1510) por los españoles en América: Santa María la Antigua de Darién. Dese, desde allí Vasco Núñez de Balboa alcanzó el Océano Pacífico por primera vez, pero apenas en 1520 la ciudad se trasladó a la actual capital por razones estratégicas.


De El Real hay media hora en coche hasta la entrada del P.N. de Darién, desde la que a su vez sólo queda andar 3,2 km de llana pista, adentrándose ya en la selva, hasta la Estación Pirre 1[2], centro de operaciones de los guardabosques del Parque. Esta estación, también conocida como “Rancho Frío”, es la base desde la que hoy en día se puede visitar el Parque Nacional de Darién, dado que la Estación de Cana, mucho más metida en la selva, permanece cerrada indefinidamente. Rancho Frío es un bonito claro junto a un río en el que se alzan dos construcciones: una para las dependencias del Parque y otra, menor y de dos plantas, con literas y colchones para los visitantes. Además, hay una cocina exterior techada y un bloque de abluciones con servicios y duchas. Todo ello es muy básico y pide mantenimiento a gritos, pero aun así Rancho Frío ofrece unas comodidades más que bienvenidas en un entorno tan agreste, especialmente en las fechas en las que visitamos el Parque, con la estación lluviosa todavía en plena demostración de su poder.

En cualquier punto de esta región es imprescindible ir con un guía (debidamente registrado con el gobierno de Panamá, garantía de su formación y preparación), tanto por razones de seguridad (no perderse, distinguir en el camino una serpiente que puede ser venenosa, etc.), como para ver e identificar la fauna y flora sin demasiadas frustraciones; aquí, en la frondosidad de enormes árboles que se alzan hasta 50 metros por encima del suelo, es harto difícil ver pájaros y otros animales. Desgraciadamente, hay muy pocos guías –actualmente, parece que sólo el nuestro: Isaac Pizarro, cuya empresa se llama Tour Darién- que trabajen en esta difícil zona. Las razones principales son tres: (1) hasta hace pocos años toda la región estaba en manos de las FARC colombianas, (2) los traficantes de droga recorren por la noche los senderos de la selva, y (3) hay un creciente tránsito de migrantes que, con origen en cualquier punto del mundo, llegan hasta aquí desde Colombia en dirección a los EE.UU; este flujo se asocia, desgraciadamente, a toda clase de barbaridades que sufren las familias que arriesgan todo, incluso la vida, por llegar a un mundo mejor. Hoy en día, no obstante, el área de Rancho Frío es segura, queda lejos de las zonas más calientes y no hay que temer allí por nada, siempre que se sigan fielmente las indicaciones del guía. Indudablemente, y simplemente por las características naturales de El Darién, internarse en la selva sin un guía experto puede acarrear sustos muy graves y desorientarse allí probablemente no tenga remedio.

Rancho Frío

Tan sólo hay tres caminos que salen de Rancho Frío, además del de llegada: uno de apenas 1,5 km que lleva a una bonita cascada, un segundo muy largo y empinado que lleva a la cima de Cerro Pirre (a 1300 m s.n.m) y el tercero, también muy largo, que lleva a una base del SENAFRONT, la policía fronteriza de Panamá.

Tras algunas excursiones previas, la mañana del 30 de noviembre de 2022 empezamos a recorrer este último camino tras vadear el río, con toda la calma del mundo, a ritmo de observación de pájaros. Impresionantes rapaces forestales, vistosos paseriformes de todos los colores, colibríes, enormes y chillones guacamayos… se dejan ver con cuentagotas en las ramas, mientras que por todas partes la vegetación se desborda en forma de árboles gigantes sobre los que crecen una miríada de otras formas vegetales: lianas, líquenes, musgos, plantas epífitas… Por el suelo, cubierto por todas partes de hojas secas y algunos charcos, pululan incansables las hormigas cortahojas y, de vez en cuando, una tarántula u otra gran araña se cruza en el camino. Más raramente, atisbamos alguna serpiente, lagarto (suelen ser Anolis) o rana. A veces, descubrimos huellas de agutíes (roedores del tamaño de una liebre, muy abundantes), mapaches o coatíes. En varias ocasiones vemos también familias de monos aulladores (Alouatta palliata) y de los endémicos titíes de Geoffroy (Callithrix geoffroyi), que a su vez nos observan con curiosidad y/o con disgusto. La llamada fuerte y profunda de los aulladores es sobrecogedora.

Este camino de SENAFRONT pronto se convierte en una simple senda, apenas reconocible, que asciende con suavidad por la ladera de la selva. En no pocos puntos, la trocha se desvía por árboles caídos y ahí es necesario prestar buena atención para no perderla. Poco a poco se sube por el lomo de una especie de estrecho carballón, desde el que hay una buena visibilidad de las pobladas laderas en sus flancos. Es ya más de media mañana, hemos visto un buen puñado de aves y me puedo ahora permitir bromear un poco con los compañeros: “Este es un buen punto para ver un jaguar, porque o lo vemos en una de las laderas que quedan a nuestros pies, o nos pasa por encima por esta estrecha senda”. 50 m más adelante el guía señala algo marcado en el barro entre hoja y hoja: una clarísima y reciente huella de felino, acompañada de un excremento de buen tamaño de color claro y lleno de largos pelos; jaguar, sin duda, reciente y grande. La broma ha resultado ser premonitoria.

Jaguar. Oír esa palabra en boca de Isaac, el guía, confirmando la identidad del gran felino que ha pasado por aquí no hace mucho, hace que se acelere el corazón y que vuele la imaginación. El animal ha recorrido esta senda en la misma dirección que nosotros, monte arriba, y al parecer ha sido en algún momento de esta misma mañana, probablemente a primera hora. Pregunto si hay posibilidad de confusión con un puma, pero el tamaño de la huella lo descarta, dice el guía[3].

Dani y yo viendo el rastro de cerca
Dani y yo viendo el rastro de cerca

Seguimos avanzando, sin apresurarnos y sin privarnos de airear nuestra excitación comentando la enorme suerte que tenemos de haber encontrado una huella de jaguar en este enmarañado laberinto; es un  maravilloso colofón a nuestra visita. A los pocos minutos encontramos otra huella fresca, del mismo jaguar, de nuevo en la senda y en la misma dirección y, más adelante, otra más y de nuevo un excremento. Vamos descubriendo más y más huellas en nuestro progreso y, además, escarbaduras y otras señales de donde el gran jaguar se ha sentado o tumbado en su recorrido. Por el aspecto del rastro se hace evidente que es muy fresco, mucho más de lo que había pensado Isaac al ver la primera huella; en realidad, podríamos estar literalmente pisándole los talones a un jaguar de gran tamaño, por increíble que parezca.  La probabilidad de ver un jaguar en un hábitat como éste, en el que la visibilidad es escasa, y a pleno día, es ínfima, pero por eso mismo no hay que desaprovechar esta oportunidad, por escuálida que parezca. Ahora que está claro que el animal puede estar todavía en la senda, el guía comienza a moverse con mucho más sigilo y mantiene la mirada en la lejanía tanto como se lo permite la selva, más allá de nuestros pasos; yo voy el segundo, intentando ver por encima de su hombro, consciente de que en cualquier momento podemos vislumbrar al animal si la suerte, que ya ha sido tan benévola, nos sigue acompañando.

Excremento y huella de jaguar (Panthera onca)

Al cabo llegamos a un pequeño rellano donde la vegetación se abre un poquito y aprovechamos para descansar unos minutos y ver algunos pájaros más; pero el jaguar me espolea el ánimo e insto a todos (somos cinco en total) a seguir pronto senda arriba, porque la posibilidad de toparse con él es muy real, está muy claro por la frescura creciente del rastro. Mis compañeros responden a mis apremios y reanudamos en seguida el ascenso ya callados, cuidando de no hacer ruido al movernos y con los ojos enfocados tan lejos como nos lo permite la vegetación.

Pocos minutos después, el terreno vuelve a nivelarse en una pequeña explanada. A la vez que nuestros ojos se hacen a la nueva perspectiva, se oye a cierta distancia una especie de tos, corta y seca, casi un gruñido, y acto seguido algo grande atraviesa el sendero de izquierda a derecha, rápido como una centella, agitando las hojas de las plantas al recorrer las escasas decenas de metros que lo separan del final de la explanada, donde desaparece ladera abajo a la misma y fulgurante velocidad. A pesar de que nos ha pasado por delante, no hemos podido ver absolutamente nada del animal. Imposible verlo.

El guía se queda petrificado: “Graaaande, ese animal”, comenta perplejo. “¿Qué era, qué era?” Yo también lo he visto y no he podido atisbar ni un pelo de lo que acaba de pasar corriendo a unos 25 m de distancia. “¡¿El jaguar?! ¿has oído el ruido?” –pregunto- “sí, tiene que ser, yo también he oído el ruido, pero no he podido ver nada”-contesta Isaac. Los demás se hacen las mismas preguntas a nuestras espaldas.

Nos dirigimos inmediatamente al sitio desde donde creemos que ha arrancado el animal, a escasas dos decenas de metros, justo a la izquierda de la senda. Al situarnos en ese punto Dani, uno de mis compañeros, encuentra algo que se está alejando lentamente por el suelo en dirección contraria a la tomada por el corredor. Al principio, lo que consigo ver es el final de una cola muy gruesa, que parece de algún tipo de mamífero, pero en seguida compruebo con asombro que por delante de esa punta hay al menos tres metros de enorme serpiente, gorda como un perro salchicha, que se arrastra por encima de un tronco; ¡es una enorme boa constrictora (Boa imperator)! Nos aproximamos a unos tres metros para observarla mejor y la serpiente adopta la estrategia de quedarse quieta, seguramente en un intento de pasar inadvertida ante posibles depredadores, pero está claro que nos observa atentamente por el rabillo del ojo. Es magnífica y, a la vez, imponente. Nos quedamos unos minutos haciendo fotos y vídeos, hasta que se harta y, con un movimiento súbito, vuelve la cabeza en nuestra dirección, lo que provoca la desbandada de los cinco presentes, en un sálvese quien pueda, sin esperar a comprobar qué intenciones tiene el ofidio gigante. Desde la lejanía, vemos cómo la boa sigue su camino, alejándose del sendero hacia la ladera que desciende.

Un día duro para la boa constrictora

Isaac concluye lo mismo que yo estoy pensando sobre esta escena: con casi completa seguridad, hemos sorprendido al jaguar en el momento en que estaba sobre la boa, mirando cómo comérsela. Al vernos aparecer en el rellano, el jaguar ha emitido un corto gruñido y ha huido a toda velocidad hacia el lado contrario a aquel por el que nosotros llegábamos, con tanta velocidad y pericia para ocultarse que no hemos podido ver absolutamente nada más que las plantas moviéndose a su paso. Estamos todos boquiabiertos: hemos rastreado un jaguar en la selva de Darién, hasta encontrarlo en el momento en que se disponía a atacar una boa constrictora de 3 m de largo. Si me contaran esta historia, difícilmente me la creería, con toda la razón.

En nuestro asombro, nos preguntamos qué habría pasado si hubiéramos tardado unos minutos más en llegar a este rincón de la selva: ¿habría estado el jaguar concentrado en el ataque a la boa y habríamos conseguido ver esa escena, o al menos atisbar también al felino antes de que hubiera huido? Quién sabe, nos quedará siempre esa duda.  

Satisfaction

Decidimos seguir senda adelante un poco, confirmando en los siguientes centenares de metros que el rastro del jaguar no continúa más allá de la boa y que nuestra interpretación de los acontecimientos es correcta. Pensando en que quizás el jaguar haya vuelto a por la boa, volvemos al cabo de unos 20 minutos al lugar de los hechos, pero ya no encontramos rastro de la serpiente ni del felino.  

Con la excitación todavía a flor de piel, descendemos por la misma senda hacia Rancho Frío, parando a observar de nuevo algunas de las huellas del jaguar con el que nos hemos cruzado… sin haberlo visto. Ya abajo del todo, nos damos un baño bajo la cascada para despedir la mañana.

De camino a la cascada

Nos habían dicho que los jaguares abundan en Darién, donde hay una población mucho mayor que en otras regiones de Centroamérica, pero nunca nos habríamos imaginado que podríamos toparnos con uno y muchos menos en circunstancias tan excepcionales. Aunque no lo hayamos visto, ha sido muy emocionante este increíble encuentro y como dicen en la India sobre el tigre: no te preocupes si no lo ves, él sí te ha visto a ti.

Happy tough cookies. De izda. a dcha.: Isaac, Nacho (con el barquero anónimo detrás), Dani, Diana y Fran.

Nadie sabe cuántos jaguares hay en el mundo, pero su población está disminuyendo en muchas zonas y se considera ya una especie “Casi amenazada”, e incluso es probable que en la próxima evaluación se aumente la categoría de amenaza a “Vulnerable”. Se han descrito 34 subpoblaciones distintas que van desde el sur de Estados Unidos (donde es esporádico) al norte de Argentina, siendo de lejos las mayores las del Amazonas y el Pantanal, que reúnen en torno al 90% de la población y no presentan riesgo de extinción. El resto de las subpoblaciones (33) son mucho menores y sí están en riesgo de extinción, unas “En peligro crítico” y otras, como la del Chocó-Darién, “En peligro”. Sus amenazas principales son la desaparición y alteración de hábitat, caza (legal o ilegal) para trofeos y comercio de partes, caza (ilegal) por ataques al ganado, así como la competencia por las presas con cazadores (humanos). En los últimos años se está comenzando a extender su caza ilegal por sus colmillos, así como para usar sus huesos en la medicina tradicional china, como ya se hacía con tigres y, posteriormente, con leones.

El mejor lugar del mundo para ver jaguares en libertad es El Pantanal brasileño, donde con suerte es posible avistarlos desde embarcaciones en las orillas de los cursos de agua.

Foto de Leonardo Ramos (La odisea de salvar al jaguar, el tigre de las Américas (coolt.com))

P.D. El resto de las fotos de esta entrada las hizo nuestra compañera Diana Pérez-Aranda, ¡muchas gracias!

 



[1] Esa es la superficie del Parque Nacional de Darién, pero la extensión de la selva es superior.

[2] Sin embargo, un quad del Parque puede trasladar equipajes y víveres si es necesario.

[3] En Panamá, los pumas son relativamente pequeños y raramente sobrepasan los 50 kg de peso, bastante por debajo de sus congéneres norteamericanos. Los jaguares pueden alcanzar los 100 kg.

jueves, 12 de febrero de 2015

La Reserva Especial de Maputo



Mozambique no es famosa por sus reservas naturales interiores, aquí la gente viene sobre todo por sus magníficas playas y fauna marina. Rodeado de países como Tanzania y Sudáfrica con algunas de los mejores parques nacionales del continente (Serengeti, Ngorongoro, Kruger, etc.), los de Mozambique son absolutamente desconocidos para el gran público exceptuando Gorongosa, que empieza a recobrar su fama lentamente. 


La culpa la tiene, en buena parte, la guerra civil que asoló el país desde su independencia, en 1975, hasta 1992. Además de todas las miserias que conllevó el conflicto para los propios mozambiqueños, los circuitos turísticos no volvieron a interesarse por el país hasta entrado el presente siglo prácticamente. El hambre y la falta de control provocaron una hecatombe en las poblaciones de grandes mamíferos del país, que desaparecieron o quedaron muy mermadas en casi todo Mozambique, y la profusión de minas anti-persona espantó a los pocos que podían todavía interesarse por visitar las reservas naturales mozambiqueñas.


Aun así, en un país de 1,5 veces el tamaño de España y con 20 millones de habitantes en la actualidad concentrados sobre todo en la franja costera, quedan todavía algunas buenas poblaciones de grandes mamíferos. Las más importantes están en el norte del país, en la Reserva de Caza de Niassa, colindante con Tanzania, en el Parque Nacional de Gorongosa, en el centro, y en el Parque Nacional del Limpopo, en el suroeste, que linda con el P.N. de Kruger de Sudáfrica. El delta del Zambeze fue antiguamente una zona con inmensas poblaciones de búfalos –ya muy mermadas- y de elefantes, prácticamente desparecidos en esa región. Pero a diferencia de muchos países africanos, todavía pueden encontrarse grandes animales también fuera de las áreas protegidas, como leones y elefantes, diseminados por muchas zonas del país.

Aquí,  a apenas 100 km al sur de la capital, Maputo, tenemos una pequeña joya de la naturaleza llamada la Reserva Especial de Maputo (antiguamente “Reserva de Elefantes de Maputo”). 


Es una pequeña área protegida, de “sólo” 1000 km2, que se extiende por la franja costera entre –casi- la capital y la frontera con Sudáfrica. La principal característica de la Reserva, por supuesto, es su población de unos 400 elefantes. Cuando la Reserva fue creada (en 1932, en plena etapa colonial portuguesa) los elefantes compartían este espacio con muchísimas otras especies de grandes mamíferos, entre las que se contaban rinocerontes blancos, búfalos, leones, guepardos, ñúes, cebras, jirafas, etc. Con el paso de los años y la presión humana la mayoría de estos animales se extinguieron localmente, incluso antes de la guerra, y a principios de este siglo sólo los elefantes, hipopótamos y algunas especies de antílopes (“bushbuck”, “reedbuck”, “duiker” de Natal, “steenbok” y suni, principalmente) sobrevivían en la Reserva. Es admirable, por tanto, la resiliencia que ha demostrado tener esta población de elefantes que ha conseguido mantenerse allí hasta el presente cuando muchas otras especies han desaparecido ya.

 



La razón es que los elefantes de la Reserva integran una población mayor que se extiende entre el sur de Mozambique y el norte de Sudáfrica. La Reserva Especial de Maputo, el Parque Nacional de Elefantes de Tembe y el Parque Nacional de Ndumo –estos dos últimos en Sudáfrica- cuentan con poblaciones de elefantes que están interconectadas a través del corredor del río Futi (que desemboca en la Reserva, por cierto). Esto es lo que ha permitido, con toda probabilidad, que los elefantes se hayan conservado en esta zona de Mozambique hoy en día, a tan sólo una hora y media de coche de la capital del país. A un coste, eso sí: los elefantes aquí desconfían todavía mucho de la gente y hay que observarlos desde una distancia prudencial para evitar ponerlos demasiado nerviosos.

Servicio de grúas de la Reserva Especial de Maputo


En realidad, estos tres parques y el corredor del Futi conforman el Área de Conservación Transfronteriza de Lubombo junto con otras muchas áreas protegidas (sudafricanas casi todas), que se extiende por 10.000 km2 de Mozambique, Sudáfrica y Suazilandia.


La proximidad de la Reserva Especial de Maputo a la capital hace de ella un potencial destino turístico de primera categoría para el país. Afortunadamente, el gobierno de Mozambique y muchos de sus socios internacionales son conscientes de este hecho – y de la importancia ecológica de la Reserva per se- y se han puesto manos a la obra para restaurar la antigua diversidad biológica de la zona. Gracias a ello se está repoblando la Reserva con diferentes especies de mamíferos como impalas, facóceros, nyalas, cebras, kudúes, jirafas y ñúes (procedentes de las reservas sudafricanas de Ndumo y Ezemvelo), además de modernizar y crear infraestructuras tanto para los turistas como para los gestores de esta área protegida. 

Manada de elefantes en la Reserva: hembras y crías, los machos son difíciles de ver




Junto con estos nuevos inquilinos y los elefantes, también se encuentran cocodrilos e hipopótamos en las numerosas lagunas que tiene la Reserva, mangostas paludícolas y rayadas, ginetas, monos, galagos, etc.

Está claro: a bañarse, a la playa mejor


El año pasado (2014) se inauguraron las nuevas oficinas del parque y un nuevo acceso, y se está trabajando para acondicionar mejor las dos zonas de acampada existentes. Por descontado, todo este esfuerzo incluye proyectos de desarrollo de las comunidades que habitan la Reserva y sus alrededores, como la construcción de tres “lodges” (hoteles campestres), formación de guías, apertura de pozos para el ganado fuera de la Reserva, etc.

Nueva entrada a la Reserva

Lo que pocos visitantes de la Reserva saben es que, además, esta zona forma parte de uno de los 35 Ecosistemas Críticos del Planeta: el “punto caliente” o hotspot de Maputaland-Pondoland-Albany.  Este hotspot es el segundo con mayor riqueza florística de África meridional –después de la región de El Cabo-, con unas 8.100 especies vegetales de las cuales al menos 1.900 son endémicas. La Reserva se enclava en Maputaland en concreto, y se caracteriza por sus extensos bosques sobre dunas costeras –una formación vegetal única- intercalados con extensas praderas herbáceas y las mencionadas lagunas, tanto de agua dulce como salobre.

¿En qué se traduce todo esto a la vista del visitante? En un paisaje más o menos así:
 


La Reserva es también una IBA (Important Bird Areas, número MZ001), de las pocas -16- que se han identificado en Mozambique por ahora. La IBA se reparte, a su vez, entre dos EBA (Endemic Bird Area) mucho más extensas que la propia Reserva: la EBA de los bosques sudafricanos (089) y la EBA de la costa del sureste de África (092). Las especies más representativas de aves de estas EBA en la Reserva son: el Alzacola Pardo (Cercotrichas signata) (video abajo), en la primera, y el Apalis de Rudd (Apalis ruddi, especie casi endémica de Mozambique), la Suimanga de Neergard (Nectarinia neergardi, globalmente amenazada), el Canario de Pecho Limón (Serinus citrinipectus) y la Estrilda Golirrosa (Hypargos margaritatus), en la segunda.

Además de estas especies, hay otras aves poco comunes en la Reserva que están globalmente amenazadas además de la Suimanga de Neergard, como la Culebrera Barreada Meridional (Circaetus fasciolatus) y el Zorzal Moteado (Zoothera guttata).  
Pigargo vocinglero o African fish eagle (Haliaaetus vocifer) pescando en el mar en Ponta Milibangalala


No es fácil llegar aquí. Aunque está muy cerca de Maputo, el acceso es complicado: primero se ha de tomar un ferry en Maputo ciudad que cruza la bahía hasta Katembe. La travesía es muy corta pero las colas pueden ser largas y lentas. Después vienen unos 80 km de pista de tierra que a veces –cuando llueve- se encuentra en bastante mal estado y que llega hasta la entrada de la Reserva (aproximadamente en una hora y media desde Katembe). Desde la entrada hasta los campings (uno en Ponta Milibangalala y otro en Ponta Membene), hay otros 40 km de arena profunda en muchos tramos y que sólo son transitables en 4x4. Normalmente es mejor ir en dos todoterrenos por si surgen problemas, pues el trayecto es duro y algo difícil si no se tiene experiencia en arena. Una vez en el interior, el recorrido hasta los campings es bien bonito y se pasa por extensos pastizales, grandes lagunas en las que es fácil ver los hipopótamos y múltiples aves, y bonitas dunas coronadas de impresionantes bosques.


[Actualmente se está construyendo un gran puente que sustituirá al ferry de Katembe, y la pista de arena se convertirá con el tiempo en una carretera asfaltada. Esto se debe a que se va a construir un nuevo puerto de aguas profundas al sur de la Reserva (Techobanine), desgraciadamente porque es un gran contrasentido haber hecho tanto esfuerzo en la protección de la zona para albergar en ella una infraestructura con tanto impacto.]


Los campings son absolutamente básicos, al menos por ahora. Hay que llevarlo todo, incluyendo agua y combustible abundante, comida y todo lo necesario para autoabastecerse. Tan sólo hay algunas letrinas y un destacamento de guardas que venden leña para cocinar.

Pero, ay, no sólo de bosques vive el hombre, y la Reserva está en la costa… del océano Índico, por supuesto. Los dos campings habilitados están inmersos en el bosque costero y a sólo unos metros de las impresionantes playas desiertas que se extienden a lo largo de unos 50 km de norte a sur.  El mar es bravo aquí y es mejor disfrutarlo con precaución y en marea baja, pero aún así las playas son paradisíacas y sólo algunos aguerridos “Boers” (los sudafricanos blancos de origen holandés) las frecuentan de vez en cuando para pescar a gusto.



Panorámica desde la duna de Ponta Milibangalala


Las que también frecuentan estas costas –entre junio y octubre- son las ballenas jorobadas. En la época buena se divisan numerosos individuos desde la playa. Son en su mayoría hembras con crías que pasan aquí el invierno austral, para volver a las zonas subantárticas para alimentarse durante el verano austral. Todo un espectáculo adicional, pues las yubartas –como también se conocen- gustan mucho de saltar sobre el agua sacando todo el cuerpo de ella en sus acrobacias.



¿Y qué se hace una vez allí? Bañarse, ver pájaros, ballenas, pasear por la playa o por el campo (con mucho cuidado de no toparse con los elefantes a pie), hacer suculentas barbacoas, pescar si se sabe, subir a una duna o a una colina a ver la puesta del sol o el amanecer… o simplemente extasiarse. Todo tipo de cosas altamente perniciosas para el espíritu, en definitiva.


En un futuro próximo las cosas cambiarán bastante y habrá una afluencia considerable de turistas a la Reserva Especial, lo que es bueno para Mozambique por supuesto, pero por ahora es una zona absolutamente espectacular por la soledad en la que todavía se puede disfrutar de la naturaleza a lo grande a tan pocos kilómetros de una gran y movida urbe como es Maputo …además de por sus impresionantes paisajes, su incipiente comunidad de grandes mamíferos y su extraordinaria riqueza de aves.


Muchísimas gracias a Gabriel de Labra por ceder algunas de sus maravillosas fotos para esta publicación.

Waypoints de referencia:

-          Entrada a la Reserva Especial: 26° 31.783'S  32° 43.237'E

-          Ponta Membene (3 campsites): 26° 24.058'S  32° 55.345'E

-          Ponta Milibangalala (15 campsites aprox.): 26° 26.975'S 32° 55.520'E

-   
    Además de en estos dos campings se puede acampar en la entrada de la     Reserva y en el lodge comunitario que está un par de km antes de llegar a la entrada, donde también hay dormitorios básicos (26° 31.594'S  32° 41.887'E).



Más información:


¡Chimpúm!







sábado, 25 de octubre de 2014

KRUGER TOUGH-COOKIE TOUR (a pie por el norte del parque)




A los que a veces se quejan de que el P.N. de Kruger “parece un zoo” o  dicen que “no es realmente salvaje” les suelo contestar que se bajen del coche a dar una vuelta… y que luego me lo cuenten.

Y eso es lo que hicimos exactamente hace un par de semanas: bajar del coche y echar a andar… durante cuatro días y con dos guías armados, que no estamos locos.

Aunque sabíamos que se podía hacer, ha hecho falta que dos amigos –Lola y Frank, ¡residentes en Pakistán!- hayan contratado casi a ciegas una de estas excursiones para que por fin nos hayamos puesto a ello. Ganas no faltaban, pero se requieren al menos cuatro personas (máximo ocho) ávidas de meterse en harina y bastantes días para hacerlo. Esta vez nos juntamos los dos colegas venidos de Pakistán y mi amigo Rubén, con lo que alcanzamos el mínimo necesario de insensatos (pero echamos mucho de menos a la novia de Rubén, Leo, que no pudo venir por problemas de último minuto; y a Silvia, que no pudo venir porque no le parecía de sentido común).

El Kruger es de los pocos parques nacionales africanos que ofrece la posibilidad de recorrerlo a pie durante varios días y pernoctando en el campo (aunque también ofrece rutas a pie yendo y viniendo de un campamento fijo, paseos de medio día, etc.). Hasta ahora sólo había hecho en otros sitos o aquí paseos de medio día y acampadas en sitios muy salvajes pero con el coche al lado, así que la perspectiva de recorrer el parque sin el apoyo de un vehículo, ni más comunicación que el teléfono satélite para emergencias de los guías, era por sí sola muy emocionante.

En el Kruger llevan muchos años haciendo estas caminatas y la profesionalidad de los guías permite que se registren muy pocos accidentes, afortunadamente. Dos guías en cada grupo, con amplia experiencia, vista infalible y sendos pedazos de rifles del calibre .458 (capaces de tumbar a un elefante en caso de extrema necesidad, si se sabe usarlos), aseguran en la práctica que la caminata transcurra en toda tranquilidad. Más allá de ofrecer completa seguridad, los guías conocen el terreno como la palma de su mano, así como la vida y milagros de toda la fauna y flora que se puede encontrar en el camino.

Nosotros hicimos la Mphongolo Backpack Trail, que transcurre por el norte del parque, a unos 300 km al norte de la entrada de Crocodile Bridge. Hace falta un día entero para llegar hasta Shingwedzi, el campamento desde el que se inicia la caminata, lo que resulta perfecto para recorrer casi todo el parque de Sur a Norte y disfrutar de los múltiples y diferentes paisajes que se atraviesan. Con la suerte en los talones, nos cruzamos  con dos leopardos y una familia de hienas en el camino, además de los consabidos elefantes y otros múltiples bichejos.

Nuestro transporte hacia el punto de partida de la caminata
 
Tras una mañana de últimas compras y revisión de la mochila –hay que llevarlo todo, incluyendo tienda de campaña y comida- , nos reunimos con los guías a mediodía. Sin charlas previas nos dirigimos al punto de salida de la caminata, a hora y media de camino en coche, viendo tres leones machos y muchos búfalos por el camino para que no se nos olvidara dónde nos íbamos a meter. 

Lola, yo, Frank y Rubén, listos para salir
 
El coche nos dejó en el cruce de un camino de servicio con un pequeño río… y se fue, dejándonos a los seis solos bajo una acacia para acabar de repartirnos las cargas y escuchar las normas de seguridad. Básicamente son tres: andar en silencio, en fila india y no salir corriendo nunca… pase lo que pase. Nada de los consabidos consejos de cómo comportarse con cada especie de animal si surgen problemas, que acaban dejando a la gente más confusa que informada, lo que se agradece. Una norma adicional es la de permanecer siempre por detrás de los guías en caso de encontrarse con algún animal peligroso a poca distancia.

Los animales peligrosos –dejando aparte las serpientes y los cocodrilos- son principalmente los hipopótamos, los elefantes (sobre todo las hembras con crías), los leones (ídem), los búfalos (en este caso, los machos solitarios o en grupitos) y los rinocerontes. Desgraciadamente en la zona de la caminata apenas quedan rinocerontes, ya que está muy cerca de la frontera con Mozambique y los furtivos han acabado con todos los que había. Tampoco había hipopótamos ya que los ríos que recorrimos estaban casi secos y los leones estaban presentes en muy bajas densidades. Las hienas moteadas también pueden ser peligrosas, sobre todo por la noche, pero normalmente se mantienen alejadas de la gente.

Con un sol de narices y a más de 35 grados, comenzamos la caminata con la emoción por las nubes… y a los 5 minutos de empezar nos encontramos a los primeros compañeros de habitación: tres grandes elefantes sesteando a la sombra de unos árboles a la orilla del río. No fuimos conscientes entonces, pero éste fue uno de los momentos más comprometidos de la caminata. Los elefantes estaban a apenas 75 metros y eran perfectamente conscientes de nuestra presencia, pero no les inquietó tanto como para abandonar su placentera actividad y seguimos adelante sin problemas.

Poco a poco la excitación de los primeros momentos dio pasó a la concentración en ver qué animales iban huyendo a nuestro paso. Por todas partes nos íbamos topando manadas de impalas, los grandes mamíferos más abundantes del parque. Primero oíamos sus resoplidos de alarma y después los veíamos saltar y correr cuando ya estábamos muy cerca. Como hacen con otros depredadores, los impalas a veces daban unos saltos desmesurados para demostrar simplemente su buena forma física e indicarnos que no se iban a dejar atrapar fácilmente. Curiosamente, cuando no estaban tan cerca y no nos parábamos a verlos no huían, pero si nos parábamos sí que lo hacían. Parece que el hecho de pararse a observarlos denota una actitud propia de un depredador, lo que los hace huir, y sin embargo seguir caminando es más propio de un animal que no tiene mayor interés en ellos.

Claro está que las reacciones de los animales frente a los humanos son completamente distintas cuando se va en un coche que cuando se camina. Todos los animales –menos algunas excepciones como los osos polares- tienen miedo de los humanos. En los parques nacionales se acostumbran a los vehículos, que no suponen ningún peligro normalmente para ellos, pero cuando se va a pie huyen en cuanto pueden. Lo que hay que intentar controlar con animales potencialmente peligrosos es la distancia, pues sí no se ha visto al animal a tiempo o viceversa, una distancia demasiado pequeña entre una persona y un animal puede desencadenar un ataque defensivo, incluso de animales aparentemente pacíficos.

Además de los impalas, omnipresentes, fuimos desencamando algunos duikers (cefalofos, pequeños antílopes que van en pareja), grysbok (parecido a los duikers, y especie nueva para mí), kudúes y nyalas. Entre antílope y antílope, nos fuimos deleitando aún más la vista con muchas y diversas especies de pájaros, árboles de mil variedades y paisajes memorables.

Tristemente, también encontramos una muestra de la execrable labor de los furtivos: un cráneo de una hembra de rinoceronte blanco con los cuernos arrancados a machetazos. Llevaba mucho tiempo allí y era bien conocido por los guías y el personal del parque. Desolador.

Cráneo de rinoceronte blanco cazada por furtivos para vender sus cuernos

Recorrimos sólo unos 5 km esa tarde y nos paramos en la orilla del río Pongwane a montar el primer campamento. Acabamos pronto, porque la tarea consistió en montar las tiendas y dejar a un lado la pala (imprescindible para atender las necesidades fisiológicas), el botiquín y el cubo plegable. La siguiente tarea, y la más importante, fue ir a por agua al lecho del río. Era el final de la estación seca y el río estaba reducido a unas pocas pozas de tamaño variado. A estas alturas el agua no fluye en superficie y aparece estancada y bastante sucia, y las orillas de las charcas están plagadas de huellas y excrementos de todo tipo de animales. No sólo las orillas, porque en casi todas las pozas, por muy pequeñas que parezcan, hay también cocodrilos cuyo tamaño no guarda ninguna relación con el de las charcas.

Acampados para pasar la primera noche

Habíamos llevado pastillas para clorar el agua, pero los guías nos enseñaron una forma mucho mejor de tener agua limpia y bastante fresca para beber –sin clorar- y lavarnos. Es una cosa que hacen los elefantes y consiste en simplemente cavar un agujero en la arena, cerca de la charca, y dejar que el agua del subsuelo aflore lentamente a la superficie. Luego basta con no remover el fondo para obtener agua rica y limpia. Al no haber enfermedades en esta zona –bilarzia o giardia u otras cosas- bebimos de esta manera todos los días. Si el agujero está muy cerca de la charca, conviene también que alguien vigile por si algún cocodrilo decide hacerse el gracioso (normalmente se cuidaban mucho de dejarse ver).

Aquí anochece muy temprano, a las 6 de la tarde, y poco más tarde hicimos la cena. A las 7:30 ya estábamos ociosos… y listos para irnos a la cama. Los guías nos informaron de que no se levantaban hasta las 5:30 (amanece a las 5) y de que no podíamos permanecer en la tienda con la luz encendida, pues podríamos despertar la curiosidad de algún bichejo indeseable… Así que desde las 19:30 hasta las 5:30 (¡10 horas!) teníamos que dormir y dormir. Eso me preocupaba un poco porque no suelo dormir tanto, pero conseguí retrasar la “condena” en media hora haciendo hablar a mis amigos un rato extra… ¡hasta las 8! A esa hora los guías estaban acostados –y los rifles recogidos- y muy pronto nos entraron las ganas de meternos en las tiendas hasta el día siguiente.

Nuestra terraza
 
La noche fue muy tranquila y no se hizo tan larga… al menos para Rubén y para mí que debemos dormir con fruición. El resto de la humanidad presente se despertó varias veces gracias a los fuertes ronquidos de un leopardo en celo que estuvo deambulando por las cercanías… pero nosotros dos no lo oímos ni una sola vez. Uno de los guías incluso se levantó en medio de la noche para echar un ojo, pero no consiguió verlo. Me arrepentí de no haber llevado mi cámara trampa a la caminata, pero los 14,5 kg de peso de la mochila ya me parecían bastante.

El momento de salir de la tienda por la mañana, siendo el primero y cuando todavía no había acabado de amanecer, fue también emocionante. Primero saqué la cabeza y eché una buena mirada alrededor, y sólo después de eso me incorporé y me estiré ya fuera de la tienda. Ni que decir tiene que el ruido de la cremallera ya había puesto sobre aviso a los guías, pero no había problema, nada por los alrededores aparentemente.

Hora de tomar un café y desayunar un poco mientras acababa de amanecer. Esa mañana dejamos las tiendas puestas, con los mochilones dentro, y nos fuimos ligeros de carga a dar un buen paseo con calma por el bosque. En el seno de la sabana que cubre esta zona hay rodales de árboles enormes –leadwood, por ejemplo, el árbol de la “madera de plomo”, jackalberries, acacias amarillas…- llenos de pájaros: calaos, abubillas de bosque, estorninos, palomas verdes y tórtolas de varias especies, loros de cabeza gris, etc. Los impalas, duikers y nyalas son los antílopes que se ven con más frecuencia. Pero también nos topamos con algunas jirafas, que se cuidan de poner tierra de por medio rápidamente pero se quedan cotilleando desde la distancia durante largo rato. Muchas veces, desde el coche, hemos descubierto leones gracias a este comportamiento de las jirafas, que con su mirada nos delatan a los predadores.

Pajareando bajo un jackalberry

La mañana pasó rápido disfrutando de la tranquilidad del bosque y volvimos al campamento para comer y refrescarnos un poco. Esto consiste en lavarse con la ayuda del cubo plegable, que es muy útil cuando hay cocodrilos porque te puedes llevar el agua a otra parte más segura.

El calor seguía siendo muy intenso y algunos impalas se acercaron a beber al río. Justo cuando los guías estaban en su turno de bajar a refrescarse, oímos unos graves mugidos y ruidos de ramas rotas muy cerca del campamento. Nos incorporamos para ver qué era pero no conseguimos divisar nada; los guías desde abajo nos señalaron que eran búfalos… y siguieron con su ducha tranquilamente. Nosotros no tanto, pero los búfalos parece que nos olieron y se alejaron sin dejarse ver.

Por la tarde nos desplazamos de nuevo, ya con todo a cuestas para buscar otro sitio para acampar. Los guías se tomaban la excursión con calma y sin planes exactos que cumplir ni puntos fijos a los que llegar. Gracias a eso fuimos decidiendo sobre la marcha lo que nos apetecía hacer y dónde quedarnos (valía cualquier sitio en el lecho del río o en las orillas, con visibilidad y agua), y también cuánto íbamos a andar, dentro de un orden. Esa tarde la caminata fue corta, apenas 5 km, y nos dedicamos a ver los bichos con calma... hasta que Marina, la guía (y primer rifle) divisó el culo de un elefante a unos 400 metros en un alarde de buena vista. Nos paramos y vimos que no estaba solo, y que además era un grupo familiar de hembras con crías (siempre con machos jóvenes también). 

Elefantas y sus vástagos
 
Con el camino cortado –íbamos siguiendo ahora una pista de servicio- por los elefantes y, antes de que nos detectaran, volvimos a la orilla del río a evaluar la situación. Por suerte los elefantes siguieron ajenos a nuestra presencia y acabaron adentrándose en el lecho seco del río a comer y a descansar. Algunos jovenzuelos, de buen tamaño no obstante, incluso aprovecharon para tumbarse de costado en la arena un ratito. Desde la orilla, quedándonos bien quietos y con el viento a nuestro favor, pudimos saborear estos momentos. Al cabo los elefantes se marcharon por fin por la orilla contraria y nos dejaron paso libre, lo que agradecimos. No nos detectaron en todo ese tiempo.

Comiendo en el lecho del río

Shaun y Marina; todo controlado


Muy felices, seguimos camino un poco más hasta que se hizo hora de acampar. El sitio que Marina tenía en mente estaba en el lecho del río junto a una poza de agua, pero nos llevamos la desagradable sorpresa de que había muy poca y bastante sucia. Ni siquiera el método del agujero en la arena dió resultados: lo que salía de ahí estaba también demasiado turbio para beber. No fue mucho problema porque teníamos las botellas casi llenas en las mochilas;  las siguientes pozas quedaban un poco lejos para ir a estas horas, así que acampamos sin más ahí mismo. 

Lola y Frank preparándose para la segunda noche
 
Esa tarde el cielo fue cubriéndose de nubes y ya por la noche el viento se levantó con fuerza. Justo con la suficiente para tumbar mi pequeña tienda de campaña sobre un costado y de volar la de Rubén un par de veces. Conseguimos volver a ponerlas en su sitio con algunas piedras, pero la de Rubén siguió agitándose fuertemente durante buena parte de la noche. Al final incluso llovió durante un ratito pero, aparte de eso, la noche transcurrió tranquilamente.

Por la mañana cuando nos levantamos comprobamos si algún bicho había venido a visitarnos buscando huellas en la arena, pero no fue el caso. Me sorprendía mucho que en no viéramos en toda la excursión ni una huella de chacales (el de lomo plateado es de lejos el más común aquí), ni se acercaran a olfatear por el campamento. De hecho, sólo al anochecer oímos una pareja aullar a lo lejos. En conjunto, en 16 visitas al Kruger, he visto menos chacales aquí que, por ejemplo, guepardos o licaones. Los chacales son los depredadores más comunes y abundantes de África, pero por alguna razón en el Kruger no se dejan ver ni en pintura. Marina y Shaun me confirmaron que, al menos en esta zona, es muy raro verlos o encontrar sus huellas.

Amaneció con el cielo cubierto por nubes y la temperatura mucho más baja que el día anterior, así que aprovechamos para cubrir una buena distancia (unos 12 km, que tampoco es para cansarse mucho… ). Pero lo primero que teníamos que hacer era repostar agua. Nos pusimos en camino temprano y a un par de kilómetros encontramos una poza mayor con agua más limpia. Allí Lola y Marina abrieron un hoyo con la pala y por fin pudimos coger agua buena y clara… y lavarnos un poco con el famoso método del checo-checo. 

Lola y Marina cavando para sacar agua
 
Rubén completando la demostración
Cerca de ese punto encontramos las huellas de un leopardo que pasó por allí quizás un par de días antes.

Huella de leopardo
Andando con Marina y Shaun delante, con sus rifles prestos en todo momento y sus finos sentidos siempre alerta, en seguida se confía uno como si estuviera paseando por El Retiro: parece muy fácil y relajado. Pero es una sensación falsa y al final de la mañana empezamos a divisar algún que otro búfalo macho –solos o en grupitos de 2 ó 3- que nos recordaron lo complicado que sería hacer esto sin unos guías armados. No es que los animales tuvieran ningún interés en encontrarse con nosotros, pero a menudo la visibilidad no era tan buena y se podían producir encuentros inesperados por ambas partes. Y mejor que te pillaran con Marina y Shaun al lado, por si acaso.

También de vez en cuando avistamos un elefante macho abrevando en alguna poza del río, pero estos nos detectaban pronto y ponían tierra de por medio casi inmediatamente.

Las cosas pequeñas son igual de interesantes que las grandes, y Marina nos enseñó el precioso nido de una especie de pequeña avispa que ya habíamos notado alguna vez dándonos inofensivos pero molestos picotazos. Para la foto, Marina opinaba que la mejor referencia de tamaño sería una bala del calibre .458, objeto que todos tenemos en casa…

Nido de avispilla tocanarices
Más jirafas se apartaron a nuestro paso y llegamos a las ruinas de la casa de un ranger que vivió aquí hacia los años 50 del pasado siglo. Debió ser muy manitas, porque casi toda la estructura se conservaba muy bien, e incluso las mosquiteras estaban intactas. Eso sí, nadie se animó a entrar en la pequeña vivienda… que a saber lo que se podía encontrar uno allí (me refiero a las bichas).

La casa del ranger

Mientras nos entreteníamos imaginándonos cómo sería la vida de este bravo boer, solo en un recodo boscoso y lleno de vida del río Pongwane, Shaun avistó un elefante –una elefanta, de hecho- no muy lejos de nosotros, en nuestra misma orilla. Ambos guías se pusieron en modo alarma y nos asomamos con cuidado y controlando el viento a ver cuántos elefantes había: ¡muchos! Una buena manada de unos 30 elefantes con crías estaba cruzando de la orilla de enfrente a la que ocupábamos nosotros, a unos 200 metros río arriba. El viento estaba a nuestro favor y no nos olían, pero pasamos un buen rato esperando a ver en qué dirección seguían una vez cruzado el río. Por suerte decidieron hacerlo río arriba, en dirección de donde veníamos.

Cuando aún no habían desaparecido esos 30 nos dimos cuenta de que el resto de la manada familiar, quizás otros 50 elefantes, estaba cruzando el río unos pocos cientos de metros más abajo. Estábamos rodeados, los 30 elefantes río arriba y los otros 50 (probablemente dos partes de la misma manada) río abajo, y nosotros en medio. El viento estaba haciendo gracias y cambiando de un lado para otro. Los 50 últimos mastodontes se entretuvieron largamente comiendo en el lecho del río, a nuestra vista, y algunos se fueron adentrando en nuestra orilla, teniendo que pasar previsiblemente cerca de donde estábamos para reunirse con los otros 30.

A la vez, un goteo de elefantes retrasados seguía pasando por la orilla de enfrente río arriba, apretando el paso para no perder a los primeros 30. Marina fruncía el ceño y discutía con Shaun la situación, mientras observábamos qué hacían los elefantes, que seguían sin darse cuenta de nuestra presencia. Al cabo de unos minutos, y visto que el goteo de retrasados parecía haber parado en la orilla de enfrente, decidió que cruzáramos a esa misma orilla andando despacito para no alertar a ningún elefante. Sabia decisión.

Esperando a que los elefanes se aclaren...

Cruzamos y vimos con alivio, desde lo alto de la orilla, que el goteo de elefantes por allí había parado. Con todos los elefantes ya de camino a la orilla que acabábamos de dejar, nos relajamos y estuvimos viéndolos desde bastante cerca con más calma. El viento por fin nos delató y los últimos del grupo de 50 nos ventearon y huyeron alarmados hacia la casa del ranger a reunirse con el resto de la manada.

Bien está lo que bien acaba, y salimos airosos de la encrucijada de elefantes en la que nos metimos casi sin darnos cuenta.

Por cierto que los elefantes tienen un rico lenguaje en forma de vocalizaciones y muchas de ellas son infrasonidos que nosotros no podemos oír. Hace poco se ha descubierto que tienen un infrasonido específico para alertarse entre ellos de la presencia de seres humanos; seguro que lo han utilizado ahora mismo con nosotros. En estos lares no esperarían encontrarse con humanos… y los pocos que pueden encontrarse -furtivos en busca de rinocerontes- no suelen ser amistosos. Todavía los furtivos no se dedican aquí a los elefantes –sólo recientemente han matado el primero en 10 años en el Kruger- pero a medida que pase el tiempo es de esperar que la actitud de los paquidermos frente a los humanos se vuelva más huraña, lo que Marina cree que ya está empezando a pasar.

Seguimos adelante otro par de horas para aprovechar el tiempo fresco y hacer todo el recorrido del día del tirón, como habíamos planeado, parando sólo a beber agua y comer algo rápido.

Sin más novedad llegamos al lugar de acampada a media tarde: una curva suave del lecho del río en el que había unas grandes pozas de agua. Lo primero que Marina nos dijo es que sabía que ahí había algún cocodrilo especialmente grande, así que cuidado.

Frank decidió que era un buen momento para apurar su cantimplora de 2 litros de vino tinto, así que nos pusimos a ello inmediatamente; todo por ayudarle a rebajar el peso de su enorme mochila. Y también el fluido actuó inmediatamente en nuestro colega, que sufrió un repentino ataque de euforia y decidió, tras una buena parrafada, ayudar a Shaun a cavar el agujero en la arena para sacar agua. Todo esto luciendo su holandesa palidez, sin camisa, bajo el sol tropical que volvía a brillar con fuerza... Cosas veredes, pero Frank disfrutaba como un crío y nosotros con él.

Aquí la arena estaba menos apelmazada y fue necesario reforzar las paredes del pequeño pozo con unas buenas piedras… Y no menos necesario era vigilar la poza junto a la que estaba el agujero mientras íbamos sacando agua de él. Marina lanzó unas piedras para avisar a los cocodrilos de que no se atrevieran a asomar el hocico mientras sacábamos agua… ¡o se las verían con su Winchester Magnum .458!

Lola y Frank a la espera

En esa parte del río había mucha actividad gracias a la abundancia de agua. Mientras me lavaba con el cubo, unas cebras se asomaron a la orilla de enfrente, algunas jirafas bajaron a beber al otro extremo de las pozas, y una familia de facóceros se plantó casi en las narices de Rubén... antes de darse cuenta de lo mal que olía y de salir corriendo. Me preocupaba un poco que estuviéramos privando a algunos animales de bajar a beber, pero las pozas se extendían más allá de la curva del río y la molestia no era demasiado grave, podían ir a beber un poco más lejos.
 
Pasamos el resto de la tarde descansando y vigilando las pozas, pero los animales desconfiaban demasiado de nosotros y no vimos mucho más. Cayó la noche y nos deleitamos observando el cielo estrellado que se veía con una claridad absoluta, y con otras luces titilantes que recorrían el río de un lado a otro: las de las luciérnagas. Hay muchas aquí, lo que siempre me hace pensar en las pocas que se ven hoy en día en España, en comparación con las noches de verano de cuando era un crío, cuando era bastante habitual verlas en el jardín de cualquiera de las casas donde veraneábamos. Mis amigos están de acuerdo en que se han hecho una cosa rara en Europa.

Pero aquí no, y le enseñé a Shaun –el otro guía y marido de Marina- la manera de atraerlas apagando y encendiendo la linterna frontal con una intermitencia regular. Bastaba hacer eso durante unos segundos para que alguna luciérnaga viniera volando, desde bien lejos incluso, hasta la luz del frontal que había confundido con una pareja receptiva, para la alegría de Shaun. Otro “truquito” –que me enseñó mi hermano Pablo- con la linterna es iluminar el cielo, lo que atrae otros insectos nocturnos y, tras estos, a chotacabras –unas aves nocturnas que comen insectos al vuelo atrapándolos en sus grandes bocas- y murciélagos de varias especies.

Frank seguía muy animado – es así de natural, no sólo por la cantimplora especial- y decidió cocinar para todos nosotros (los clientes, porque los guías solían comer por su lado y aprovechaban para estar solos un poco). En su mochila todavía había abundantes verduras frescas, tomate en lata y pasta de calidad, y juntando esto con algo de atún que aporté yo, Frank nos preparó un buen plato de pasta con salsa. Después de mis pastas pre-cocinadas de las noches anteriores, ésta me supo a gloria.

Freewheeling Frank y su rica pitanza

Allá en las pozas, sendos pares de ojos de cocodrilos refulgían a la luz de las linternas; un alivio que no fuera en la primera poza, junto a la que sacamos el agua. Algunas hienas moteadas lanzaron sus aullidos –uuuuuuuuuip- con los que se saludan antes de salir a buscarse las lentejas, desde algún lugar bastante cercano al campamento.

Nos quedamos un buen rato después de cenar a oír las ranas, los insectos, las hienas, los chotacabras… Casi siempre con la luz apagada pero de vez en cuando iluminando los alrededores, que Marina y Shaun ya se habían acostado y no había que bajar la guardia del todo.

La última noche pasó plácidamente –sin viento ni lluvia esta vez- y amaneció el último día. Con sólo un par de kilómetros por recorrer hasta el punto de recogida, nos lo tomamos con mucha calma y nos quedamos largo rato allí mismo desayunando y esperando a que algo bajara a beber al río.

Y esperando…

Rubén y yo nos habíamos levantado los primeros; en otras circunstancias lo suyo habría sido  esconderse en una orilla para que los animales no nos vieran y bajaran a beber, pero aquí no podíamos hacer eso porque también algún animal peligroso podía sorprendernos a nosotros (o sorprenderse con nuestra presencia) por detrás mientras vigilábamos la orilla de enfrente. Así que nos quedamos sentados en un pequeño promontorio de arena casi en el centro del lecho del río, a tiro de piedra de las tiendas (y de Marina y Shaun) y con suficiente visibilidad sobre las dos orillas y de frente sobre las pozas, con la primera de éstas a unos 40 metros de nosotros.

Y esperamos más...

Y no venía nada. Lola y Frank se unieron a nosotros y Marina y Shaun comenzaron ya a prepararse el café junto a las tiendas, que estaban muy pegadas a una de las orillas.

Llevábamos ya hora y media de espera y empezábamos a pensar en irnos y a perder un poco la compostura de una espera cuando, a las 6:30, vimos tres búfalos machos asomarse tranquilamente por encima de las tiendas, en lo alto de la orilla, con las muy obvias intenciones de bajar a beber a la poza que estaba más cerca de las tiendas.

Rubén y yo habíamos oído un búfalo hacía una hora, pero a lo lejos, y ya nos habíamos olvidado de ellos. Y ahí mismo estaban tres ahora, parados momentáneamente mientras decidían si había algún peligro para bajar. Alertamos rápidamente a Marina y Shaun, que desde donde estaban sentados desayunando no tenían ángulo para verlos. Los vieron al incorporarse y recogieron sus rifles. Los búfalos los vieron a ellos también y siguieron ahí parados e indecisos.
 
Aquí unos búfalos, aquí Marina y Shaun
 
Incertidumbre en las filas
Los guías dieron unos pasos para acercarse más al montón de arena y ponerse entre nosotros y los bicharracos. Hecho esto, se sentaron con el café en una mano y el rifle en otra a ver qué pasaba.

Desayuno de trabajo de Marina y Shaun

Aunque la situación estuviera bajo control (se trataba de que los búfalos bajaran, no de que se espantaran, para verlos a gusto) ya con Marina y Shaun al quite, nosotros bien sentaditos y quietecitos en nuestro montón de arena, y los búfalos portándose bien, tener tamaños morlacos cerca e interesados en acercarse más, generaba adrenalina.

Esperando el chupinazo
Sin movimientos ni viento que nos delataran, los búfalos se decidieron a bajar al lecho del río… aunque algo nerviosos y atropellados, no las tenían todas consigo. Por precaución no nos dieron la espalda y se situaron en la orilla contraria de la poza. Estaban a unos 50 metros de nosotros, a campo abierto, y mirándonos de frente. Aún tardaron unos minutos más en empezar a abrevar con premura, parándose a olfatear constantemente; uno de ellos no hizo más que eso y ni siquiera bebió, muy alertado.
Reunión en el lecho del río

Los morlacos empezando a estar muy escamados ya


Por fin el viento les llevó nuestro olor y les confirmó sus sospechas: ¡humanos a tiro de piedra! Dejaron de beber y rápidamente huyeron al trote por donde habían venido, remontando el talud de la orilla en unos instantes y desapareciendo entre los matorrales.


¡Bestial! Probablemente la situación con los elefantes el día anterior fue más comprometida –tuvimos suerte y buen ojo de no quedarnos rodeados de cerca por la manada-, pero este encuentro con los búfalos fue más directo, cara a cara, y emocionante. Suerte que eran buena gente.

Cuatro tough-cookies

La espera acabó respondiendo a nuestras expectativas con creces y recogimos el campamento por última vez. Lo que quedaba era un agradable paseo hasta la desembocadura del río Pongwane –el que habíamos ido siguiendo estos días- en el Mphongololo (el que da nombre a la ruta), a tan sólo un par de kilómetros de allí.

Por el camino encontramos las huellas de tres leones machos que pasaron por el río días antes, oímos un elefante trompetear mientras huía de nosotros y vimos algunas jirafas que se pararon, como siempre, a cotillear entre los arbustos, con sólo las cabezas fijas en nuestra dirección destacando sobre la vegetación. Llegamos a una zona más abierta pero con grandes árboles en torno a un antiguo pozo artificial y su molino. Allí descubrimos a nuestros colegas de nuevo, los tres búfalos solitarios que habían seguido el mismo camino que nosotros. Curiosos, se quedaron un buen rato parados observándonos con bastante parsimonia. Marina –por cierto que embarazada de dos meses- y Shaun se entretuvieron escalando un tremendo leadwood, un árbol centenario y algo inclinado, con la superficie lisa por el roce de los elefantes que deben gustar mucho de tan cómodo rascadero. Shaun subió por el tronco hasta la primera horquilla impulsado sólo con los pies, en plan Tarzán, y Marina le siguió hábilmente escalando con pies y manos desnudos con mucha agilidad. Nosotros nos quedamos abajo vigilando a los búfalos.

Chicos ágiles (con embarazo y todo)

Los morlacos nos quieren

Llegamos al cruce de los ríos y vimos ya al otro lado un mojón con indicaciones en lo alto de la orilla, lo que indicaba que por allí pasaba un camino abierto a los turistas… y que se acababa lo que se daba. Nos hicimos algunas fotos en el lecho seco del Mphongolo y, minutos antes de la hora de recogida, las 10, nos encaminamos hacia el mojón… cuando sonó un cañonazo seco, una bomba brutal explotando a pocos metros por delante de nosotros. Nos quedamos helados y a la expectativa, ¿qué había sido eso, un tiro tremendo?, y al segundo se oyó el estruendo de un árbol desplomándose sobre el suelo. A la vera del camino que sube desde el lecho hasta el camino turístico, la mitad de un enorme árbol se acababa de desgajar del resto con ese tremendo estruendo y había caído al suelo delante de nuestras narices. Las termitas aquí no se andan con chiquitas. Nos quedamos alucinados por este inesperado y espectacular final con el que acabamos la caminata.

Derribado por las termitas

Descargamos las mochilas a la sombra de unos arbolitos y sacamos el resto de las viandas que nos quedaban para entretener la espera mientras el coche venía a recogernos. Pasó otro  coche con turistas, algo sorprendidos de ver un grupito de mochileros armados mascando biltong en medio del parque. 

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El momento en que todos salimos corriendo (por mucho que estuviera descargado)

Y con toda puntualidad llegó nuestro chófer en un flamante Toyota hilux nuevo del parque a recogernos, con una no menos flamante nevera llena de refrescos y cervezas frías para celebrar la reunión.
Vuelta in style
De vuelta a Shingwedzi atravesamos una manada de búfalos, vimos muchos elefantes y, gracias a la pericia del conductor, una familia de siete leones descansando a la sombra en la orilla del Mphongolo (y otro leopardo al día siguiente, visible desde la terraza del restaurante de Lower Sabie).

No se puede pedir más, sólo repetir la caminata muchas veces en el futuro con compañeros tan agradables como estos. Y si podemos, que sean dos caminatas seguidas.

En definitiva, bajamos del coche, pasamos cuatro días andando por el Kruger y esto es lo que vimos y vivimos. De zoo, nada, por cierto. Que os haya gustado.
Rubén y Lola, por fin con los Magnum que realmente echaban de menos en la caminata, calibre .death by chocolate.