sábado, 9 de agosto de 2008

Alféizar al sol de un gato


Atila baja de un salto de la cama en cuanto nota que ya me han despertado los bulbules, que llevan ya rato farfullando algo desde entre las ramas de la morera. Atila exige menú completo: bolitas de pienso, comida de lata y un poco de leche. No ha acabado de comérselo todo, pero no puede resistirse al solecito que entra por la ventana de la cocina, dulce y templado, y se echa en el pasillo una migaja mientras pergeña en qué tejados va a seguir guardando esa compañía el resto del día.

El calor se deja penetrar por la brisa marina en Rabat, y la mañana está lisa y calma como siempre, el cielo azul echando de menos a los vencejos que deben andar ya lejos en los campos. Desde el tejado, veo las casonas blancas de mi barrio intentando guarecerse bajo los pinos y las palmeras, mudas pero desdeñosas con los bloques de apartamentos. Ellas llevan mucho más tiempo aquí; algunas están ya vacías y en otras sólo hay fantasmas que salen de noche a barrer las aceras, pero todas son dueñas de su sitio, y ni hablar de dejar libre el solar.

La catedral también es blanca, refulgente, y se eleva bien alto, lejos de los minaretes que le pueden hacer sombra. En realidad le da todo igual, le interesan más las idas y venidas de los cernícalos y las grajillas que anidan en sus campanarios. Estos están bien ociosos, no tienen que dar aquí las horas y pasean la mirada perdida en el mar, indiferentes al hormigueo a sus pies. Toda la mole respira pereza, lo que pase en sus entrañas no le importa un comino mientras mantengan la puerta cerrada y no dejen escapar el fresquito que la mantiene viva por dentro.

Rabat, intramuros, es indolente y somnolienta. Un día llegó a la orilla del mar y ahí mismo se echó a dormir, sin saber qué otra cosa hacer con tanta agua, dejando a los bañistas y a los surfistas que se encarguen de entretener a las olas mientras ella se adormece contando las gaviotas. . Desde la terraza de casa, no consigo ver el mar, pero sé que los delfines no se molestan en acercarse a la costa porque nadie se lo pide, los piratas desaparecieron hace tiempo.

El Bouregreg queda también muy abajo: el río está siempre sedado, un corpachón oscuro que llega casi a escondidas a la orilla para no despertar a la ciudad durmiente. Hace siglos sus aguas chispeaban en los lomos de los elefantes, y abrevaba por las noches a los leopardos de La Mâamora entre alcornoques, pero hoy se asfixia sin quejarse entre los nuevos paseos, el puerto deportivo y extraterrestre y otros arañazos que le inflingen desde uno y otro costado. Sólo en su último tramo se siente algo respetado, allí donde las chalupas cruzan a los peatones entre Rabat y Salé por dos dirhams, y donde los pocos pescadores todavía se amarran a otro siglo.

En el centro, los autobuses se afanan por encontrar clientes y algún trasiego en las avenidas ensimismadas, protestando con humo negro al no encontrarlos. Los rabatíes leen de pie los periódicos extendidos en el suelo de los soportales, siempre con cara de ser la primera vez o de no entender por qué los vendedores les hacen agachar el espinazo para cogerlos. Por eso no los compran, y prefieren darse la vuelta y sentarse en el café a esperar que pase alguna chica guapa que les mate un poquito con una mirada.

El gato-girasol Atila se ha mudado al alféizar de la ventana del otro cuarto. Los herrerillos y un petirrojo muy hormonado esperan, atónitos, a que por fin les haga algún caso, pero él está pensando ya en dónde encaramarse para la siguiente asoleada.

Los turistas languidecen por las plazas y el bulevar, buscando explicaciones a este mutismo resplandeciente. Los más avezados, en el fondo deseando que el guía los olvide aquí por unos cuantos días; el resto, incautos, ansiosos por seguir viaje a Casablanca. En los bazares de la medina, en la calle de los Cónsules, los comerciantes no encuentran la manera de ser pesados, se sientan en taburetes de madera y juegan al parchís y a las cartas entre té y té bajo los parasoles de caña. El regateo se les hace inoportuno y prefieren moderar el precio, defendiéndolo a golpe de educación y cortesía.

En la librería Livre Service, los libros de Driss Chräibi se quedan en el fondo del estante, bien tendidos y despanzurrados, cediendo con gusto y sorna el mejor lugar del mueble a los de Tahar Ben Jalloun, con sus flamantes tapas reeditadas. Yo paso en silencio, agachado y con el oído aguzado para ver cuáles de los de abajo están ya dispuestos. Diez minutos más tarde, nos repartimos todos el alféizar, los libros, el gato flamígero y yo, al sol del verano.