sábado, 25 de octubre de 2014

KRUGER TOUGH-COOKIE TOUR (a pie por el norte del parque)




A los que a veces se quejan de que el P.N. de Kruger “parece un zoo” o  dicen que “no es realmente salvaje” les suelo contestar que se bajen del coche a dar una vuelta… y que luego me lo cuenten.

Y eso es lo que hicimos exactamente hace un par de semanas: bajar del coche y echar a andar… durante cuatro días y con dos guías armados, que no estamos locos.

Aunque sabíamos que se podía hacer, ha hecho falta que dos amigos –Lola y Frank, ¡residentes en Pakistán!- hayan contratado casi a ciegas una de estas excursiones para que por fin nos hayamos puesto a ello. Ganas no faltaban, pero se requieren al menos cuatro personas (máximo ocho) ávidas de meterse en harina y bastantes días para hacerlo. Esta vez nos juntamos los dos colegas venidos de Pakistán y mi amigo Rubén, con lo que alcanzamos el mínimo necesario de insensatos (pero echamos mucho de menos a la novia de Rubén, Leo, que no pudo venir por problemas de último minuto; y a Silvia, que no pudo venir porque no le parecía de sentido común).

El Kruger es de los pocos parques nacionales africanos que ofrece la posibilidad de recorrerlo a pie durante varios días y pernoctando en el campo (aunque también ofrece rutas a pie yendo y viniendo de un campamento fijo, paseos de medio día, etc.). Hasta ahora sólo había hecho en otros sitos o aquí paseos de medio día y acampadas en sitios muy salvajes pero con el coche al lado, así que la perspectiva de recorrer el parque sin el apoyo de un vehículo, ni más comunicación que el teléfono satélite para emergencias de los guías, era por sí sola muy emocionante.

En el Kruger llevan muchos años haciendo estas caminatas y la profesionalidad de los guías permite que se registren muy pocos accidentes, afortunadamente. Dos guías en cada grupo, con amplia experiencia, vista infalible y sendos pedazos de rifles del calibre .458 (capaces de tumbar a un elefante en caso de extrema necesidad, si se sabe usarlos), aseguran en la práctica que la caminata transcurra en toda tranquilidad. Más allá de ofrecer completa seguridad, los guías conocen el terreno como la palma de su mano, así como la vida y milagros de toda la fauna y flora que se puede encontrar en el camino.

Nosotros hicimos la Mphongolo Backpack Trail, que transcurre por el norte del parque, a unos 300 km al norte de la entrada de Crocodile Bridge. Hace falta un día entero para llegar hasta Shingwedzi, el campamento desde el que se inicia la caminata, lo que resulta perfecto para recorrer casi todo el parque de Sur a Norte y disfrutar de los múltiples y diferentes paisajes que se atraviesan. Con la suerte en los talones, nos cruzamos  con dos leopardos y una familia de hienas en el camino, además de los consabidos elefantes y otros múltiples bichejos.

Nuestro transporte hacia el punto de partida de la caminata
 
Tras una mañana de últimas compras y revisión de la mochila –hay que llevarlo todo, incluyendo tienda de campaña y comida- , nos reunimos con los guías a mediodía. Sin charlas previas nos dirigimos al punto de salida de la caminata, a hora y media de camino en coche, viendo tres leones machos y muchos búfalos por el camino para que no se nos olvidara dónde nos íbamos a meter. 

Lola, yo, Frank y Rubén, listos para salir
 
El coche nos dejó en el cruce de un camino de servicio con un pequeño río… y se fue, dejándonos a los seis solos bajo una acacia para acabar de repartirnos las cargas y escuchar las normas de seguridad. Básicamente son tres: andar en silencio, en fila india y no salir corriendo nunca… pase lo que pase. Nada de los consabidos consejos de cómo comportarse con cada especie de animal si surgen problemas, que acaban dejando a la gente más confusa que informada, lo que se agradece. Una norma adicional es la de permanecer siempre por detrás de los guías en caso de encontrarse con algún animal peligroso a poca distancia.

Los animales peligrosos –dejando aparte las serpientes y los cocodrilos- son principalmente los hipopótamos, los elefantes (sobre todo las hembras con crías), los leones (ídem), los búfalos (en este caso, los machos solitarios o en grupitos) y los rinocerontes. Desgraciadamente en la zona de la caminata apenas quedan rinocerontes, ya que está muy cerca de la frontera con Mozambique y los furtivos han acabado con todos los que había. Tampoco había hipopótamos ya que los ríos que recorrimos estaban casi secos y los leones estaban presentes en muy bajas densidades. Las hienas moteadas también pueden ser peligrosas, sobre todo por la noche, pero normalmente se mantienen alejadas de la gente.

Con un sol de narices y a más de 35 grados, comenzamos la caminata con la emoción por las nubes… y a los 5 minutos de empezar nos encontramos a los primeros compañeros de habitación: tres grandes elefantes sesteando a la sombra de unos árboles a la orilla del río. No fuimos conscientes entonces, pero éste fue uno de los momentos más comprometidos de la caminata. Los elefantes estaban a apenas 75 metros y eran perfectamente conscientes de nuestra presencia, pero no les inquietó tanto como para abandonar su placentera actividad y seguimos adelante sin problemas.

Poco a poco la excitación de los primeros momentos dio pasó a la concentración en ver qué animales iban huyendo a nuestro paso. Por todas partes nos íbamos topando manadas de impalas, los grandes mamíferos más abundantes del parque. Primero oíamos sus resoplidos de alarma y después los veíamos saltar y correr cuando ya estábamos muy cerca. Como hacen con otros depredadores, los impalas a veces daban unos saltos desmesurados para demostrar simplemente su buena forma física e indicarnos que no se iban a dejar atrapar fácilmente. Curiosamente, cuando no estaban tan cerca y no nos parábamos a verlos no huían, pero si nos parábamos sí que lo hacían. Parece que el hecho de pararse a observarlos denota una actitud propia de un depredador, lo que los hace huir, y sin embargo seguir caminando es más propio de un animal que no tiene mayor interés en ellos.

Claro está que las reacciones de los animales frente a los humanos son completamente distintas cuando se va en un coche que cuando se camina. Todos los animales –menos algunas excepciones como los osos polares- tienen miedo de los humanos. En los parques nacionales se acostumbran a los vehículos, que no suponen ningún peligro normalmente para ellos, pero cuando se va a pie huyen en cuanto pueden. Lo que hay que intentar controlar con animales potencialmente peligrosos es la distancia, pues sí no se ha visto al animal a tiempo o viceversa, una distancia demasiado pequeña entre una persona y un animal puede desencadenar un ataque defensivo, incluso de animales aparentemente pacíficos.

Además de los impalas, omnipresentes, fuimos desencamando algunos duikers (cefalofos, pequeños antílopes que van en pareja), grysbok (parecido a los duikers, y especie nueva para mí), kudúes y nyalas. Entre antílope y antílope, nos fuimos deleitando aún más la vista con muchas y diversas especies de pájaros, árboles de mil variedades y paisajes memorables.

Tristemente, también encontramos una muestra de la execrable labor de los furtivos: un cráneo de una hembra de rinoceronte blanco con los cuernos arrancados a machetazos. Llevaba mucho tiempo allí y era bien conocido por los guías y el personal del parque. Desolador.

Cráneo de rinoceronte blanco cazada por furtivos para vender sus cuernos

Recorrimos sólo unos 5 km esa tarde y nos paramos en la orilla del río Pongwane a montar el primer campamento. Acabamos pronto, porque la tarea consistió en montar las tiendas y dejar a un lado la pala (imprescindible para atender las necesidades fisiológicas), el botiquín y el cubo plegable. La siguiente tarea, y la más importante, fue ir a por agua al lecho del río. Era el final de la estación seca y el río estaba reducido a unas pocas pozas de tamaño variado. A estas alturas el agua no fluye en superficie y aparece estancada y bastante sucia, y las orillas de las charcas están plagadas de huellas y excrementos de todo tipo de animales. No sólo las orillas, porque en casi todas las pozas, por muy pequeñas que parezcan, hay también cocodrilos cuyo tamaño no guarda ninguna relación con el de las charcas.

Acampados para pasar la primera noche

Habíamos llevado pastillas para clorar el agua, pero los guías nos enseñaron una forma mucho mejor de tener agua limpia y bastante fresca para beber –sin clorar- y lavarnos. Es una cosa que hacen los elefantes y consiste en simplemente cavar un agujero en la arena, cerca de la charca, y dejar que el agua del subsuelo aflore lentamente a la superficie. Luego basta con no remover el fondo para obtener agua rica y limpia. Al no haber enfermedades en esta zona –bilarzia o giardia u otras cosas- bebimos de esta manera todos los días. Si el agujero está muy cerca de la charca, conviene también que alguien vigile por si algún cocodrilo decide hacerse el gracioso (normalmente se cuidaban mucho de dejarse ver).

Aquí anochece muy temprano, a las 6 de la tarde, y poco más tarde hicimos la cena. A las 7:30 ya estábamos ociosos… y listos para irnos a la cama. Los guías nos informaron de que no se levantaban hasta las 5:30 (amanece a las 5) y de que no podíamos permanecer en la tienda con la luz encendida, pues podríamos despertar la curiosidad de algún bichejo indeseable… Así que desde las 19:30 hasta las 5:30 (¡10 horas!) teníamos que dormir y dormir. Eso me preocupaba un poco porque no suelo dormir tanto, pero conseguí retrasar la “condena” en media hora haciendo hablar a mis amigos un rato extra… ¡hasta las 8! A esa hora los guías estaban acostados –y los rifles recogidos- y muy pronto nos entraron las ganas de meternos en las tiendas hasta el día siguiente.

Nuestra terraza
 
La noche fue muy tranquila y no se hizo tan larga… al menos para Rubén y para mí que debemos dormir con fruición. El resto de la humanidad presente se despertó varias veces gracias a los fuertes ronquidos de un leopardo en celo que estuvo deambulando por las cercanías… pero nosotros dos no lo oímos ni una sola vez. Uno de los guías incluso se levantó en medio de la noche para echar un ojo, pero no consiguió verlo. Me arrepentí de no haber llevado mi cámara trampa a la caminata, pero los 14,5 kg de peso de la mochila ya me parecían bastante.

El momento de salir de la tienda por la mañana, siendo el primero y cuando todavía no había acabado de amanecer, fue también emocionante. Primero saqué la cabeza y eché una buena mirada alrededor, y sólo después de eso me incorporé y me estiré ya fuera de la tienda. Ni que decir tiene que el ruido de la cremallera ya había puesto sobre aviso a los guías, pero no había problema, nada por los alrededores aparentemente.

Hora de tomar un café y desayunar un poco mientras acababa de amanecer. Esa mañana dejamos las tiendas puestas, con los mochilones dentro, y nos fuimos ligeros de carga a dar un buen paseo con calma por el bosque. En el seno de la sabana que cubre esta zona hay rodales de árboles enormes –leadwood, por ejemplo, el árbol de la “madera de plomo”, jackalberries, acacias amarillas…- llenos de pájaros: calaos, abubillas de bosque, estorninos, palomas verdes y tórtolas de varias especies, loros de cabeza gris, etc. Los impalas, duikers y nyalas son los antílopes que se ven con más frecuencia. Pero también nos topamos con algunas jirafas, que se cuidan de poner tierra de por medio rápidamente pero se quedan cotilleando desde la distancia durante largo rato. Muchas veces, desde el coche, hemos descubierto leones gracias a este comportamiento de las jirafas, que con su mirada nos delatan a los predadores.

Pajareando bajo un jackalberry

La mañana pasó rápido disfrutando de la tranquilidad del bosque y volvimos al campamento para comer y refrescarnos un poco. Esto consiste en lavarse con la ayuda del cubo plegable, que es muy útil cuando hay cocodrilos porque te puedes llevar el agua a otra parte más segura.

El calor seguía siendo muy intenso y algunos impalas se acercaron a beber al río. Justo cuando los guías estaban en su turno de bajar a refrescarse, oímos unos graves mugidos y ruidos de ramas rotas muy cerca del campamento. Nos incorporamos para ver qué era pero no conseguimos divisar nada; los guías desde abajo nos señalaron que eran búfalos… y siguieron con su ducha tranquilamente. Nosotros no tanto, pero los búfalos parece que nos olieron y se alejaron sin dejarse ver.

Por la tarde nos desplazamos de nuevo, ya con todo a cuestas para buscar otro sitio para acampar. Los guías se tomaban la excursión con calma y sin planes exactos que cumplir ni puntos fijos a los que llegar. Gracias a eso fuimos decidiendo sobre la marcha lo que nos apetecía hacer y dónde quedarnos (valía cualquier sitio en el lecho del río o en las orillas, con visibilidad y agua), y también cuánto íbamos a andar, dentro de un orden. Esa tarde la caminata fue corta, apenas 5 km, y nos dedicamos a ver los bichos con calma... hasta que Marina, la guía (y primer rifle) divisó el culo de un elefante a unos 400 metros en un alarde de buena vista. Nos paramos y vimos que no estaba solo, y que además era un grupo familiar de hembras con crías (siempre con machos jóvenes también). 

Elefantas y sus vástagos
 
Con el camino cortado –íbamos siguiendo ahora una pista de servicio- por los elefantes y, antes de que nos detectaran, volvimos a la orilla del río a evaluar la situación. Por suerte los elefantes siguieron ajenos a nuestra presencia y acabaron adentrándose en el lecho seco del río a comer y a descansar. Algunos jovenzuelos, de buen tamaño no obstante, incluso aprovecharon para tumbarse de costado en la arena un ratito. Desde la orilla, quedándonos bien quietos y con el viento a nuestro favor, pudimos saborear estos momentos. Al cabo los elefantes se marcharon por fin por la orilla contraria y nos dejaron paso libre, lo que agradecimos. No nos detectaron en todo ese tiempo.

Comiendo en el lecho del río

Shaun y Marina; todo controlado


Muy felices, seguimos camino un poco más hasta que se hizo hora de acampar. El sitio que Marina tenía en mente estaba en el lecho del río junto a una poza de agua, pero nos llevamos la desagradable sorpresa de que había muy poca y bastante sucia. Ni siquiera el método del agujero en la arena dió resultados: lo que salía de ahí estaba también demasiado turbio para beber. No fue mucho problema porque teníamos las botellas casi llenas en las mochilas;  las siguientes pozas quedaban un poco lejos para ir a estas horas, así que acampamos sin más ahí mismo. 

Lola y Frank preparándose para la segunda noche
 
Esa tarde el cielo fue cubriéndose de nubes y ya por la noche el viento se levantó con fuerza. Justo con la suficiente para tumbar mi pequeña tienda de campaña sobre un costado y de volar la de Rubén un par de veces. Conseguimos volver a ponerlas en su sitio con algunas piedras, pero la de Rubén siguió agitándose fuertemente durante buena parte de la noche. Al final incluso llovió durante un ratito pero, aparte de eso, la noche transcurrió tranquilamente.

Por la mañana cuando nos levantamos comprobamos si algún bicho había venido a visitarnos buscando huellas en la arena, pero no fue el caso. Me sorprendía mucho que en no viéramos en toda la excursión ni una huella de chacales (el de lomo plateado es de lejos el más común aquí), ni se acercaran a olfatear por el campamento. De hecho, sólo al anochecer oímos una pareja aullar a lo lejos. En conjunto, en 16 visitas al Kruger, he visto menos chacales aquí que, por ejemplo, guepardos o licaones. Los chacales son los depredadores más comunes y abundantes de África, pero por alguna razón en el Kruger no se dejan ver ni en pintura. Marina y Shaun me confirmaron que, al menos en esta zona, es muy raro verlos o encontrar sus huellas.

Amaneció con el cielo cubierto por nubes y la temperatura mucho más baja que el día anterior, así que aprovechamos para cubrir una buena distancia (unos 12 km, que tampoco es para cansarse mucho… ). Pero lo primero que teníamos que hacer era repostar agua. Nos pusimos en camino temprano y a un par de kilómetros encontramos una poza mayor con agua más limpia. Allí Lola y Marina abrieron un hoyo con la pala y por fin pudimos coger agua buena y clara… y lavarnos un poco con el famoso método del checo-checo. 

Lola y Marina cavando para sacar agua
 
Rubén completando la demostración
Cerca de ese punto encontramos las huellas de un leopardo que pasó por allí quizás un par de días antes.

Huella de leopardo
Andando con Marina y Shaun delante, con sus rifles prestos en todo momento y sus finos sentidos siempre alerta, en seguida se confía uno como si estuviera paseando por El Retiro: parece muy fácil y relajado. Pero es una sensación falsa y al final de la mañana empezamos a divisar algún que otro búfalo macho –solos o en grupitos de 2 ó 3- que nos recordaron lo complicado que sería hacer esto sin unos guías armados. No es que los animales tuvieran ningún interés en encontrarse con nosotros, pero a menudo la visibilidad no era tan buena y se podían producir encuentros inesperados por ambas partes. Y mejor que te pillaran con Marina y Shaun al lado, por si acaso.

También de vez en cuando avistamos un elefante macho abrevando en alguna poza del río, pero estos nos detectaban pronto y ponían tierra de por medio casi inmediatamente.

Las cosas pequeñas son igual de interesantes que las grandes, y Marina nos enseñó el precioso nido de una especie de pequeña avispa que ya habíamos notado alguna vez dándonos inofensivos pero molestos picotazos. Para la foto, Marina opinaba que la mejor referencia de tamaño sería una bala del calibre .458, objeto que todos tenemos en casa…

Nido de avispilla tocanarices
Más jirafas se apartaron a nuestro paso y llegamos a las ruinas de la casa de un ranger que vivió aquí hacia los años 50 del pasado siglo. Debió ser muy manitas, porque casi toda la estructura se conservaba muy bien, e incluso las mosquiteras estaban intactas. Eso sí, nadie se animó a entrar en la pequeña vivienda… que a saber lo que se podía encontrar uno allí (me refiero a las bichas).

La casa del ranger

Mientras nos entreteníamos imaginándonos cómo sería la vida de este bravo boer, solo en un recodo boscoso y lleno de vida del río Pongwane, Shaun avistó un elefante –una elefanta, de hecho- no muy lejos de nosotros, en nuestra misma orilla. Ambos guías se pusieron en modo alarma y nos asomamos con cuidado y controlando el viento a ver cuántos elefantes había: ¡muchos! Una buena manada de unos 30 elefantes con crías estaba cruzando de la orilla de enfrente a la que ocupábamos nosotros, a unos 200 metros río arriba. El viento estaba a nuestro favor y no nos olían, pero pasamos un buen rato esperando a ver en qué dirección seguían una vez cruzado el río. Por suerte decidieron hacerlo río arriba, en dirección de donde veníamos.

Cuando aún no habían desaparecido esos 30 nos dimos cuenta de que el resto de la manada familiar, quizás otros 50 elefantes, estaba cruzando el río unos pocos cientos de metros más abajo. Estábamos rodeados, los 30 elefantes río arriba y los otros 50 (probablemente dos partes de la misma manada) río abajo, y nosotros en medio. El viento estaba haciendo gracias y cambiando de un lado para otro. Los 50 últimos mastodontes se entretuvieron largamente comiendo en el lecho del río, a nuestra vista, y algunos se fueron adentrando en nuestra orilla, teniendo que pasar previsiblemente cerca de donde estábamos para reunirse con los otros 30.

A la vez, un goteo de elefantes retrasados seguía pasando por la orilla de enfrente río arriba, apretando el paso para no perder a los primeros 30. Marina fruncía el ceño y discutía con Shaun la situación, mientras observábamos qué hacían los elefantes, que seguían sin darse cuenta de nuestra presencia. Al cabo de unos minutos, y visto que el goteo de retrasados parecía haber parado en la orilla de enfrente, decidió que cruzáramos a esa misma orilla andando despacito para no alertar a ningún elefante. Sabia decisión.

Esperando a que los elefanes se aclaren...

Cruzamos y vimos con alivio, desde lo alto de la orilla, que el goteo de elefantes por allí había parado. Con todos los elefantes ya de camino a la orilla que acabábamos de dejar, nos relajamos y estuvimos viéndolos desde bastante cerca con más calma. El viento por fin nos delató y los últimos del grupo de 50 nos ventearon y huyeron alarmados hacia la casa del ranger a reunirse con el resto de la manada.

Bien está lo que bien acaba, y salimos airosos de la encrucijada de elefantes en la que nos metimos casi sin darnos cuenta.

Por cierto que los elefantes tienen un rico lenguaje en forma de vocalizaciones y muchas de ellas son infrasonidos que nosotros no podemos oír. Hace poco se ha descubierto que tienen un infrasonido específico para alertarse entre ellos de la presencia de seres humanos; seguro que lo han utilizado ahora mismo con nosotros. En estos lares no esperarían encontrarse con humanos… y los pocos que pueden encontrarse -furtivos en busca de rinocerontes- no suelen ser amistosos. Todavía los furtivos no se dedican aquí a los elefantes –sólo recientemente han matado el primero en 10 años en el Kruger- pero a medida que pase el tiempo es de esperar que la actitud de los paquidermos frente a los humanos se vuelva más huraña, lo que Marina cree que ya está empezando a pasar.

Seguimos adelante otro par de horas para aprovechar el tiempo fresco y hacer todo el recorrido del día del tirón, como habíamos planeado, parando sólo a beber agua y comer algo rápido.

Sin más novedad llegamos al lugar de acampada a media tarde: una curva suave del lecho del río en el que había unas grandes pozas de agua. Lo primero que Marina nos dijo es que sabía que ahí había algún cocodrilo especialmente grande, así que cuidado.

Frank decidió que era un buen momento para apurar su cantimplora de 2 litros de vino tinto, así que nos pusimos a ello inmediatamente; todo por ayudarle a rebajar el peso de su enorme mochila. Y también el fluido actuó inmediatamente en nuestro colega, que sufrió un repentino ataque de euforia y decidió, tras una buena parrafada, ayudar a Shaun a cavar el agujero en la arena para sacar agua. Todo esto luciendo su holandesa palidez, sin camisa, bajo el sol tropical que volvía a brillar con fuerza... Cosas veredes, pero Frank disfrutaba como un crío y nosotros con él.

Aquí la arena estaba menos apelmazada y fue necesario reforzar las paredes del pequeño pozo con unas buenas piedras… Y no menos necesario era vigilar la poza junto a la que estaba el agujero mientras íbamos sacando agua de él. Marina lanzó unas piedras para avisar a los cocodrilos de que no se atrevieran a asomar el hocico mientras sacábamos agua… ¡o se las verían con su Winchester Magnum .458!

Lola y Frank a la espera

En esa parte del río había mucha actividad gracias a la abundancia de agua. Mientras me lavaba con el cubo, unas cebras se asomaron a la orilla de enfrente, algunas jirafas bajaron a beber al otro extremo de las pozas, y una familia de facóceros se plantó casi en las narices de Rubén... antes de darse cuenta de lo mal que olía y de salir corriendo. Me preocupaba un poco que estuviéramos privando a algunos animales de bajar a beber, pero las pozas se extendían más allá de la curva del río y la molestia no era demasiado grave, podían ir a beber un poco más lejos.
 
Pasamos el resto de la tarde descansando y vigilando las pozas, pero los animales desconfiaban demasiado de nosotros y no vimos mucho más. Cayó la noche y nos deleitamos observando el cielo estrellado que se veía con una claridad absoluta, y con otras luces titilantes que recorrían el río de un lado a otro: las de las luciérnagas. Hay muchas aquí, lo que siempre me hace pensar en las pocas que se ven hoy en día en España, en comparación con las noches de verano de cuando era un crío, cuando era bastante habitual verlas en el jardín de cualquiera de las casas donde veraneábamos. Mis amigos están de acuerdo en que se han hecho una cosa rara en Europa.

Pero aquí no, y le enseñé a Shaun –el otro guía y marido de Marina- la manera de atraerlas apagando y encendiendo la linterna frontal con una intermitencia regular. Bastaba hacer eso durante unos segundos para que alguna luciérnaga viniera volando, desde bien lejos incluso, hasta la luz del frontal que había confundido con una pareja receptiva, para la alegría de Shaun. Otro “truquito” –que me enseñó mi hermano Pablo- con la linterna es iluminar el cielo, lo que atrae otros insectos nocturnos y, tras estos, a chotacabras –unas aves nocturnas que comen insectos al vuelo atrapándolos en sus grandes bocas- y murciélagos de varias especies.

Frank seguía muy animado – es así de natural, no sólo por la cantimplora especial- y decidió cocinar para todos nosotros (los clientes, porque los guías solían comer por su lado y aprovechaban para estar solos un poco). En su mochila todavía había abundantes verduras frescas, tomate en lata y pasta de calidad, y juntando esto con algo de atún que aporté yo, Frank nos preparó un buen plato de pasta con salsa. Después de mis pastas pre-cocinadas de las noches anteriores, ésta me supo a gloria.

Freewheeling Frank y su rica pitanza

Allá en las pozas, sendos pares de ojos de cocodrilos refulgían a la luz de las linternas; un alivio que no fuera en la primera poza, junto a la que sacamos el agua. Algunas hienas moteadas lanzaron sus aullidos –uuuuuuuuuip- con los que se saludan antes de salir a buscarse las lentejas, desde algún lugar bastante cercano al campamento.

Nos quedamos un buen rato después de cenar a oír las ranas, los insectos, las hienas, los chotacabras… Casi siempre con la luz apagada pero de vez en cuando iluminando los alrededores, que Marina y Shaun ya se habían acostado y no había que bajar la guardia del todo.

La última noche pasó plácidamente –sin viento ni lluvia esta vez- y amaneció el último día. Con sólo un par de kilómetros por recorrer hasta el punto de recogida, nos lo tomamos con mucha calma y nos quedamos largo rato allí mismo desayunando y esperando a que algo bajara a beber al río.

Y esperando…

Rubén y yo nos habíamos levantado los primeros; en otras circunstancias lo suyo habría sido  esconderse en una orilla para que los animales no nos vieran y bajaran a beber, pero aquí no podíamos hacer eso porque también algún animal peligroso podía sorprendernos a nosotros (o sorprenderse con nuestra presencia) por detrás mientras vigilábamos la orilla de enfrente. Así que nos quedamos sentados en un pequeño promontorio de arena casi en el centro del lecho del río, a tiro de piedra de las tiendas (y de Marina y Shaun) y con suficiente visibilidad sobre las dos orillas y de frente sobre las pozas, con la primera de éstas a unos 40 metros de nosotros.

Y esperamos más...

Y no venía nada. Lola y Frank se unieron a nosotros y Marina y Shaun comenzaron ya a prepararse el café junto a las tiendas, que estaban muy pegadas a una de las orillas.

Llevábamos ya hora y media de espera y empezábamos a pensar en irnos y a perder un poco la compostura de una espera cuando, a las 6:30, vimos tres búfalos machos asomarse tranquilamente por encima de las tiendas, en lo alto de la orilla, con las muy obvias intenciones de bajar a beber a la poza que estaba más cerca de las tiendas.

Rubén y yo habíamos oído un búfalo hacía una hora, pero a lo lejos, y ya nos habíamos olvidado de ellos. Y ahí mismo estaban tres ahora, parados momentáneamente mientras decidían si había algún peligro para bajar. Alertamos rápidamente a Marina y Shaun, que desde donde estaban sentados desayunando no tenían ángulo para verlos. Los vieron al incorporarse y recogieron sus rifles. Los búfalos los vieron a ellos también y siguieron ahí parados e indecisos.
 
Aquí unos búfalos, aquí Marina y Shaun
 
Incertidumbre en las filas
Los guías dieron unos pasos para acercarse más al montón de arena y ponerse entre nosotros y los bicharracos. Hecho esto, se sentaron con el café en una mano y el rifle en otra a ver qué pasaba.

Desayuno de trabajo de Marina y Shaun

Aunque la situación estuviera bajo control (se trataba de que los búfalos bajaran, no de que se espantaran, para verlos a gusto) ya con Marina y Shaun al quite, nosotros bien sentaditos y quietecitos en nuestro montón de arena, y los búfalos portándose bien, tener tamaños morlacos cerca e interesados en acercarse más, generaba adrenalina.

Esperando el chupinazo
Sin movimientos ni viento que nos delataran, los búfalos se decidieron a bajar al lecho del río… aunque algo nerviosos y atropellados, no las tenían todas consigo. Por precaución no nos dieron la espalda y se situaron en la orilla contraria de la poza. Estaban a unos 50 metros de nosotros, a campo abierto, y mirándonos de frente. Aún tardaron unos minutos más en empezar a abrevar con premura, parándose a olfatear constantemente; uno de ellos no hizo más que eso y ni siquiera bebió, muy alertado.
Reunión en el lecho del río

Los morlacos empezando a estar muy escamados ya


Por fin el viento les llevó nuestro olor y les confirmó sus sospechas: ¡humanos a tiro de piedra! Dejaron de beber y rápidamente huyeron al trote por donde habían venido, remontando el talud de la orilla en unos instantes y desapareciendo entre los matorrales.


¡Bestial! Probablemente la situación con los elefantes el día anterior fue más comprometida –tuvimos suerte y buen ojo de no quedarnos rodeados de cerca por la manada-, pero este encuentro con los búfalos fue más directo, cara a cara, y emocionante. Suerte que eran buena gente.

Cuatro tough-cookies

La espera acabó respondiendo a nuestras expectativas con creces y recogimos el campamento por última vez. Lo que quedaba era un agradable paseo hasta la desembocadura del río Pongwane –el que habíamos ido siguiendo estos días- en el Mphongololo (el que da nombre a la ruta), a tan sólo un par de kilómetros de allí.

Por el camino encontramos las huellas de tres leones machos que pasaron por el río días antes, oímos un elefante trompetear mientras huía de nosotros y vimos algunas jirafas que se pararon, como siempre, a cotillear entre los arbustos, con sólo las cabezas fijas en nuestra dirección destacando sobre la vegetación. Llegamos a una zona más abierta pero con grandes árboles en torno a un antiguo pozo artificial y su molino. Allí descubrimos a nuestros colegas de nuevo, los tres búfalos solitarios que habían seguido el mismo camino que nosotros. Curiosos, se quedaron un buen rato parados observándonos con bastante parsimonia. Marina –por cierto que embarazada de dos meses- y Shaun se entretuvieron escalando un tremendo leadwood, un árbol centenario y algo inclinado, con la superficie lisa por el roce de los elefantes que deben gustar mucho de tan cómodo rascadero. Shaun subió por el tronco hasta la primera horquilla impulsado sólo con los pies, en plan Tarzán, y Marina le siguió hábilmente escalando con pies y manos desnudos con mucha agilidad. Nosotros nos quedamos abajo vigilando a los búfalos.

Chicos ágiles (con embarazo y todo)

Los morlacos nos quieren

Llegamos al cruce de los ríos y vimos ya al otro lado un mojón con indicaciones en lo alto de la orilla, lo que indicaba que por allí pasaba un camino abierto a los turistas… y que se acababa lo que se daba. Nos hicimos algunas fotos en el lecho seco del Mphongolo y, minutos antes de la hora de recogida, las 10, nos encaminamos hacia el mojón… cuando sonó un cañonazo seco, una bomba brutal explotando a pocos metros por delante de nosotros. Nos quedamos helados y a la expectativa, ¿qué había sido eso, un tiro tremendo?, y al segundo se oyó el estruendo de un árbol desplomándose sobre el suelo. A la vera del camino que sube desde el lecho hasta el camino turístico, la mitad de un enorme árbol se acababa de desgajar del resto con ese tremendo estruendo y había caído al suelo delante de nuestras narices. Las termitas aquí no se andan con chiquitas. Nos quedamos alucinados por este inesperado y espectacular final con el que acabamos la caminata.

Derribado por las termitas

Descargamos las mochilas a la sombra de unos arbolitos y sacamos el resto de las viandas que nos quedaban para entretener la espera mientras el coche venía a recogernos. Pasó otro  coche con turistas, algo sorprendidos de ver un grupito de mochileros armados mascando biltong en medio del parque. 

Tough-cookie #1 en "todo llega"
 
El momento en que todos salimos corriendo (por mucho que estuviera descargado)

Y con toda puntualidad llegó nuestro chófer en un flamante Toyota hilux nuevo del parque a recogernos, con una no menos flamante nevera llena de refrescos y cervezas frías para celebrar la reunión.
Vuelta in style
De vuelta a Shingwedzi atravesamos una manada de búfalos, vimos muchos elefantes y, gracias a la pericia del conductor, una familia de siete leones descansando a la sombra en la orilla del Mphongolo (y otro leopardo al día siguiente, visible desde la terraza del restaurante de Lower Sabie).

No se puede pedir más, sólo repetir la caminata muchas veces en el futuro con compañeros tan agradables como estos. Y si podemos, que sean dos caminatas seguidas.

En definitiva, bajamos del coche, pasamos cuatro días andando por el Kruger y esto es lo que vimos y vivimos. De zoo, nada, por cierto. Que os haya gustado.
Rubén y Lola, por fin con los Magnum que realmente echaban de menos en la caminata, calibre .death by chocolate.