viernes, 2 de diciembre de 2011

7 Tigres 7



NOTA: para ver éstas y más fotos con mayor calidad, pinchad aquí.


Son apenas las seis y media de una fría mañana de principios de noviembre: el mejor momento del día para probar suerte. Acabamos de traspasar la puerta del Parque Nacional y nos hemos desviado de la pista principal por el primer camino que se interna en las colinas, donde esperamos que haya menos coches.  Afortunadamente, nadie nos sigue y  todo está tranquilo y en silencio en el bosque de sal y bambú.

La suerte no se hace esperar: en el camino hay un rastro muy reciente, de una hembra por lo alargados que son los dedos de estas huellas y que debe haber pasado por aquí hace sólo unos minutos...  Aceleramos, alternando la mirada entre el frente y el suelo para controlar el rastro que sigue tapizando el camino en la dirección que llevamos. ¡Tenemos que intentar alcanzarla antes de que se vuelva a internar en el bosque y se eche a dormir!

Quinientos metros: preparamos las cámaras. Setecientos metros: los chitales* nos ven pasar, impeturbables a todo lo que no sea nuestra persecución. Ochocientos  metros, nos ponemos de pie sobre los asientos del todoterreno, abierto por la parte de atrás. Un kilómetro, superamos un pequeño repecho y al instante el guía y yo, al unísino, satamos: “Tiger!!!!”, mientras nos sentamos de nuevo para procurar que se alarme lo menos posible y paramos el coche.

¡Y ahí está!: a unos cincuenta metros una tigresa adulta se acerca andando pausada y majestuosamente por el camino hacia nosotros (foto de cabecera). Por alguna razón, quizá porque ha percibido la marca olorosa de un congénere, ha dado media vuelta en su paseo y ha desandado unas decenas de metros, dándonos la oportunidad de verla de frente mientras se aproxima. En su propio medio y en libertad, el mayor felino del mundo despliega su inmensa belleza ante nuestros alucinados ojos.

Se acerca hasta a unos veinte metros del coche y abandona el camino para ir a marcar  un árbol en la vera derecha; como todos los gatos, lo hace levantando la cola en vertical y expulsando la orina de espaldas. Aunque aparentemente nos ignora, sus orejas un poco vueltas hacia atrás delatan que no le agrada la interrupción. La impresionante tigresa da por zanjado el encuentro una vez efectuado el marcaje y desaparece en el sotobosque para seguir su camino con más paz.

A pesar de que el avistamiento haya durado apenas un minuto, lo recordaremos como uno de los momentos más emocionantes que hemos tenido la suerte de disfrutar los cuatro biólogos que participamos en este viaje. Con la adrenalina golepando fuertemente en nuestras sienes, celebramos la experiencia de ver en libertad uno de los animales más bellos del mundo.

Hoy hemos tenido el privilegio de disfrutar de este encuentro en solitario, una suerte que pocas veces se da ya que hay una multitud de turistas a bordo de al menos otro centenar de pequeños todoterrenos peinando el parque con el mismo objetivo: ver tigres. Y hay hasta 200 licencias para sendos vehículos en este relativamente pequeño parque de mil kilómetros cuadrados. 


La mayoría de ellos son indios, familias que han aprovechado unas cortas vacaciones para conocer al animal emblemático de su país, junto con unos pocos naturalistas amateurs pertrechados de tremendos teleobjetivos y un puñadito de extranjeros como nosotros. Más adelante, cuando entre de lleno el invierno y aún más tarde, cuando la falta de agua haga concentrarse a los animales en los abrevaderos, llegarán muchos más del extranjero.


En realidad, no es el primer tigre que vimos. Ayer, nuestro primer día completo en el parque, nos apuntamos a la experiencia del “tiger show”. Una buena idea sobre el papel: los guardas del parque salen en elefante al amanecer para intentar localizar un tigre y lo siguen hasta que se echa a descansar. En ese momento avisan a la central del parque y van a recoger a los turistas que se han apuntado previamente para llevarlos a ver el tigre en el elefante. En la práctica, con la gran afluencia de público que hay estos días, el “tiger show” hace honor a su nombre y nos vemos jaleados a subir rápidamente al elefante, que tras medio minuto de camino se planta, junto a otros elefantes cargados de gente, alrededor de un arbusto bajo el que intenta dormitar un tigre macho adulto (foto 1). Cada vez que el tigre baja la cabeza para dormitar, los mahouts –los “conductores” de elefantes- les ordenan a sus monturas que sacudan las hierbas con la trompa para que el tigre vuelva a “posar” para la foto. Al cabo de cinco escasos minutos nos conducen de vuelta al coche para que la romería del tigre pueda continuar. Y se acabó. Una experiencia lamentable para cualquier aficionado a ver animales salvajes en libertad. Lección aprendida.

El encuentro de hoy nos ha quitado el mal sabor de boca del “tiger show”, afortunadamente. A lo largo de los siguientes días tenemos ocasión de ver otros cinco tigres (dos hembras más y tres machos) en el mismo Kanha y en los Parques Nacionales de Bandaugharv y Corbett. 

La misma mañana en que vemos la tigresa, un poco más tarde, encontramos huellas frescas de un gran macho. El guía consigue localizar, gracias a los cuervos que acechan posados en los árboles, el lugar donde el tigre debe estar comiendo a escasos metros de la pista. De nuevo solos, oímos al tigre hacer un ruido parecido a un estornudo y masticar su presa, pero no sale de su escondrijo y nos marchamos a desayunar para darle tiempo. A la vuelta nos encontramos un montón de coches que han localizado al tigre y que incluso lo han visto desplazarse unos metros por la pista. Nos emplazamos en medio del gentío en donde una trocha hecha por animales se junta con el camino. Al cabo de muy poco tiempo, el enorme tigre macho se acerca efectivamente por la trocha (foto 2) y cruza la pista sin inmutarse ante la presencia de decenas de espectadores. 



Tres días más tarde, ya en el Parque Nacional de Bandhavgharv, la suerte nos sonríe de nuevo en forma de un descomunal tigre macho (fotos 3 y 4), por encima de los 200 kg de peso, que nos ofrece un auténtico paseíllo de veinte minutos por delante de nuestro coche. Aquí la vegetación es menos espesa y lo podemos disfrutar largo y tendido, con toda su pachorra de quien no tiene nada que temer. Tiene la barriga tan llena que incluso se tumba unos minutos en un arenal de un pequeño arroyo a retomar aliento. Mientras tanto, se desata el frenesí entre los guías y los conductores, que durante todo el encuentro no paran de competir en un absurdo “tiger-rally” para ocupar las mejores posiciones frente al tigre. Alguno incluso está a punto de volcar al salirse de la pista e incluso nuestro tranquilo conductor estampa la parte trasera del todoterreno contra unas piedras, partiendo la matrícula y el guardagolpes trasero. El tigre sigue su camino sin mirarnos ni una vez siquiera. Y se agradece, porque aquí en Bandavgarh, el pasado mes de mayo dos tigres machos subadultos completamente sanos decidieron variar de dieta matando y devorando a dos paisanos al otro lado de la valle del parque. Ahora están en un parque zoológico. Nosotros mismos hemos oído una tigresa en celo llamando insistentemente desde una finca colindante al parque, a unos pocos cientos de metros de donde vive una familia con niños pequeños.



Al día siguiente vimos otro gran macho, aunque algo menor que el anterior (foto 5). 


Y unos días más tarde, en el Parque Nacional de Corbett, vemos dos tigresas en días consecutivos. La primera es una tigresa subadulta y poco segura de sí misma (foto 6) que cruzó la pista bufándonos continuamente. 


El séptimo y último tigre (fotos 7 y 8) es una tigresa adulta que volvió a despertar la furia por el rally entre los conductores al pasearse durante un buen rato entre la maraña de turistas. Algún coche incluso tiene que recular para dejarle paso.





Increíblemente, en un país de mil doscientos millones de habitantes con la consiguiente presión descomunal sobre los recursos naturales, aún sobrevivien unos mil quinientos tigres, aproximadamente la mitad de los que hay en libertad en el mundo. Pero, a pesar de la buena situación aparente de la que disfrutan en los parques que hemos visitado, el futuro no es muy esperanzador para este animal (veáse http://www.truthabouttigers.com y el documental en  http://www.youtube.com/watch?v=JoGuud-vIaU(1ª parte), http://www.youtube.com/watch?v=jkok39VUlJg (2ª parte) y http://www.youtube.com/watch?v=9CkJhFjsLOE&feature=related (3ª parte)) . La razón fundamental es la demanda de derivados de tigre para la medicina tradicional china, que está provocando que se esquilmen las pocas poblaciones de tigres que quedan. Los furtivos están muy organizados y actúan en todas partes donde hay tigres. Incluso en parques nacionales supuestamente bien protegidos, como el de Sariska, han conseguido acabar con todos los tigres bajo las mismísimas narices de las autoridades medioambientales indias. Para abordar de nuevo el problema, Rusia organizó el año pasado –que fue el año internacional del tigre- una cumbre mundial para su conservación, que se puede consultar en http://www.tigersummit.ru/.

Por último, si queréis leer algunos libros estupendos sobre tigres y la naturaleza de la India en general, os recomiendo encarecidamente que leáis los de Jim Corbett (The man-eaters of Kumaon, Jungle lore, My India, The man-eating leopard of Rudraprayag…), que fue un inglés nacido en la India que cazó numerosos tigres y leopardos devoradores de hombres a principios del siglo XX. Lejos de las obras de otros famosos cazadores, las de Jim Corbett reflejan el profundo conocimiento de la naturaleza que tenía. Cuando no estaba ocupado cazando tigres humanicidas, Corbett se dedicaba a fotografiarlos y a filmarlos para fomentar su conservación. Ojalá  que tengamos tigres en libertad por muchos años.  

*El chital es un tipo de ciervo parecido a un gamo, presa habitual de los tigres. Su nombre científico es Axis axis.   

P.D. Muchas gracias a Ricardo, Pedro y Teresa por todo.



sábado, 3 de septiembre de 2011

Muy cerca, en Zambia

Foto: Rocío Fernández (Etosha)

Habíamos llegado a una parte de la orilla en la que crecían cañas muy altas en el extremo en que estábamos, ensanchándose hacia delante en una pradera ocupada por cuatro o cinco inmensos búfalos cafres: machos solitarios con cara de pocos amigos. Queríamos seguir andando, pero los búfalos, por alguna razón, no querían moverse de su sitio y estaban demasiado cerca para estar seguros de que nos dejaran pasar sin arrancarse. Los guías nos explicaron el motivo: en algún lado entre las cañas dormitaba una manada de leones, descansando del festín que se dieron hace dos días con un compañero de los cafres. Vaya… buenas razones, y un panorama mucho más divertido para nosotros; aguzando el olfato, efectivamente, se percibía un acre olor a bicho proveniente de la maraña de vegetación: olía a leonera, como se suele decir.

A nuestra derecha, los leones durmiendo, a nuestra izquierda, un afluente del río Lwangwa apetecido por los cocodrilos, y enfrente, un puñado de bestiales búfalos cafres tamaño panzer-granadier que preferían vérselas con nosotros que tener que pasar entre los leones. 

Nosotros, a lo que nos dijeran. El mayor de los guías resolvió la situación tirando piedrecitas a los búfalos más cercanos: “sus, sus”, como un pastor cualquiera conduciría a las vacas por el prado, solo que en lugar de vacas domésticas trataba con bicharracos salvajes, cada uno del pelo dos toros bravos juntos. 

Pero los búfalos decidieron no meterse en problemas tampoco con los rifles de los guías, y nos cedieron el pasaje reculando un poco hacia el banco de la orilla. Los leones continuaron con su apretada siesta y nosotros pasamos silbando con la adrenalina a flor de piel. 

La misma mañana, al poco de salir del lodge y justo después de decidir de cambiar de orilla del río (en un punto de aguas someras), habíamos visto otra manada de leones en el banco del Lwangwa, y al ratito, todavía espantamos a dos leonas solitarias que estaban dando cuenta de una presa en una islita del río, y que huyeron dando brincos hacia la orilla contraria. El mismo guía aventajado se metió corriendo en el agua, trepó a la islita, y nos gritó entusiasmado, con pelos de la pitanza de los leones en la mano: ¡es un impala, es un impala lo que se están comiendo!. De verdad, que no era necesario, señor guía, nos lo podíamos haber imaginado… 

Varias horas de camino río abajo, en el mismo Lwangwa en el que se sitúan algunos de los mejores parques nacionales de Zambia, hay un camping que se construyó en un recodo del río muy apetecido por los elefantes. Por todo el camping hay cartelitos puestos por el dueño en el que se recuerda a los visitantes que los elefantes estaban antes y que tienen derecho de paso… como si alguien fuera a decir a los elefantes que no era así. Es tan cierto el asunto que todos los días aparecían uno o dos inmensos elefantes machos a pasearse entre las tiendas, comiendo de los árboles. A la hora de la calorina, me eché a dormir un rato bajo un árbol, cerca de la orilla, pero a los pocos minutos tuve que dejar paso a uno de los paquidermos, que había decidido que mejor pasaba él por ahí. No faltaría más. Me acerqué al bar -al aire libre y vacío a esa hora- a leer un rato en calma, pero el otro elefantote asomó la cabeza amenazante entre los arbustos, a menos de diez metros, y me censuró la lectura inmediatamente. Por todo el camping, a medida que los elefantes se iban desplazando, las familias hacían barreras con los todoterrenos para proteger las tiendas y a los niños de los paquidermos enseñoreados. A veces eran situaciones casi de pánico, porque por muy tranquilos que estuvieran los elefantotes, no era fácil conservar la calma cuando se acercaban demasiado. Un elefante es un elefante, un bicho impredecible y gigantesco, al fin al cabo. Pero, por el momento, era admirable ver como los bichitos se movían entre las tiendas con toda delicadeza, levantando con cuidado las patorras para no tocar los vientos que sujetan las tiendas. 

Por la tarde, a la vuelta del recorrido de safari, se imponía pegarse una buena ducha antes de cenar... pensábamos, pero de nuevo uno de los elefantes había decidido por nosotros, plantándose a descansar justo entre nuestra tienda y la ducha; no había otro sitio en África donde estar... Hartos nos tenía, así que nos fuimos a hablar con el gerente del camping, para decirle que era muy bonito eso de tener elefantes en el camping, pero que sería mejor que moviera el camping de sitio o que moviera a los elefantes. Por suerte no estaba el dueño, el débil mental al que le pareció tan buena idea instalar el campamento bajo los árboles favoritos de los elefantes, y el gerente era más comprensivo. En un todoterreno grandote, nos fuimos a intentar espantar al elefante, pero el muy ladino había adivinado nuestras intenciones -o a lo mejor se había ido a ver si ponían algo en el cine- y se había ido ya de allí.

Los elefantes son muy bonitos, pero cuando no te dejan dormir, ni leer, ni ducharte, no molan tanto.

Estas son algunas de las cosas que nos pasaron en Zambia.

¡Tucán, sale!


[Algunas impresiones de Ecuador, 2008]

Obediente, al segundo de la orden, una cabezota de colores con un pico enorme asoma de lado, expectante, por el agujero del árbol.

-       Ahí está el agujero del tucán, esperen a que le llame para que lo vean.
-       ¿Cómo, que ahí vive un Tucán y usted lo va a llamar?
-       Sí, claro… ¡tucán, sale!

Y sí, el tucán sale cuantas veces haga falta porque está muy bien mandado.

La mañana también asoma, desenredándose entre las nieblas del bosque de Mindo mientras se pasea de una a otra ladera pintando de verde los árboles imposibles, de marrón los terroncitos de la tierra modesta que todo lo sujeta, de gris el arroyo rugiente y de plata de los charquitos en los que se tumbó la lluvia ayer. No caben más verdes, más árboles, en esta frondosidad húmeda. De sopetón, el arco iris se destila en cada rama en un desfile asombroso de plumas: tangaras azules con reflejos metálicos, verdes iridiscentes, flamígeras, amarillas y negras; pardas pavas balanceándose a treinta metros del suelo, colibríes zumbones azules y blanquinegros flechando las flores, loros violetas coronando las alturas, enormes pájaros carpinteros de negra librea y cocorota encarnada, oropéndolas desmedidas y doradas… Aquí, en el ecuatoriano Mindo, los fogonazos del arco iris y la flora fecunda han procreado más de cuatrocientas especies de pájaros, la prole de aves más extensa de entre todos los bosques del planeta.

En una ladera de la solana con algunas rocas escondidas por los árboles, un elenco de pájaros naranjas, del tamaño de una tórtola, se afanan en torno a la solitaria mozuela que se ha dignado a visitar el escaparate de machos vocingleros. El bosque se inunda con los gritos estrambóticos de los gallitos de roca que van paseando de rama en rama sus copetes de naranja galáctico en forma de rodaja de fruta. Ellos, tan exquisitos, compensan tanta pluma extravagante portando por detrás una librea de negro azabache y blanco purísimo, perfecta para el recital.

“Pájaro a pájaro, conocí la tierra” …aquí, en Mindo, Neruda habría rematado su magisterio.

            Y después, como un martín pescador, se habría zambullido de cabeza en la naturaleza desmesurada: la Amazonía. Llueve sobre la plataforma de madera que el ceibo sujeta, paciente, a cuarenta metros de altura sobre el suelo y no tan lejos de los guacamayos amarillos y azules que reman en el cielo plomizo. Abajo, el agua mece la espesura, adornándose con una cohorte de caimanes negros y pirañas que la guardan a todas horas. Junto al camino, el tapir ha señalado su deambular de anoche en el barro. Los hoatzines, unas aves que todavía se ufanan de su ascendencia reptiliana, se cuelgan de las ramas bajas para beber largo y tendido. Y cuando parece imposible que llueva más, llueve el triple. No todo es lo que parece: esa hoja es una rana, aquella otra, una mariposa, y esa rama tronchada es un pájaro que se hace el dormido, un nictídeo que vigila con el rabillo del ojo. Dentro de esta ramita, hay unas minúsculas hormigas con sabor a limón. Allí arriba, los monos aulladores pelirrojos nos miran con desdén, y en el hueco de ese árbol, sus primos nocturnos asoman sus caras estupefactas por tanto ajetreo. Y aquí mismo, bajo nuestra cabaña, dormita una anaconda jovenzuela, mientras en alguna parte, el jaguar se divierte observando a los delfines saltar en el lagunazo.

Yo, poeta,
Popular, provinciano, pajarero,
Fui por el mundo buscando la vida:
Pájaro a pájaro conocí la tierra:
Reconocí donde volaba el fuego:
La precipitación de la energía
Y mi desinterés quedó premiado
Porque aunque nadie me pagó por eso
Recibí aquellas alas en el alma
Y la inmovilidad no me detuvo.

Pablo Neruda

miércoles, 11 de mayo de 2011

Leones en Etosha


Foto: Silvia Frías Nebra
Y es cierto, vivimos en Namibia y a cuatro horas y media de casa está Etosha, lo hemos comprobado dos veces en el último mes y está ahí. No hay que coger ningún avión, ni agotarse conduciendo por carreteras llenas de baches, ni contratar un safari y salivar hasta el día esperado. No, sólo hay que coger el coche y el material de acampada e ir, sin más zarandajas. Somos unos privilegiados.

Porque Etosha, junto con el Serengueti, el delta del Okavango, Ngorongoro y Kruger, es uno de los mejores parques nacionales de África, al menos de los que he tenido la suerte de visitar. Es enorme, tiene 22.000 km cuadrados (la provincia de Madrid tiene unos 18.000), y está repleto de animales.

Etosha tiene dos caras diferentes: la de la época de lluvias (que está acabando… ¿o no?) y la de la época seca, que es cuando la mayoría de los turistas lo visitan. La diferencia es enorme, no tanto por el paisaje como por la manera de ver los animales. En la época seca, cuando no hay más agua disponible, los animales se congregan en las charcas, naturales o artificiales, donde beben y de donde no se alejan mucho a lo largo del día (los elefantes, por ejemplo, no se separan más de 6 km de un bebedero). Es entonces cuando se pueden ver fácilmente numerosas especies de antílopes (springboks (foto 1), impalas, kudúes, ñúes, heartebeest, etc.), jirafas, cebras y elefantes abrevando juntos. Y casi cada abrevadero tiene su manada de leones residentes, que se dejan ver con mucha frecuencia.

Tres de estos abrevaderos están situados junto a los respectivos campings-lodges que tiene el parque: Okaukuejo, Halali y Namutoni, con la peculiaridad de que permanecen iluminados durante toda la noche. Con un pelín de paciencia y de suerte, se pueden ver en ellos leones, rinocerontes (negros y, desde hace unos años gracias a una exitosa reintroducción, blancos también) y otras criaturas más pequeñas difícilmente visibles de día (puercoespines, ginetas, mangostas de ciertas especies, etc.). En la época seca, en definitiva, todo es coser y cantar, conducir de abrevadero en abrevadero y por la noche quedarse en el del camping disfrutando del espectáculo.

Ahora, en la época de lluvias, es distinto. Este año en concreto ha llovido tanto que hay agua por casi todas partes (y en general en toda Namibia), y los animales no tienen ninguna necesidad de acercarse a los abrevaderos, además de que ciertas especies realizan pequeñas migraciones a otras zonas poco accesibles del parque, o incluso fuera de él. Así que los namibios te desaconsejan ir en esta época (razonable) y todo el mundo te dice que vas a ver pocas cosas. Tururú.

Es verdad que hemos estado casi 10 días entre los dos viajes, y que algunos de ellos hemos estado hasta 12 horas al día conduciendo por el parque a la búsqueda de los bichos más recalcitrantes (totalizando algo menos de 800 km de recorridos), pero el que la sigue, la  consigue, y con paciencia –y con pasión, claro- hemos visto un montón de animales.

Después de ver los primeros impalas, cebras, heartebeest (el antílope salido del Día de la Bestia, por cierto; foto 2), oríces (más conocidos por el nombre inglés: oryx), etc., y ya instalados en el camping de Okaukuejo, empiezan las emociones fuertes desde la primera noche: no muy lejos, se oye rugir un león. Para ponerle más emoción, si te distraes demasiado calculando dónde estará el rugiente, un chacal de lomo plateado (foto 3) te puede robar la cena delante de tus narices. El camping, como todos los de Etosha, está vallado, pero los chacales encuentran la forma de entrar siempre y se pasean entre  las tiendas a la busca de desperdicios, o de cenas calentitas si puede ser.

De día, una imperiosa necesidad apremia a todos los visitantes del parque: ¡ver leones!  A medida que van pasando las horas, hasta el más pintado va perdiendo interés en los innumerables springboks (antílopes saltadores), cebras, ñúes, avestruces, oríces, kudúes, heartebeest y otras “vulgaridades”, que no obstante son una preciosidad por sí mismas. Pero el que nunca los ha visto al natural, suspira por ver los leones, y parece que nunca los vas a encontrar. Pero sí, los encuentras, y desde lejos te relames ya al ver la silueta de una leona sentada bajo una acacia, que no mueve un músculo ante la llegada del coche. Con la adrenalina por las nubes, paramos a su lado y escudriñamos la hierba alrededor de la leona. Parece increíble, pero en dos palmos de hierba se puede ocultar perfectamente un león de 250 kg (de 150 a 200 las hembras) (foto 4). Y, efectivamente, vamos descubriendo paulatinamente a todos los componentes de la manada: ¡12 leones donde parecía que no había nada! Para que te fíes de la hierba… (hay gente que se baja del coche a fumar un cigarrito o a estirar las piernas en las praderas donde parece que todo está a la vista… Los leones tienen miedo de la gente y normalmente salen corriendo, pero si de repente te plantas a corta distancia de una manada con crías puedes crear una situación muy tensa. En Etosha no ha pasado nada nunca en esas circunstancias, pero no conviene tentar a la suerte).

Un ñú poco espabilado anda cansinamente en dirección a la manada. Vemos que las leonas están desplegadas en posición de caza, aunque son las 4 de la tarde y hace un sol muy fuerte. Se tumban entre las hierbas y asoman la cabeza para controlar la posición del ñú de vez en cuando. De repente, el viento cambia de dirección llevando el olor de la manada al ñú, que con un rápido galope se aleja en dirección contraria. Una leona, al ver que se escapa en el último momento, se arranca a por él (foto 5), pero los escasos 10 metros de ventaja que ha sacado el ñú gracias al viento son demasiados para que el lance tenga éxito y al final el ñú se queda inexplicablemente parado a un centenar de metros, quizás dando gracias al viento por la vida regalada. El tiempo ha pasado rápido, se hace de noche y tenemos que volver al camping.

Pero hoy vamos a volver a salir de noche, gracias a los safaris nocturnos que organiza el parque. Armados de foco, mantas y galletitas, como tiene que ser, salimos en el camión descubierto del parque con el afable Vericomba como guía, para pasar 3 horas (¡más!) deambulando por el parque. Hay luna llena, y a los pocos minutos de salir, dos masas inmensas atraviesan el camino como un rayo: ¡dos rinocerontes negros! La cosa empieza bien.

Interrogado Vericomba sobre nuestro itinerario, le soplamos a la oreja dónde hemos visto una manada de leones muertecitos de hambre que seguro que están armándola buena a estas horas. Vericomba, sonriente, se guarda la sorpresa pero nos conduce hasta allí (vamos con otras personas en el camioncillo). Y los leones tienen hambre: nada más llegar, vemos a una de las leonas más jóvenes salir corriendo, cruzando por delante de nuestro vehículo, para poner en espantada a una manada de springboks al otro lado del camino. El sonido de los springboks histéricos corriendo es tremendo, mil pezuñas intentando ponerse a salvo. Vericomba no está muy acertado con el foco (y yo no tengo dónde enchufar el mío) y no conseguimos ver con claridad lo que está pasando, pero de repente oímos gruñidos y el guía nos señala que el resto de la manada, apostados al lado contrario de los springboks, ha conseguido matar a uno que huía de la primera leona. Simultáneamente, otra leona, un poco más a nuestra izquierda, lanza otro ataque desesperado a los springboks, pero no consigue hacer presa.

La captura está un poco lejos, pero con los prismáticos podemos atisbar los leones, incluido un gran macho que por la tarde no se había dignado dejarse ver, gruñiendo y mordiendo en torno al springbok muerto. En estas circunstancias, da mucho gusto estar dentro de un camión (aunque no tenga puertas ni ventanas), acurrucado bajo una manta. Al cabo, vemos al león macho gruñiendo y dando pequeñas carreras para espantar a lo que parecen hienas que deben estar ya al quite del springbok muerto. Y eso que no íbamos a ver nada…

A la mañana siguiente, localizamos al león rugiendo en la madrugada, a poca distancia del camino. Con cada rugido salía vaho de su boca (foto 6). Después se fue a dormir a la espesura con el resto de la manada y no supimos más de ellos.

En el segundo viaje, con nuevos participantes e idénticas ansias (que comparto totalmente, por supuesto), hemos visto leones en cuatro ocasiones. En una de ellas, nos pasamos 2 horas y media contemplando a una manada de siete (un león muy viejo, dos hembras y cuatro cachorros) devorando un kudú que debían haber cazado por la noche o de madrugada (fotos 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14 y 15), . La misma tarde, después de una pequeña parada logística en Okaukuejo (las vejigas poco capacitadas sufren mucho en Etosha), salimos a aprovechar la media hora de luz restante y  nos soplaron que había un león a 1 km escaso del camping. Lo encontramos y lo vimos rugiendo a la luz del ocaso (fotos 16 y 17). Para completar la buena suerte, a unos pocos cientos de metros de este último león, vimos a la mañana siguiente otro león joven y una preciosa leona empezando a comerse un springbok que debían acabar de cazar (foto 18). Estaban en la misma puerta del aeródromo de Okaukuejo. Esta leona, curiosa ella, decidió acercarse hasta metro y medio de mi ventanilla mirándome fijamente (foto 19), así que la subí apresuradamente, pero pasó de largo y estuvo cotilleando otro coche para volver al springbok, que es siempre más interesante.

Pero no todo el mundo tiene instinto de supervivencia (o miedo), y si no echadle un ojo al baranda de esta última foto, subido en el techo de su coche (foto 22) para fotografiar a otro par de leones que vimos más tarde. Hay gente para todo, pero yo creo que eso es pasarse (y en el parque están de acuerdo).

Para completar el viaje, vimos una pareja de hienas moteadas (foto 20) un elefante (están muy escondidos en esta época), cuatro rinocerontes negros bañándose en un lodazal (foto 21) y, muy fugazmente, un guepardo asustadizo que pasó corriendo delante del coche y no quiso compartir protagonismo en esta historia. A la próxima será, ¡porque Etosha está ahí mismo!
[Nota: la foto 2 y 7-21 son de Silvia, la 1 y 3-6,mías]

miércoles, 9 de marzo de 2011

Por Zambia, sin hacha, ni pala ni cabrestante


© Mark T. Harvey

[NOTA: Esta vez voy a contar una historia ya un poco vieja, que nos ocurrió a mi hermano Pablo y a mí en Zambia en el año 2001. Volveré con cosas de Namibia próximamente]. 

En el año 2001, mi hermano Pablo y yo fuimos a pasar un mes a Zambia. Sin pensarlo mucho, y como queríamos ir por libre, alquilamos un pedazo de todoterreno y nos fuimos a recorrer el país, con la sola compañía de un cassette (sí, he dicho bien) de Bob Dylan (it ain't me babe!) y otro de AC/DC (throw them to the lions!).

Por el camino, conocimos a un zambiano blanco, que nos “invitó” a su campamento, pidiéndonos que le lleváramos unos enseres hasta allí. El campamento -el Buffalo Camp en el parque nacional de North Luangwa- resultó estar en un sitio chulísimo, en un brazo del río Luangwa con abundante fauna. Y, por cierto, tenía el mejor retrete en el que he estado en mi vida: una casetita con tres lados cerrados por pantallas de caña y el cuarto abierto, para admirar el río mientras lo usas. Insuperable.

Después de pasar allí un par de días, la última tarde hablamos con el gerente -un americano mayor más parecido a Jack Nicholson que a Robert Redford- de cómo podíamos hacer para seguir camino hasta el parque de South Luangwa, unos 100 km río abajo. “Muy simple: cruzáis el río dos veces y seguís por la pista”. Ya, claro, pero es que en el río no hay puente, ni nada que facilite el paso; que guasón el americano, ¿no?. Pues no, no era guasa, teníamos que cruzar el río por allí mismo, salir a la orilla contraria, recorrer unos kilómetros de pista y volver a cruzar el río más allá por segunda vez.

Por suerte, el río no era el Luangwa, imposible de vadear, pero sí tenía sus 50 metros de ancho y sus simpáticos cocodrilos. El americano nos preguntó si estábamos bien equipados para hacer el viaje: por supuesto, tenemos una navaja suiza, un cochazo, gasóleo y bocadillos, además de una estupenda brújula, contestamos tan ufanos. Ya, ya, pero ¿y el hacha, y la pala, y el cabrestante? Ummh, mister, ¡no axle, no shovel, no whinch!, se siente... La cara del hombre era un poema, debía pensar que estábamos chalados y que no teníamos ni puñetera idea de dónde nos metíamos. Pero oiga, ¿el camino es bueno hasta South Luangwa, no? Bueno, por ahora este año nadie ha pasado todavía después del final de las lluvias... , todo un consuelo para nosotros.

Esa noche no dormí muy tranquilo, porque me tocaba conducir al día siguiente.

Llegó el día D para el equipo “masters of disaster”, compuesto por mi hermano Pablo y yo mismo, más nuestro cochazo japonés que nos daba toda la confianza que el americano nos negaba con la mirada. Tan someramente equipados, con la navaja, la brújula y un esquemita del camino que teníamos que recorrer, esbozado por el americano, nos lanzamos al río por el punto en el que nos indicaron que era vadeable. ¡Y no se equivocaron! El agua no era muy profunda ni había mucha corriente y, conteniendo un poco la respiración, recorrimos los 50 metros felizmente, saliendo a la otra orilla sin que se nos metiera ningún cocodrilo por la ventanilla ni nada. El coche respondió perfectamente y no se caló, lo que hubiera supuesto un desastre de verdad (no, tampoco teníamos “snorkel”). Saludamos triunfantes a la concurrencia que había salido a despedir a los dos españoles chalados y seguimos el mapita.

Más adelante, de nuevo a cruzar el río. En ese punto, un simpático pescador se ofreció a indicarnos el punto de vadeo. Para él, indicar era meterse él mismo en el río y echar a andar delante del coche para guiarnos, ¡angelito!.Muy de agradecer, pero el problema es que el coche no podía ir tan despacio como él y se podía calar si no acelerábamos un poco, así que nos dedicamos a azuzar al santo pescador para que corriera un poco más, con el agua por las ingles y un coche de dos toneladas pisándole los talones. El afanoso zambiano estuvo a la altura de las circunstancias – y nuestra recompensa también- y pudimos continuar viaje después de haber cruzado dos veces el río.

El resto del camino fue casi coser y cantar, a pesar de que en algún punto la pista estaba cortada por árboles caídos, pero siempre había un rodeo factible. Para completar las emociones, tuvimos que pasar una profunda zanja, que nuestro toyotón superó sobre dos ruedas-tres ruedas-dos ruedas-tres ruedas sin despeinarnos (cosa que es difícil, por otro lado, en nuestro caso).

Ya sabéis, si os preguntan: no axle, no shovel, no whinch! Un costratourero que se precie jamás se preocupa por esas menudencias .

P.D.: hoy en día, 10 años después, llevo en el coche planchas para la arena, dos eslingas para remolcar, una pala, una sierra, un kit de reparación de pinchazos... gracias a otros costratoureros menos abúlicos que yo. Y, por supuesto, un montón de canciones de Bob Dylan y de AC/DC, que es lo más importante.

Pablo, por su parte, sigue yendo de safari con unos prismáticos de bolsillo y una cantimplora por todo complemento. El que sabe, sabe.