viernes, 3 de octubre de 2025

Las onzas del Pantanal de Brasil

 

Orilla del río Paraguay


El agua está templada, pero refresca. Con el calor del principio de la tarde y tras algunas horas de viaje en lancha motora, teníamos ya ganas de parar para darnos un chapuzón. Nos ponemos las gafas de bucear para asomarnos al escaparate tranquilo de este brazo lateral del río Paraguay.

El río se dirige hacia el sur, a la frontera con el país al que da nombre. Aquí, unos 100 km al norte de Corumbá, la ciudad más occidental del estado brasileño de Mato Grosso do Sul, el Paraguay empuja con fuerza en un frente que a veces llega a los 500 m de anchura. Llevamos todo el día remontándolo hacia el norte, dejando a pocos kilómetros al este la frontera con Bolivia.    

Puede haber caimanes, sí, pero son yacarés y no atacan a las personas, aunque puedan llegar a sus 2,5 m de largo. No hay que preocuparse. Inma y yo somos los primeros en bañarnos, cerca de la orilla. El agua nos llega al pecho. Metemos la cabeza buscando los peces que se ven desde la superficie. Hay un grupito de seis, de tamaño mediano, que nos observa con aparente curiosidad. Sí, estoy seguro de conocerlos, los he visto muchas veces….

—¿Sabes lo que son, no? —le digo.

Inma sonríe: —Sí, ¿doradas, no?

Me da la risa: —¡No, son pirañas!

No es un peligro inminente: se supone que atacan en aguas turbias, por la noche o cuando hay sangre o mucha agitación en el agua. Sin embargo Lucas, el piloto de la lancha, dice que lo normal es que se queden escondidas entre la vegetación subacuática de la orilla, por lo que mejor nos movemos a otra parte.


Yacaré 

Bienvenidos al Pantanal, el corazón mojado de América del Sur. Es una inmensa zona húmeda interior de 160.000 km2, una extensión igual a un tercio de la España peninsular, repartida entre Brasil –la mayor parte-, donde estamos, Bolivia y Paraguay. Silvia, Mateo, Inma, Pedro y yo comenzamos un viaje para conocer esta región e intentar ver a sus habitantes más famosos: los jaguares.

Seguimos en el Paraguay y ahora el río bordea los elegantes contrafuertes de la Sierra de Amolar, montañas contenidas que rompen con tonos verdes y marrones la plana fluvial. Unos minutos antes de llegar al destino, la lancha zumba junto a una cabeza redonda que emerge con curiosidad en el centro de la corriente. A nuestro paso, el oscuro animal se espanta y nada hacia la protección de los nenúfares, pero ahora son más bien tres cabezas y tres lomos: ¡nutrias gigantes del Amazonas! Nos echan miradas furibundas y se internan con prisas entre la vegetación acuática.

Cerca de ese punto, en otro remanso del río, florecen las enormes rosas crasas de los nenúfares gigantes entre las hojas de un metro de diámetro que parecen un ejército de elegantes escudos flotantes, verdes y redondos. Por encima de ellos pasean las jacanas, aves pequeñas de largas patas y dedos lobulados, caza de insectos sobre la alfombra flotante.


Victoria amazonica

Al final del día, tras doscientos kilómetros de navegación, arribamos a Acurizal, la remota estación del Instituto Homem Pantaneiro, en el límite del Parque Nacional del Pantanal Matogrossense. Nos acompañan al llegar una piara de pecaríes de mandíbula blanca, comensales de la estación, y una miríada de mosquitos, ávidos de que les alimentemos. Junto a la lancha amarrada, hace guardia Romario, un yacaré grande y también acostumbrado a la gente. Cuando cierra la noche aprieta, una tarántula de abdomen pelirrojo sale a cazar por los senderos, mientras los zorros cangrejeros merodean por los alrededores y un gran búho de Virginia observa todo desde la copa de un árbol. La estación nos acoge durante dos tranquilos días, tras lo que deshacemos camino y nos dirigimos al Este, en la parte sur del Pantanal.


Pecarí de labios blancos (Tayassu pecari)

Tres noches después, circulamos por un camino en un vehículo de safari, junto a otros pasajeros. Hace frío y nos apretamos en el banco corrido, atentos a los erráticos movimientos del foco que maneja el guía, sentado en un asiento giratorio sobre la cabina del todoterreno. Nos hemos alejado mucho de Acurizal, estamos en las cercanías del pueblo de Miranda y del río del mismo nombre.

El vehículo se detiene de sopetón: ha aparecido algo en el campo abierto tachonado de termiteros. Es un verdadero galimatías andante. Mi compañero me mira compungido: ¡no entiendo este bicho! Cuesta un poco ordenarlo en cabeza cabeza-cuerpo-cola. Tiene una cabeza larga y estrecha con dos orejas minúsculas, patorras delanteras y traseras, cola en un arco prolongado y mucho pelo envolviéndolo todo… pero lo peor es que en su lomo hay otro igual, pero más pequeño, como una réplica a escala. Es su cría, que la madre transporta sobre su espalda, tumbada en diagonal sobre ella. Las formas inverosímiles del ensamblaje de tamandúas bandeiras, osos hormigueros gigantes, nos dejan extasiados. Es una de las especies más esperadas del viaje.


Oso hormiguero gigante (Mirmecophaga tridactyla)


En esta enorme propiedad–la fazenda San Francisco, de 15.000 ha-, la mitad del terreno es una reserva de fauna y el resto está dedicada a la ganadería y a arrozales. Los dueños lo han hecho de maravilla y la estancia turística que han creado funciona a todo rendimiento, proporcionado muchos puestos de trabajo, buenos beneficios económicos y un feudo seguro para una fauna riquísima y abundante, ¡incluidos todos los depredadores!. Al mismo tiempo, prosigue la actividad agropecuaria que desarrollan desde finales del siglo XIX.


Capibara (Hydrochoerus hydrochaeris) y garrapatero aní (Crotophaga ani)

Y, aquí, realmente se ven animales: ciervos del pantanal, capibaras, zorros cangrejeros (lobinhos) y yacarés, son muy abundantes, pero también ñandúes, diversos loros y guacamayos, monos capuchinos, pecaríes (catetos), innumerables aves acuáticas, rapaces (también búhos)… y con más suerte –esquiva esta vez, para nosotros-, se pueden encontrar tapires (antas), jaguarundis, el rarísimo arará guasú -el lobo de crin- y muchos otros.


Ciervo del pantanal (Blastocerus dichotomus)

El todoterreno vuelve a parar: por el borde de un canal deambula un felino en busca de roedores y pájaros incautos. Es bellísimo, del tamaño de un lince, con hechuras de pantera estilizada, cola mediana y un deslumbrante pelaje de manchas anaranjadas con borde negro sobre fondo claro: ¡un ocelote! Se deja ver durante unos minutos y a continuación se escabulle con timidez fuera de nuestro alcance. Es impensable ver este animal en cualquier otro lado, más que por una rarísima casualidad, pero que aquí se ve con regularidad en los safaris nocturnos.  

En San Francisco se distribuye con mucha organización a los grupos de turistas en diferentes actividades en torno a la observación de fauna, con un programa establecido de antemano para cada uno. En los cuatro días que nos quedamos, vamos conociendo a muchos guías, especialmente a una trabajadora senior llamada Eliani. Es una mujer madura y recia, de familia de pantaneiros. Se presenta en nuestra primera salida, en la que nos llevan a un galacho del río Miranda -un coruxo- a ver algunos animales y a pescar pirañas. Es una salida populachera, en la que la guía se luce con sus colaboradores. Primero coge uno de los pescados y, sujetándolo en alto, llama por su nombre a una garza cocoi: ¡Magoriii! El ave, silvestre pero acostumbrada a esto y ya preparada en su posadero favorito, se lanza a atrapar el pescado de la mano de la mujer, para asombro de la asistencia. Después hace lo mismo con una rapaz –un busardo urubutinga, color azabache llamado “Negro” - y, como plato fuerte final, hace saltar desde el agua a un yacaré –sin bautizar- para que atrape una de las pirañas que cuelga de una corta caña. Los vuelos y saltos son muy fotogénicos y emocionantes, pero el espectáculo no encaja con nuestro estilo de acercarnos a la naturaleza.


Busardo urubitinga (Buteogallus urubitinga)

Una mañana Eliania nos guía a pie por unas pasarelas de madera sobre la vegetación inundable –varzea- y entre palmeras. Sólo cabemos en fila india y las explicaciones de la guía sólo llegan a los primeros de la línea. Un buen guía tiene que esperar al grupo y procurar que todos oigan lo que cuenta, por lo que no quedamos muy contentos.


Aratinga ñanday (Aratinga nenday)

Sin embargo, a lo largo de diferentes salidas comprobamos que, más allá de todo eso, Eliani es una auténtica apasionada de la naturaleza y disfruta mucho con su trabajo. A Mateo, mi hijo de 8 años, le coge cariño y se preocupa de que vea los animales y pesque buenas piezas en el coruxo. Cuando ve nuestro interés tan intenso por los bichos, se va animando y nos dedica más atención a todos, enseñándonos fotos de sus avistamientos y buscando los pájaros más interesantes. Llegamos a un estado de reconocimiento mutuo.

…O eso creíamos. Una tarde le comentamos que vamos a hacer una saída privativa (una salida particular, sin más turistas) para probar suerte con los felinos al amanecer, porque nos parece que las salidas regulares, son muy tardías.  La guía nos intenta disuadir diciendo que no merece la pena porque los jaguares se ven sobre todo por la tarde o por la noche. Por supuesto, concluimos no hacer ni caso: el amanecer ofrece siempre y en todas partes las mejores oportunidades para ver mamíferos, diga lo que diga Eliani.


Estadísticas de las salidas nocturnas en San Francisco

Salimos al alba los cinco solos en el todoterreno abierto con nuestra guía, ¡que no es otra que Eliani! No nos lo esperábamos, pero aquí está ella muy dispuesta, incluso se ha traído los prismáticos de las grandes ocasiones, que normalmente no saca de paseo. Salimos por la pista principal, avanzando entre pastizales con vacas –y algunos búfalos acuáticos, que son agresivos frente a los depredadores-, intercalados con charcas y pequeños bosquetes. Todo está tranquilo y las lechuzas vuelven ya a sus cajas-nido. Al cabo de un par de kilómetros, Eliani avista un lobinho en el prado a nuestra izquierda. Son dos zorros, de hecho, que huyen al vernos parar, pero dejan atrás un bulto más grande en el suelo. ¿Qué es eso, qué estarían comiendo? Al mirar por los prismáticos, los ojos casi chocan contra las lentes… ¡Lo que estoy viendo! Sentado detrás de un animal muerto, ¡hay un puma! Lo hemos sorprendido in fraganti y nos mira perplejo, Es inconfundible, pardo y con sus característicos belfos blancos. Al segundo, reacciona y se aleja a grandes zancadas… y detrás de él sale otro más pequeño y aún un tercero. Son una madre y sus dos cachorros ya grandes, de dos tercios de su tamaño, que estaban ocultos por su propia presa. Los tres se internan en un pequeño bosquete al fondo de la pradera, por lo que Eliani decide meterse en ese potrero para buscarlos. Conduciendo campo a través en pos de las onças pardas, no hay bache que la pare. No las vemos de este lado de la arboleda, así que retrocedemos y rodeamos el bosquecillo por el lado contrario para ver si han salido por ahí. Llegamos justo cuando los pumas cruzan el camino y pasan a pocos metros del vehículo. Vemos bien la madre y uno de los cachorrones: esbeltos, con largas patas traseras y pequeñas y estilizadas cabezas. Nos quedamos en éxtasis viendo cómo desaparecen entre la vegetación en unos pocos y atléticos saltos.


Puma (Puma concolor) (foto testimonial)

La tarde anterior le había preguntado a Eliani si veían pumas a veces: muy de vez en cuando, son muy tímidos. En concreto, no veía uno desde abril (estamos en agosto). Tenemos una suerte inmensa: en las estadísticas de las salidas nocturnas de la fazenda, la frecuencia de aparición del puma es del 2%; en salidas diurnas no hay cifras, pero debe ser aún menos. ¡Viva Eliani! Lógicamente, nadie hace más comentarios sobre qué momento del día es el mejor para salir a buscar animales…


Camión de safari 

En la fazenda los safaris se hacen por la zona agropecuaria: una matriz de campos de cultivo, bosquetes, cañaverales y pastizales, entreverada por numerosos esteros de unos 10 m de anchura. No es el paisaje más atractivo, pero aquí es más fácil ver animales que en el bosque; incluyendo predadores, que tienen buenas oportunidades de caza en los esteros. Como tantas veces, lo que a primera vista es un ambiente alejado de la imagen utópica de la naturaleza, resulta ser un hervidero de vida silvestre.  


Conduzca despacio: riesgo de animales en el camino

De nuevo toca safari nocturno, ahora con una veintena de personas en un camión todoterreno abierto. Después de ver un ocelote y algunos zorros, llegamos a un cruce de caminos y el guía pide completo silencio a partir de ahí porque puede estar cerca la estrella de la fazenda… y de todo El Pantanal. Al avanzar despacio, un olor inconfundible impregna el aire: hedor a bicho muerto. A la izquierda del camino, en un tupido cañaveral a la orilla de un canal, el guía ilumina los restos de un tapir, abierto como una lubina a la espalda. Apenas quedan huesos y pellejos, debieron matarlo hace ya algunos días. Rodamos unos metros más, tumbando a nuestro paso las hierbas crecidas del camino. El corazón se acelera y los ojos siguen fielmente el vaivén del haz de luz entre las cañas. Paramos. El foco de mano está iluminando una mancha naranja-amarillenta, salpicada de negro, semioculta entre las cañas a pocos metros de distancia. Nos levantamos en silencio para agolparnos al lado izquierdo del todoterreno. La mancha se agita un poco y surge despacio una cabeza maciza sobre un cuello fuertemente musculado. El animal está tumbado, mostrándonos el flanco. Se limpia el pelaje del pecho con la lengua, como un gato remolón, intercalando lametones con sentidos bostezos. En cada uno muestra los rotundos colmillos que rompieron el cuello del tapir, ya consumido. Necesita cambiar de postura, debe llevar mucho tiempo inmóvil. Se levanta con parsimonia y podemos ver su cuerpo al completo: rotundo, puro músculo, un tronco macizo sobre patas algo cortas, cola mediana y una cabeza desproporcionada, grande y robusta, con un morro bastante corto, al igual que las orejas. El dibujo de su piel es de una belleza insuperable: un mosaico de rosetones de color marrón anaranjado y con borde negro, con un punto negro central en los de mayor tamaño, todo ello sobre un fondo más claro, cercano al amarillo. Se da la vuelta y se tumba de nuevo, esta vez mirando en nuestra dirección con sus bonitos ojos de color ámbar. Es una mirada tranquila y con un punto de curiosidad; no está alarmado, no tiene nada que temer… al menos en esta finca. Tenemos delante el motivo porque el que hemos venido tan lejos: un macho de onça pintada, ¡un jaguar salvaje! Es un animal tan poderoso en carne y hueso como lo caracterizan casi todas las culturas americanas.



Jaguar macho (Panthera onca)


Cuando la pantera vuelve a tumbarse para seguir con su digestión, el vehículo da marcha atrás para salir del camino. Giramos en perpendicular al canal y a unos 50 metros el foco ilumina otra cabeza moteada entre una maraña de cañas en una zanja, a poca distancia. Es una jaguaresa, dedicada a descansar con la barriga llena, al igual que su pareja. Esta vez el cuerpo queda oculto por las cañas, sólo vemos que  el animal baja y sube la cabeza con frecuencia. Es difícil verla y más fotografiarla. Además, se diría que no está tan tranquila como su compañero. Observando con detalle con los prismáticos, descubro por qué: una zarpa pequeña, de un color más apagado que el de la hembra, aparece intermitentemente sobre su cara. No puede ser su propio brazo. Un instante después aparece una cabecita junto a la de la hembra: ¡tiene un cachorro! La cría está jugando a atrapar la cabeza de la madre y ella se muestra paciente. Los jaguares no forman manadas, pero aquí tenemos un macho y una hembra con su cría a pocos metros unos de otros. Quizás sea el macho el padre de la cría, porque de otro modo él podría haber matado ya a la cría. La hembra y la cría no cambian de postura y al cabo de unos minutos nos retiramos para dejarlos tranquilos.

Nos vamos a dormir felices. Hemos venido con el objetivo principal de ver este animal en su medio, y hemos conseguido ver tres gracias al buen hacer de la gente del Pantanal, que sabe que conservar su patrimonio natural es fundamental para preservar también su propio modo de vida.


Quebra-torto (desayuno) pantaneiro

No era fácil, porque aquí en la parte sur del humedal, a diferencia de lo que sucede en el norte, los jaguares no están habituados a la presencia humana (excepto en la fazenda Caimán). A cambio, en el sur se ven más especies de animales en el norte y, sobre todo, no hay turismo masificado, no se amontonan las barcas en torno a cada jaguar que se deja ver. Ambas cosas están bien, pero cada uno que elija lo que va con él o con ella; nosotros hemos escogido lo difícil… y nos ha gustado mucho.


Ameiva ameiva

Es la última tarde de campo del viaje. Hemos vuelto a la casilla de salida, a la fazenda donde dormimos el primer día. Paseamos entre las balsas de la piscifactoría que constituye la actividad principal de la finca, viendo pájaros y los últimos yacarés y capibaras. Los impresionantes guacamayos jacinto, de color azul cobalto, sobrevuelan la estancia hacia su dormidero. Sabemos que también en esta misma fazenda una hembra de jaguar se oculta en el bosque que hay tras las construcciones de la granja; es estupendo pensarlo.


Tucán toco (Ramphastos toco)

Llegamos a la última balsa, junto a la linde de un bosquete que queda un poco más abajo, al pie de un terraplén. Algo me hace parar en seco: hay un mamífero pequeño y casi negro entre los árboles, que se ha detenido al verme aparecer; se sienta, intentando pasar inadvertido. Al moverme para colocarme los prismáticos, huye. Carece prácticamente de cola y tiene unas almohadillas plantares claras, con varios dedos, como un felino o un cánido, pero no consigo verle bien la cabeza antes de que desaparezca en el bosque como un fantasma. Los demás también lo han visto y tienen más o menos las mismas impresiones. Por la forma en que ha reaccionado y se ha movido, es seguro que era un carnívoro y no un agutí ni una paca. El color tampoco encaja con estos. Una tayra no podía ser por la ausencia de cola y tampoco corría como un mustélido. Era algo más pequeño que un zorro y más oscuro, desde luego. Tengo una sospecha… pero me parece una idea muy descabellada, ¡no puede ser!

Hablo con Eidinho, el vaquero que atiende a los huéspedes en la fazenda y que, por una enorme casualidad, es hermano de Eliani, la guía de San Francisco. Le cuento lo que hemos visto y juntos repasamos qué animal podía ser, pero no le menciono el que en realidad creo que es para evitar sugestionarlo o que me dé la razón sin más. Cuando ya hemos descartado todas las especies más comunes, Eidinho comenta:

—Pode ser também o cachorro vinagre…

—¿Cachorro vinagre? —. Ese es el nombre brasileiro del perro del Amazonas.

—Pero ese es un animal rarísimo, ¿no?, que vive en el corazón del Amazonas principalmente.

—Sim, mas aqui os vemos às vezes.

—¿Pero viven en manada, no? Era un ejemplar solo.

—Não, aqui vemos apenas um ou dois.

Busco el perro del Amazonas en la base de datos de inaturalist. El mapa me muestra un par de citas justo a unos 100 km al norte de donde estamos… Y eso es lo que creo que era. No daré la cita porque no estoy seguro al cien por cien, ni tengo pruebas, pero estoy convencido de que hemos visto fugazmente un animal del que no había ni siquiera vídeos en libertad hace 25 años. 

El viaje termina. De vuelta en Campo Grande, la capital de Mato Grosso do Sul, sale a despedirnos una pareja de guacamayos azuliamarillos sobre la avenida que lleva al aeropuerto. Brasil es un inmenso tesoro natural. Queda mucho por ver.


Armadillo de seis bandas (Euphractus sixcinctus)


Homo viator, para servirles




martes, 27 de agosto de 2024

Uganda: gorilas, chimpancés y una cena moderna



“Sobre la marcha”… podría haber sido perfectamente el lema de aquel viaje, porque sólo habíamos definido los objetivos, que eran dos: ver gorilas de montaña en Bwindi y chimpancés en Kibale (ambos en Uganda); los detalles… pues ya los iríamos definiendo día a día.

Pero antes de eso hubo una primera parte de esas vacaciones africanas de 1998, organizadísima por Pablo y por mí mismo: un safari memorable con toda la familia (los ocho hermanos y hermanas, tres novias/acompañantes y nuestros padres) por Kenia durante diez días, en el que vimos prácticamente de todo: hienas quitándole la presa a las leonas en Amboseli, leopardos patrullando entre las brumas en Aberdares, verticales gerenuks emulando a las jirafas ramoneando en Samburu, murcianos desprevenidos paseando a pie por las inmediaciones del río Mara en el Masai Mara… En fin, lo pasamos mejor que nunca y vimos muchísimos animales en lugares espectaculares.

Foto 1. Fernández Aransay, más Rocío y Natalia, tentando a los leones en Amboseli (soy el primero por la derecha; falta JJ, que estaba haciendo la foto).

Foto 2. Maribel y Pepe sonrientes listos para su primera noche en una tienda (de las buenas, eso sí) en el Masai Mara. 


[Desgraciadamente, también fue el verano en el que Bin Laden irrumpió en la escena mundial de la crueldad haciendo volar simultáneamente las embajadas de EE.UU en Nairobi (Kenia) y en Dar es Salaam (Tanzania); afortunadamente, no estábamos en la ciudad ese día y sólo presenciamos, desolados e incrédulos, las noticias en televisión.]

Así que organizar esa primera parte del viaje debió dejarnos agotados, porque para la segunda no habíamos movido ni un dedo antes de volar a Kenia.

Al término del safari (10 de agosto) casi toda la familia regresó a España, quedándonos sólo otro hermano (Luis) y su novia, que se fueron a Mombasa a pasar unos días de playa, y tres hermanos más, José Javier (JJ), Pablo y yo (con 36, 28 y 26 años respectivamente) que seguiríamos viaje hasta Bwindi, en la vecina Uganda. Durante las primeras etapas Pablo nos haría de guía, ya que había hecho un viaje en overlander (camión para grupos) por estos lares recientemente e incluso había ido a ver los gorilas en Zaire (que así se llamaba la actual República Democrática del Congo o RDC hasta mayo de 1997, fecha en la que el mítico dictador Mobutu Sese Seko huyó ante la llegada de Kabila padre a Kinshasha). Todo lo demás lo improvisaríamos; no teníamos nada planeado, ni mucho menos reservado.



Foto 3. Aunque lo pueda parecer, no estábamos organizando nada (Pablo, JJ y yo).


Pero no íbamos en realidad tan a lo loco, no; habíamos pedido consejo muy diligentemente en el consulado de España en Nairobi. Allí, tras anunciar nuestra intención de ir a Uganda por tierra y por nuestros propios medios para ver gorilas en Bwindi, recibimos una clarísima recomendación: un simple y terminante “¡no vayáis!”, en razón de la situación de guerra[1] que se vivía en la vecina RDC y que salpicaba a Uganda, donde también se habían producido algunas escaramuzas bélicas. Curiosamente, esas indicaciones coincidían con las de un guía español con aspecto de Cocodrilo Dundee, probablemente curtido en mil safaris, que nos topamos en un comercio en Nairobi, que nos puso una formidable cara de asco cuando le preguntamos qué le parecía nuestro irresistible plan y que sentenció que “eso no se podía hacer”. Con estos tranquilizadores fundamentos, no podíamos más que ratificarnos en nuestra decisión, lógicamente: ¡nos íbamos a Uganda!

Lo único con lo que contábamos por el momento era un seguro de viaje (¡eso siempre!), una mala tienda de campaña mercada en los precarios comercios de camping de Nairobi y algunos utensilios de cocina. De lo principal, dinero, sí teníamos, por suerte. También habíamos apalabrado para tal empresa un pequeño todoterreno con un contacto de uno de los guías del safari familiar previo, un tal George de una muy pequeña y cuasi-miserable compañía de safaris local de Nairobi, que en breve pasó a ser “George de la jungla” para nosotros.


Foto 4. Vosotros a Mombasa y nosotros a Uganda (Pablo, JJ, Luis, Natalia y yo.


Como nos quemaba ya el trasero tras un par de días de ínterin en Nairobi (visitamos el Parque Nacional de Nairobi y descubrimos los famosísimos espaguetis al bidé, entre otras cosas) y queríamos poner rumbo a Bwindi cuanto antes, nos largamos de la ciudad, un buen 12 de agosto, en un turismo que nos proporcionó nuestro querido George mientras conseguía algo mejor. El primer par de días visitamos el lago Naivasha, el Parque Nacional de Hell’s Gate y Elsamere (la fundación de Joy y George Adamson, los famosos cuidadores de la leona “Elsa”, sobre lo que versan el libro y la película “Born Free/Nacida libre”). Por fin, George nos trajo a Hell’s Gate el todoterreno que esperábamos: un Maruti Suzuki Gypsy (como un antiguo Suzuki Samurai, precursor del Jimny actual; es decir, un microbio básico en términos de 4x4), que nos quedamos para 18 días por 1.180 dólares (¡lo que eran 178.000 pesetas al cambio en aquel entonces, una fortuna!). El coche estaba bien cascadito, pero el presupuesto no daba para más y nos haría un buen apaño en las penosas carreteras de Kenia[2] y aún más en las montañas de Uganda, donde el 4x4 sería poco menos que imprescindible previsiblemente.

Foto 5. Pablo y yo de paseo a pie en Hell's Gate National Park (Kenia).

Pasamos de nuevo por Nakuru, sin visitar el Parque Nacional porque ya lo habíamos hecho con toda la familia, y cobramos algunos de nuestros flamantes “traveler’s checks”[3]* en el Barclays del pueblo. Con dinero fresco, encaramos las colinas de Nandi para llegar a la selva de Kakamega[4] (¡mi primera selva!...y la única que queda en Kenia). Allí contactamos al guía Wilberforce, conocido ya de Pablo, que nos enseñó lo fantástica que es esta selva… ¡por la noche! A la luz de las linternas dimos un buen paseo, incluyendo un pequeño desvío para no pasar por debajo de una venenosa víbora rinoceronte que descansaba sobre una rama baja, y con una parada en un claro donde disfrutamos del espectáculo de miles de luciérnagas poniendo ritmo a la oscuridad y epatando a las estrellas que nos iluminaban desde la dirección contraria. De vez en cuando se oían animales moviéndose en la maleza, pero no vimos ninguno.

Tras la caminata, Wilberforce nos mostró algunos escarabajos goliat (Goliathus goliatus) de su colección particular y tuvimos la bola extra de ver una civeta (Civettitis civetta) que merodeaba por detrás de su casa. Otro “extra” inesperado fueron las hormigas de la marabunta (Dorylus sp., supongo) que nos mordieron con toda la desagradable fruición de las que son capaces (la cabeza de esta hormiga se queda haciendo presa en las carnes del atacado, aunque se le haya cercenado el resto del cuerpo). A la mañana siguiente Wilberforce nos mostró la selva de día, en todo su esplendor ornitológico, con muchas y bellísimas especies de aves que conocía bien, incluyendo turacos, abejarucos, calaos y muchas otras. Algunas especies son exclusivas de este bosque en todo el país, siendo más propias de las selvas de África ecuatorial central y occidental. Kakamega también es un excelente sitio para ver primates y nos topamos con samangos o cercopitecos azules (Cercopithecus mitis), cercopitecos de cola roja (C. ascanius) y colobos guereza o blanquinegros (Colobus guereza).  Para completar el tour, visitamos una mina abandonada habitada por muchísimos murciélagos de herradura; en su interior, uno de ellos esperó precisamente a que yo comentara que era imposible que chocaran con nosotros gracias a su sistema de ecolocalización, para estamparse torpemente contra mi ojo, ¡sólo para desmentir a un biólogo de salón!

Foto 6. JJ, Pablo y Wilberforce de paseo por Kakamega.


Salimos de Kakamega con pena, porque es un sitio maravilloso, para dirigirnos ya a Uganda. Una vez en ruta nos dimos cuenta de que Pablo olvidó pedirle a Wilberforce que le devolviera su linterna frontal (era de esas grandotas con pila de petaca, ¡lo mejor que había en el momento!), por lo que el hombre quedó rebautizado como “Wilber-torch” a partir de entonces. Seguro que sigue iluminando la selva con su luz cenital y su turbante blanco.

Hicimos noche en Kisumu, a orillas del gigantesco Lago Victoria (de una extensión sólo algo menor que la de Castilla-La Mancha). En el restaurante del camping, nuestra nueva amiga Farusia se dedicó a hacerle ojitos a Pablo insistentemente, para deleite de JJ y mío que asistíamos muy divertidos a la función, pero sus dardos de amor no dieron en la diana esa noche.

Al día siguiente (16 de agosto), llegamos por fin a la frontera de Kenia con Uganda en la localidad de Busia. Las espesas formalidades nos llevaron hora y media y 50 US$ (agradecimos a George que no nos hubiera facilitado toda la documentación necesaria para el cruce de frontera), ¡pero ya estábamos en Uganda! Un país profundamente verde, con mosaicos de bosques y cultivos cubriendo interminables colinas que mostraban una tierra roja allí donde la vegetación dejaba ver el sustrato; por todas partes había paisajes muy hermosos y gente muy abierta y amable. Tan bonito es el país que antiguamente se le conocía en Europa como “la perla de África” por cuño del inefable Winston Churchill.

Nosotros, para empezar, nos llegamos hasta Jinja, de nuevo en la orilla del Lago Victoria. En las afueras de esta ciudad estaban antiguamente las cataratas Ripon, lugar en el que el explorador británico Speke situó por fin las fuentes del Nilo, cuya localización exacta tantos quebraderos de cabeza habían causado desde tiempos de los romanos [en realidad eran las fuentes del Nilo Blanco; las de la otra rama del Nilo, el Azul, se sitúan en el lago Tana en Etiopía]. Tanto que incluso provocaron el suicidio del propio Speke… pero esa es otra historia. Baste decir que las cataratas quedaron sumergidas por la construcción de una presa en los años 50 del pasado siglo XX (que era en el que estábamos entonces). Pablo y yo homenajeamos a todos los buscadores de las fuentes del Nilo sumergiéndonos brevemente en sus aguas, cerca de los rápidos. Con ello demostrábamos nuestra ciega confianza en la palabra de los paisanos que allí apuraban el domingo de que los cocodrilos no gustan de estas corrientes. Hubo suerte: no nos comieron y pudimos asistir a continuación al espectáculo exuberante de miles de grandes zorros voladores (“straw-coloured fruit bats”, Eidolon helvum) que salían de las islas de los rápidos al anochecer para ir a alimentarse en los frutales de la zona. Murciélagos tremendos, ¡de hasta 76 cm de envergadura!

Al día siguiente llegamos a la capital, Kampala, donde nos dirigimos directamente a las oficinas de la Uganda Wildlife Authority a ver qué podíamos conseguir respecto a los gorilas. Allí, un funcionario que estaba muy ocupado viendo páginas sobre Lady Di - muerta el verano anterior - en internet (para cosas así servía la red en aquel entonces, pero no para organizar viajes…), nos informó de que no quedaban permisos para los gorilas y que en Bwindi había una lista de espera de 30 ó 40 personas, ya que sólo se daban cuatro permisos diarios. Nos proporcionó una lista de agencias de viajes con licencia para ver gorilas y nos pusimos a llamarlas por teléfono una a una, recabando muchas negativas y respuestas burlonas a veces, hasta dar con una –cuyo nombre no cito porque todavía existe- que afirmaba disponer de permisos. En la cutrería de oficina de esta empresa nos plantamos y entendimos –entre oscuros circunloquios- que tres clientes habían cancelado y que tenían un permiso para el día 24, uno para el 25 y uno para el 26 de agosto, al precio de 160 US$ cada uno (hoy en día, en 2024, el permiso cuesta 800). Quedamos en estar en el camping de su compañía, a la entrada de Bwindi, el domingo 23 por la noche y que ahí mismo pagaríamos … si había suerte. Nada claro, pero mejor que irse con las manos vacías, desde luego.

Nos marchamos de Kampala manteniendo los ánimos a pesar del varapalo de los permisos y a dos horas de la capital, en Mubende, terminó definitivamente el asfalto y abordamos las pistas de tierra. El último tramo lo hicimos ya de noche y con fuertes lluvias, hasta el pueblo de Fort Portal, en las estribaciones de las míticas Montañas de la Luna, ¡el Rwenzori!  Fort Portal está cerca también de la frontera con la RDC y su guerra; al respecto, nos contaron al llegar que la ciudad de Kasese, 70 km al sur y en la ruta a Bwindi, fue arrasada por guerrilleros congoleños sólo 10 días antes. Glups… igual los del consulado y Cocodrilo Dundee sabían de qué hablaban.

Pero no nos achicamos, continuamos con el nuevo día al lago Nyabikere (con monos vervet orientales Chlorocebus pygerythrus y loros grises de cola roja o “yacos” Psittacus erithacus) y a Bigodi, ambos alrededor del Parque Nacional de Kibale. En Bigodi visitamos el homónimo Wetlands Sanctuary con un guía comunitario muy bueno, con el que tuvimos la suerte de ver las siete especies de primates diurnos del lugar en un bosque inundado (el pantano de Magombe) en el que abundaban los papiros y donde también se veían multitud de aves, con el bonito Turaco de Ross (Musophaga rossae) como enseña. Los primates eran: papiones oliva (Papio anubis), los mencionados vervet orientales, cercopitecos de L’Hoest (Allochrocebus lhoesti), los raros y amenazados colobos de Tanzania (Piliocolobus tephrosceles), mangabeys de mejillas grises (Lophocebus albigena), guerezas y cercopitecos de cola roja. A veces los chimpancés también visitaban el santuario, pero no cayó la breva ese día. Con los ingresos de estas visitas, en el Kibale Association for Rural and Environmental Development (KAFRED)[5] habían hecho una biblioteca muy maja donde también vendían camisetas de la reserva.


Foto 7 

En Uganda, más allá de Kampala, no existían los supermercados y, mucho menos, las neveras. La carne había que comprarla en las carnicerías locales de los pueblos, donde se exhibían enormes piezas de carne vacuna con las inevitables moscas, que tenían estampado -eso sí- sellos de las autoridades sanitarias para nuestra tranquilidad. Pablo y yo solíamos encargarnos de esas compras, pero en una de esas mandamos a JJ y volvió al coche con las manos vacías diciendo que no estaba en buenas condiciones, así que le explicamos que esa era toda la carne que íbamos a encontrar y se avino a razones finalmente. Pablo solía acometer la cocina diariamente, pero echaba de menos el ajo, así que pasamos por varios mercados pueblerinos vociferando el nombre de este condimento en suajili: “vitunguu saumuuuuuu”, a ver si alguien nos vendía un poco, pero no lo encontramos por ningún lado... o no nos entendieron, que también es posible.

Al día siguiente a la visita a Bigodi nos plantamos en el centro de visitantes de Kanyanchu del Parque Nacional de Kibale, que reúne la mayor diversidad de primates de África oriental (13 especies). Dimos un paseo guiado por los alrededores del centro, a media mañana; al poco, nos sonrió la suerte y encontramos dos chimpancés machos subidos a un gran árbol, muy altos (Pan troglodytes schweinfurthii). Eran los primeros que veía en mi vida, así que no cabía en mí de la alegría. El dedo índice tieso de uno de ellos lo identificaba como Katungana, el macho dominante más grande de los grupos habituados a los turistas por entonces, al que acompañaba Katomi, un amigo. Se quedaron una media hora desparasitándose mutuamente y luego se pusieron a comer otro tanto de tiempo, para finalmente descender y alejarse andando por el suelo… No hay palabras para explicar la emoción que sentimos y creo que ellos nos correspondían, ya que uno nos lo hizo saber defecando desde las alturas en el hombro de Pablo. Sic transit… En aquel entonces se hablaba de 600 chimpancés en el parque, que se han convertido en 1.500 hoy en día (y 5.000 en todo el país).

Alcanzado uno de los dos grandes objetivos del viaje y más contentos que unas pascuas, seguimos hacia el Parque Nacional Queen Elizabeth.

Al pasar por Kasese –el pueblo atacado por la guerrilla congoleña- vimos columnas de militares reclutando civiles por la carretera… una visión estremecedora que nos heló el cuerpo. No obstante, nadie nos interpeló y proseguimos sin detenernos. Llegamos a la puerta de Kabatoro del Queen Elizabeth tras dejar atrás las orillas del lago George, con sus manadas de búfalos (Syncerus caffer) y de kobos de Uganda (Kobus kob) y continuamos hasta el poblado de Mweya, en una peninsulilla del lago Eduardo. Vimos abundante fauna por la zona oriental del Parque (Kasenyi), incluyendo leones, hipopótamos y elefantes e hicimos un safari acuático muy bonito en barco por el canal de Kazinga, viendo además de los mamíferos muchas aves chulísimas como garzas Goliat (Ardea goliath) y rayadores africanos (Rhynchops flavirostris). En uno de los paseos en coche nos topamos con una piara de los gigantescos y muy peludos cerdos de bosque o hiloqueros (Hylochoerus meinertzhageni), que son los mayores cerdos salvajes que existen, con machos que llegan a los 275 kg de peso y 1,1 m de altura. Son imponentes y mucho mayores que los omnipresentes facóceros (Phacochoerus africanus), que por cierto teníamos que achuchar para que no se comieran nuestra comida a la hora de cocinar en Mweya.

En uno de nuestros recorridos pinchamos una rueda y una pandilla de niños y niñas aprovecharon la diversión gratuita a fondo, subiéndose por todas partes a la Maruti. Como no había manera de hacerlos bajar de todos los salientes del coche, recurrí a mi suajili básico para anunciarles, literalmente, que yo era el muzungu (es decir, el guiri, el blanco) que comía niños. Efecto inmediato: los niños salieron de estampida completamente despavoridos; espero que no los traumatizara demasiado…

En la garganta de Kyambura –también parte del Queen Elizabeth N.P.- hicimos un infructuoso intento de ver más chimpancés con un guía absolutamente nefasto, pero sólo vimos un hipopótamo furtiveado con un lazo en una pata e hinchado como un odre (la carne es muy apreciada en los banquetes de bodas) y recibimos una estúpida fábula mal contada de boca de nuestro cicerone.

Esa tarde nos mudamos al sector de Ishasha en el sur del Parque, confiados en las indicaciones de que tan sólo tardaríamos un par de horas en recorrer el centenar de kilómetros que separan ese campamento del de Mweya. Para más inri, nos echamos una buena siesta y cometimos la imprudencia añadida de salir a las seis de la tarde… ¡cuando anochecía a las siete y media! Definitivamente, el Lariam nos estaba nublando un poco la sesera. El Lariam era la medicación en boga en el momento como profilaxis para la malaria y que producía todo tipo de efectos secundarios, incluidos los psicotrópicos y unos sueños rocambolescos, que incluso han dado lugar a grupos de rock (Lariam Dreams). Pagamos caro nuestra imprudencia: el camino hasta Ishasha era infernal, lleno de baches y medio inundado por las lluvias. Tardamos 3,5 horas en recorrerlo, dos de ellas en la oscuridad y por el interior del parque nacional, con abundante fauna de todo tipo. En la noche nos topamos con una hiena (Crocuta crocuta) y con un búfalo parado en medio del camino, al que me negué a pitar como sugería alguno para que se quitara del camino, y empezaron a aparecer cagadas frescas de elefantes que nos pusieron muy nerviosos… con razón, porque a los elefantes no les hace muy felices ver coches moviéndose por la noche y nos avisaron de ello barritando fuertemente. Que te eche la bronca un elefante que no puedes ver en las tinieblas, no se lo recomiendo a nadie.

Para rematar el panorama, cuando paramos para escudriñar las luces del poblado de Ishasha que ya se atisbaban en lontananza… ¡resultaron ser llamas en el horizonte! Estando en la mismísima frontera con la RDC y con la situación bélica mencionada, el fuego nos hizo temer que los rebeldes hubieran atacado Ishasha también. No obstante, parecía mejor continuar adelante que pasar una noche de espanto en el minúsculo coche en medio del parque nacional, a merced de los elefantes enfadados y otros posibles encuentros, así que con prudencia llegamos a la puerta de Ishasha… para encontrarla cerrada a cal y canto. Al minuto aparecieron unos guardas salvadores –agradecimos mucho que no fueran guerrilleros congoleños- para decirnos que no se podía entrar (eran las 21:30 y estábamos desquiciados tras la desagradable experiencia), pero que podíamos acampar por allí mismo, a la buena de dios. Al fondo se oían rugidos de leones que nos decían claramente: “sí, sí, poned vuestra cochambre de tienda ahí, que lo vamos a pasar muy bien juntos”, así que, sin que sirviera de precedente, procedimos a sobornar a los guardas con 20 dólares para que nos dejaran dormir en el suelo de su caseta, que se nos asemejaba punto por punto a la casa de ladrillo del cerdito trabajador en ese momento. No nos dio tiempo a plantarla, porque inesperadamente apareció el manager del campamento y nos permitió entrar, abriéndonos incluso una “banda” ( bungalow) para que pasáramos la noche. Nos comentó que el fuego que habíamos visto era pasto que estaban quemando los furtivos para dirigir la fauna hacia donde les interesaba. El mismísimo arcángel San Gabriel no le llegaba a los talones a este señor.

El día siguiente lo pasamos dando vueltas por Ishasha, con una guapísima ranger armada –con el consabido Kalashnikov- que nos colocaron en el coche para nuestra seguridad, ya que sólo nos separaba de la RDC el propio río Ishasha. El deterioro de la pobre Maruti iba avanzando y el tubo de escape hacía un ruido que debía espantar a los animales más remilgados, por lo que no vimos leones ni otros predadores. Tampoco conseguimos encontrar los picozapatos (aves) que había en la zona (“Lake Edward’s flats”). Sí vimos en varias ocasiones más cerdos de bosque gigantes, que incluso confundimos de lejos con terneros de búfalos cafres de tan grandes que son.

Al segundo día por la tarde –ya era 23 de agosto- marchamos hacia Bwindi definitivamente, llegando por la tarde al pueblo de Buhoma, en las puertas del Parque Nacional (Bwindi Impenetrable Forest National Park es el nombre completo, aunque Bwindi ya significa “Impenetrable” en la lengua local llamada runyakitara). Estábamos en la esquina SO de Uganda, casi en las fronteras con la RDC, al O, y con Ruanda, al S, en las estribaciones de las montañas Virunga, con picos en el parque que alcanzan los 2.600 m.s.n.m. Bwindi es una pluviselva relicta del pleistoceno (con 25.000 años de antigüedad), que alberga la mitad de la población de los gorilas de montaña de la subespecie Gorilla beringei beringei[6].

Llegamos puntuales a nuestra cita y nos instalamos en el campamento de “nuestra” agencia de viajes, pero el responsable que estaba allí negaba ser la persona a la que nos encomendaron en Kampala. Resignados, fuimos a pagar la entrada al parque a las oficinas (40 US$ por barba para 2 ó más días) y nos apuntamos a la lista de espera para ver los gorilas… detrás de otras 40 personas. Se daba la circunstancia de que en aquella época Bwindi era el único sitio donde se podían ver gorilas de montaña, puesto que la RDC y Ruanda estaban cerradas al turismo por la guerra.

Dimos una vuelta vespertina por una senda “auto-guiada” que recorría un trozo de selva con espectaculares helechos arborescentes y una gran variedad de árboles, algunos con pinchos tremendos (que le pregunten a JJ que se apoyó en uno…) y Pablo y yo aprovechamos para darnos un chapuzón en un arroyo de montaña. Esa noche hubo un tormentón que nos hizo temer que fuéramos a salir flotando con tienda de campaña y todo… pero la tienda aguantó y las laderas de la montaña también.

La noche debió hacer reflexionar al jefe del campamento, que al día siguiente sí reconoció ser nuestro hombre en Bwindi, pero nos confesó que no tenía los permisos todavía y que estaba en ello… chamusquina de la buena. Nos apañamos un guía y nos fuimos a dar otra vuelta por la selva. Al poco de empezar, el guía nos sugirió cambiar el recorrido previsto (por el camino principal) y desviarnos hacia la ruta “autoguiada” de nuevo… El motivo era que había un grupo de gorilas que habían salido del bosque para plantar sus reales en el camino principal, en un claro junto a la puerta de entrada al Parque, y no querían que pasáramos por allí ya que había otros turistas de pago (con sus permiso ya abonados) que los estaban viendo en ese momento. Tras un largo desvío por el bosque, acabamos volviendo por otro lado al punto donde estaban los gorilas, para gran enfado de los guardas que acompañaban a los turistas apoquinadores. Uno de estos guardas se dedicó a ponerse de puntillas y a extender los brazos para intentar taparnos la visión; detrás de él sonó una rama quebrándose y, poniéndome de puntillas yo también, conseguí ver un par de crías de gorila que estaban subidas a un arbolito muy tranquilas, a escasos metros de nosotros. ¡Gorilaaaaaaaas! Me volví para decirles a Pablo y a JJ que miraran los gorilas, quienes respondieron echándome una mirada como si me hubiera vuelto loco. Intentamos ver al resto del grupo, pero no estaban a nuestra –limitada- vista y nos tuvimos que conformar con otro minutillo de ver los dos gorilitas, a pesar de la insistencia de los guías para que nos marcháramos.

Felices como nunca, volvimos al campamento, donde el jefe nos dio la buena noticia de que al día siguiente a las 11 de la mañana podríamos ir a ver los gorilas… con permisos, y la mala de que no aceptaban traveler’s checks como pago, que es el único dinero que teníamos encima, aparte de algunos dólares sueltos. Pablo y yo decidimos ir al banco en Kihihi, a unos 40 km, a toda pastilla porque eran las 14:15 y cerraban a las 15:00. No sé cómo no nos matamos, ni atropellamos a nadie por el camino: recorrimos esos 40 km de pista de montaña (habitada por mucha gente) a tumba abierta, sacando chispas a la fatigada Maruti, pero conseguimos llegar a tiempo al banco y cambiar los cheques por efectivo. A la vuelta nos lo tomamos con más calma e incluso paramos a comernos unos plátanos para celebrarlo. En realidad, la Maruti había hecho su último gran servicio… aunque de eso todavía no éramos conscientes, ni del tremendo peligro que corrimos en esa galopada por el mal estado del coche.

Por la noche nos dimos un auténtico homenaje para celebrar que íbamos a poder ver los gorilas: tras una muy necesaria ducha en unos baños públicos (a 2 US$ por barba) fuimos a cenar al “Buhoma Modern Restaurant”, regentado por el colega Livi, al que habíamos puesto sobre aviso el día anterior para que nos preparara un pollo a la bwinduesa. El restaurante estaba en el propio pueblo y consistía en una habitación de 2x2 m, con una mesa y un candil; todo para nosotros, claro, que éramos los invitados de lujo…y también los únicos. Livi estaba encantado de servirnos, aunque le pusimos en un pequeño aprieto al pedirle cubiertos, eventualidad que en ningún modo había previsto y que le llevó un buen rato solventar. Durante las dos horas que tuvimos que esperar a que la cena estuviera lista - a pesar de haber hecho el encargo el día anterior -, nos reímos muchísimo juntos comentando cosas sobre nuestros respectivos países. Le hacía mucha gracia que la cara del rey estuviera impresa en las monedas (¡de pesetas, claro!) que le mostramos, por ejemplo. Finalmente llegó la comida… y resultó no ser pollo si no gallina del imserso, con una carne más apropiada para confeccionar un sólido balón de caucho que para una digestión humana; pensamos en probarle a Livi las propiedades elásticas de su cena midiendo científicamente su rebote contra el suelo, pero no nos pareció de muy buena educación y nos la comimos en buena lid, con abundante vino de palma y muchas risas gracias a la inmejorable compañía.

Y llegó el día esperado, en el que íbamos a cumplir el segundo objetivo del viaje: ¡ver gorilas de montaña! Bueno, ya habíamos atisbado un par de crías, pero ahora podríamos disfrutar de un encuentro en condiciones… o eso esperábamos. Pablo y yo pagamos los 175 US$ del permiso al jefe del campamento directamente, pero JJ juzgó que no le quedaba ya dinero suficiente para el resto del viaje y renunció a ver los gorilas, a pesar de nuestros intentos de que se sumara a la bancarrota. Pablo y yo preferíamos comer plátanos – como efectivamente tuvimos que hacer en algunos momentos- que quedarnos sin ver a los gorilas. A las 9 vimos como los demás turistas se iban a ver los gorilas, mientras que nosotros nos quedamos haciendo tiempo y sin hablar con nadie hasta las 11, como nos habían dicho, cuando marchamos a la puerta del parque a reunirnos con los guías. Ya se habían despejado las incógnitas y estaba claro que nos iban a llevar de matute, cosa que, para descarga de nuestras conciencias, no supimos hasta el último momento… aunque rumiáramos que algo raro se estaba cociendo.

En la puerta del parque nos esperaba un guía, uno sólo, no los 3 guías (armados) y los 3 rastreadores que conformaban el acompañamiento normal de cada grupo de turistas gorilófilos. Nuestro guía era un rastreador que ni siquiera llevaba machete, para no hacer ruido y que nadie nos pillara in fraganti. Hicimos una maniobra de despiste para que si alguien nos viera pensara que íbamos por el camino principal y nos adentramos en el bosque campo a través, prácticamente corriendo ladera arriba para alejarnos cuanto antes de cualquier testigo inoportuno. El guía llevaba botas de goma y parecía no pisar el suelo de lo deprisa que progresaba, mientras que Pablo y yo, con botas de montaña de última generación (fijo que eran Chiruca), lo seguíamos como mal podíamos, echando el bofe y sudando a chorros, dando un largo rodeo para llegar a la zona de los gorilas discretamente.

No hay mal que por bien no venga, porque pudimos imbuirnos realmente de la selva de este modo y también comprobamos en nuestras carnes que todo estaba cosido de lianas y raíces, con las que nos enganchábamos y tropezábamos una y otra vez. En los claros, los pies se hundían en los arbustos sin llegar a tocar el suelo en ningún momento. Nos sentíamos como en una película de aventuras.

Al cabo de una hora empezamos a ver rastros de gorilas, pero el guía callaba y nosotros solos no podíamos saber si eran frescos o viejos. Transcurrió media hora más trepando y comenzamos a preocuparnos y enfadarnos por si el guía nos estaba timando o metiéndonos en algo mucho peor[7], pero pedía que confiáramos en su palabra y objetó que era mucho más difícil encontrar a los gorilas sin la ayuda de otros rastreadores.

A las dos horas de estar subiendo llegamos al borde de un claro donde encontramos un arbusto recién pisoteado, lo que por fin nos hizo ver las cosas de otro color. Entramos en el claro y el guía nos pidió que esperáramos sentados mientras iba a echar un vistazo. En ese momento, Pablo y yo no pudimos evitar pensar cómo íbamos a salir de allí si el guía desaparecía… cuando oímos en la parte más alta del claro el grito de un gorila golpeándose el pecho, ¡los habíamos encontrado!

El guía regresó por nosotros y subimos juntos a la cabecera del claro. Al principio sólo veíamos una maraña de plantas, pero de repente vimos a unos 3 m de nosotros una gorila hembra mirándonos despreocupadamente. El cansancio, los nervios y la desconfianza se esfumaron súbitamente y entramos en otra realidad,  deslumbrantemente bella. Poco a poco comenzaron a verse por todas partes a nuestro alrededor más gorilas moviéndose y comiendo, la mayoría hembras y juveniles. Uno de los dos machos jóvenes (espaldas negras o “blackbacks”) salió de un arbusto a metro y medio de mí y se me quedó mirando, en un reto sutil. A los 5 minutos el guía nos señaló al macho de espalda plateada (“silverback”), el líder de la familia, que estaba un poco apartado y comía sentado, de espaldas a nosotros. Lo primero que vimos es su brazo enorme arrancando hojas con delicadeza; después, nos miró de reojo por encima del hombro un par de veces. Pretendía no hacernos ni caso –como todo el resto del grupo- aunque en realidad no perdía ojo de nuestros movimientos, como buen patriarca.


Foto 8. Ruhondeza, el macho de espalda plateada al que le gustaba mucho dormir.


[El grupo se llamaba “Mubare” y era el primero (allá por 1991) y uno de los únicos dos habituados para el turismo en ese momento. Hoy en día hay nueve grupos habituados para el turismo en Bwindi (y uno más para investigación), a los que hay que añadir otro grupo más habituado en Mgahinga Gorilla National Park (eso sólo por parte de Uganda). El grupo Mubare estaba compuesto entonces por 16 individuos, habiendo muerto otro dos semanas antes por causas desconocidas. El espalda plateada se llamaba Ruhondeza (“el que duerme mucho”), al que se añadían los 2 espaldas negras, 6 hembras adultas y 7 jóvenes y crías pequeñas. Ruhondeza tenía entonces 36 años –se calcula que nació en 1962- y fue el gorila salvaje más longevo que se conoce, ya que murió en 2012 con unos 50 años. Fue Era un personaje tan conocido y querido en el país que tras su muerte le pusieron una estatua en Kampala.]

Al ratito, Ruhondeza se giró y se quedó mirándonos unos segundos, apoyado con un brazo en el suelo y con el otro asido a una ramita, ¡era precioso! Seguía sin hacernos caso aparentemente y pudimos ver bien su espalda plateada. Llamaba la atención su tamaño, pequeño en relación a otros gorilas de montaña; no creo que pasara de 1,60 m de pie. Los gorilas de Bwindi son más pequeños que los de Virunga y ésta y otras características físicas (extremidades relativamente más largas, tronco más corto, pulgares más cortos, etc.) y ecológicas (viven a menor altitud y mayores temperaturas, son más arbóreos, tienen mayores áreas de campeo, comen más médula vegetal y frutas y menos hojas, etc.) hicieron durante un tiempo dudar de si pertenecían al mismo taxón que aquellos (G. beringei beringei, como se ha determinado finalmente) o si podían ser en realidad gorilas de la subespecie G. beringei graueri, como los de zonas de la RDC (Kahuzi-Biega, Maiko, Kisimba-Ikobo…).

Acto seguido el macho de espalda plateada se puso a andar claro abajo, mostrando de nuevo sus canas. Algunas crías nos observaban con curiosidad unos segundos y luego seguían comiendo con sus madres, mientras que los muchachuelos ya destetados jugaban a pelearse entre bocado y bocado y trepaban por los arbustos. El grupo estaba distribuido por todo el claro y nos movíamos despacio de unos gorilas a otros para observarlos, pero no conseguimos verlos a todos.

En definitiva, estábamos literalmente incrustados en medio de una familia de gorilas de montaña que seguían haciendo su vida normal en un claro del bosque, pero que al mismo tiempo estaban aceptando la visita de otros primates similares, pero extraños y muy cotillas –además de potencialmente mortíferos- e incluso mostrando su propia curiosidad hacia nosotros, con sutileza y con cautela. A la vez, era imponente tener animales tan grandes y poderosos a escasos metros, pero sus gestos, sus miradas y todo su comportamiento en general era tan suave que en ningún momento nos intimidaron (aunque es cierto que no vimos a Ruhondeza al principio golpeándose el pecho, cuando debió asustarse un poco por la visita imprevista). Estar cerca de unos seres tan cercanos a nosotros, altamente inteligentes y físicamente tan parecidos, provoca unos sentimientos que no surgen cuando se está observando otros animales; el pensamiento que se viene a la cabeza es algo así como “esto es otra cosa”, encajan en una categoría mental diferente a otros animales, por decirlo de algún modo. Lo mismo nos sucedió con los chimpancés, especialmente cuando los vimos bajar del árbol y alejarse andando semi-erguidos por el suelo del bosque de Kibale… Son experiencias que ponen los pelos de punta y que provocan que volvamos a calibrar nuestro lugar en el mundo, ciertamente.



Foto 9. Pablo en éxtasis con gorila al fondo. 

Al cabo de 45 minutos el guía estaba ya ansioso por que nos fuéramos, aunque asumía que la duración de la visita a los gorilas nunca satisface a nadie, así que aprovechamos para insistirle en permanecer un poco más. Nos quedamos en el lindero del bosque y los gorilas decidieron, justo entonces, adentrarse de nuevo en la selva. Salieron en una columna justo delante de nosotros y la última imagen que vimos fue el macho adulto a cuatro patas, una hembra con una cría y una hembra joven, que se pararon un momento antes de seguir su camino. Eran las 2 de la tarde, así que probablemente irían a echarse la siesta de mediodía a otro lado. Nosotros también nos fuimos, en estado de alucinación absoluta y casi levitando de la emoción.

Volvimos de nuevo campo a través y cruzando el río, tardando casi una hora en bajar al camino de entrada. El guía le tuvo que dejar a Pablo su impermeable porque su camisa estaba literalmente deshecha en sudor y nos delataría. Pasamos disimulando por la puerta del parque con la sensación –  constatación, más bien- de que todos los guardas sabían perfectamente de dónde veníamos, con aquella cara de emoción y de cansancio que traíamos. Sea como fuere, ¡lo conseguimos!

Llegamos a las 3 de la tarde al camping, donde JJ nos esperaba impaciente y algo preocupado, ya que tardamos cuatro horas en total. Sin hablar con nadie más, recogimos nuestras cosas y nos despedimos de nuestro contacto, marchándonos cuanto antes en dirección a Kabale, al SE, por pistas de montaña con vistas espectaculares, aunque ya fuera de la selva. Sólo comimos plátanos… (¡nunca he estado tan delgado como a la vuelta de ese viaje!). El día se despidió con la imagen bellísima de unas grullas coronadas (Balearica regulorum) posadas en un árbol seco y listas para pasar la noche en una garganta. Paramos a dormir en Kabale y nos pasamos horas comentado las vivencias del día, bajo una fuerte lluvia. Entre otras cosas, nos reímos mucho de que habíamos dado gusto por fin a nuestro padre, quien cuando se enfadaba con nosotros cuando éramos pequeños nos mandaba al Congo con los gorilas. Dicho y hecho…  aunque en Uganda.


Foto 10. Y yo mismo, depauperado por la dieta de plátanos.

Un nuevo día: el plan era hacer tres etapas de carretera para estar de vuelta en Nairobi al finalizar el tercer día: primero de Kabale hasta Jinja, luego hasta Eldoret -ya en Kenia- y finalmente hasta Nairobi. En ese primer tramo pasamos por la puerta del Lake Mburo National Park, pero la entrada costaba 80 US$ que necesitábamos para la gasolina, así que nos tuvimos que conformar con ver los impalas (Aepyceros melampus) y las cebras (Equus quagga) que se movían por ahí. El día estaba lluvioso a ratos y paramos a comer en un restaurante indio en la ciudad de Masaka, compensando la hartada de plátanos un poco, desde la que sólo quedaban 137 km a Kampala.

Nuestra ya maltrecha Maruti empezó a hacer un ruidillo muy raro pasadas las 5 de la tarde, con Pablo al volante, y al poquito pude presenciar un curioso hecho desde la ventanilla derecha trasera: una rueda solitaria en llamas – con palier y todo- nos adelantaba por la carretera. ¡Era nuestra rueda trasera derecha, que se había salido con parte del eje! El coche también echaba humo y chispas, pero Pablo mantuvo la calma perfectamente y dejó simplemente que el coche se parara por sí solo en el arcén, que estaba muy resbaladizo por la lluvia. Tuvimos muchísima suerte y no volcamos ni nos pasó absolutamente nada, simplemente nos quedamos ahí parados con cara de tontos… hasta que se nos ocurrió hacernos fotos con la rueda defenestrada para celebrar que seguíamos vivos y, lo cortés no quita lo valiente, ponernos a mentarle la madre a George de la jungla por alquilarnos tal bazofia (ojalá algún día reaparezca la foto de Pablo con el trofeo de la rueda bajo su inmenso pie, que anda perdida). Pasamos a la acción y me fui a buscar una grúa montado en la parte trasera de una pickup que pasaba por allí. Por suerte, estábamos tan sólo a 10 minutos de distancia de los primeros arrabales de Kampala, así que conseguimos la grúa y guardamos el coche –inservible- en un taller que más bien parecía una chabola, sin hacer ningún papel ni ninguna formalidad. Hecho esto, nos fuimos a dormir a un buen hotel en Kampala, decidiendo de paso que volveríamos a Nairobi en avión… tras haber leído que habían puesto una bomba en un autobús de pasajeros recientemente.

A la mañana siguiente recurrimos con gran alegría a la tarjeta de crédito que llevábamos para grandes emergencias y salimos fulminantemente de pobres en otro Barclays Bank de la capital. Con la pasta contante y sonante en mano fuimos a sacar los billetes de avión y luego nos encargamos de recoger el coche en grúa – increíblemente lo encontramos en la maraña de chamizos de los arrabales- y lo depositamos tal cual estaba en el aparcamiento de nuestro hotel, poniéndolo junto con sus llaves y documentación bajo la custodia –contra recibo, por supuesto- del director del establecimiento. Comimos opíparamente y acto seguido volamos desde el aeropuerto de Entebbe a Nairobi, a donde llegamos en apenas 50 minutos. A la arribada nos estaba esperando un empleado de George que nos llevó a nuestro hotel… e intentó que le pagáramos la gasolina por ello, cosa que nos negamos a hacer. Hacía frío en Nairobi y no salimos del hotel esa noche.

Viernes en Nairobi: de buena mañana fuimos a la Kenyan Association of Tourist Operators (KATO) para que nos aconsejaran respecto al coche y a George, pero su compañía no pertenecía a la asociación y no podían hacer nada. Nos reunimos con el ínclito propietario de la Maruti en la terraza de un café y discutimos larga pero cordialmente la situación, llegando finalmente a un acuerdo mutuo y por escrito de no acusarnos de nada, gracias a las dotes de paciente negociador de Pablo (como siempre). Punto y final de la cuestión por nuestra parte.

El resto del tiempo que nos quedaba en Nairiobi –un día y medio- lo pasamos visitando el Museo Nacional –preciosos los retratos de tribus keniatas de Joy Adamson y emocionante la pequeña sección de evolución humana- y librerías e hicimos una segunda visita al Parque Nacional de Nairobi. Allí vimos el monumento que conmemora la quema de toneladas de marfil de elefante que hizo Richard Leakey. Dos leones machos despidieron la visita al Parque y el viaje, regresando a Madrid el 30 de agosto, 30 días después de nuestra llegada.

Escribo esto 26 años después –día por día- de la visita a los gorilas. En conjunto, fue un viaje deslumbrante que aunó el safari familiar que todos atesoramos como las vacaciones más queridas (en la edad adulta), seguido de una aventura muy intensa y que salió muy bien, en definidas cuentas.

Por supuesto, tengo ya muchas ganas de volver a Bwindi  y a Kibale, pero daría mucho, casi todo, por poder repetir ahora aquella cena en el Buhoma Modern Restaurant en esa compañía. Seguro que también está de acuerdo mi querido José Javier.

Pablo, cómo te echamos de menos, va por tí este relato.


Foto 11 . Esta foto de un viaje muy posterior, de un reencuentro en el P.N. Kruger en Sudáfrica en 2013, es un tesoro para mí. 


 

 

 

 

 

 




[2] Tan malo era realmente que mi generoso y fantástico padre nos invitó a todos a volver del Mara a Nairobi en avioneta, para ahorrarnos las largas horas de zarandeos constantes que hicimos sorteando charcazos y baches a la ida.

[3] Los cheques de viaje eran unos títulos monetarios que se podían cambiar por dinero local en los bancos en el extranjero. Tenían la ventaja de que no se podían cobrar sin dos firmas del propietario, por lo que si se perdían o te los robaban, se podían anular sin perder el dinero. En algunos sitios eran aceptados directamente en vez del efectivo. Eran útiles para no viajar con grandes cantidades de dinero en efectivo, pero por otro lado cambiarlos por dinero contante y sonante solía llevar un buen rato en un banco.

[4] Kakamega Forest National Reserve | Kenya Wildlife Service (kws.go.ke)

[5] He comprobado con alegría que sigue existiendo la asociación comunitaria del santuario y que ha crecido saludablemente: About KAFRED – Bigodi Wetland Sanctuary (bigoditourism.com)

[6] En ese momento (1998) se estimaba que había unos 300 gorilas de montaña en Bwindi, que han aumentado hoy en día (2024) hasta los 450 ejemplares aproximadamente (en Bwindi y en el P.N. Sarambwe contiguo, en la RDC). La población total de gorilas de montaña (Bwindi + Virunga en Ruanda, Burundi y RDC) es ahora de algo más de 1.000 ejemplares. De hecho, es el único taxón (subespecie en este caso: G. beringei beringei) de gran simio cuya población está en aumento hoy en día, habiendo pasado en 2018 de la categoría “En peligro crítico” de extinción a la categoría un poco más favorable de “En peligro”.

[7] Como lo que sucedió al año siguiente, cuando los interahamwe se internaron en Bwindi desde la RDC y secuestraron a un grupo de 31 turistas, con resultados horrorosos que no es menester detallar aquí.