Hembra de guepardo en Purros (la foto fue disparada por África Coloma en realidad)
El segundo viaje un poco largo que he
hecho recientemente ha sido al noroeste de Namibia, a las regiones de
Damaraland y Kaokoland como se llamaban en tiempos anteriores a la
independencia. Actualmente ambas están englobadas en la región llamada Kunene,
que es el río que marca la frontera septentrional de Namibia con Angola.
Este viaje, de ocho días, lo he hecho
acompañado de tres amigos y hemos ido en dos coches por motivos de seguridad,
ya que nos hemos internado por pistas muy malas y solitarias, sin cobertura
telefónica y en zonas con leones y elefantes a veces poco amistosos, por lo que es
mejor prevenir.
Empezamos pasando tres noches
acampados en la concesión turística de Palmwag, una reserva de 5000 km cuadrados en el
borde del desierto del Namib. El desierto en realidad se extiende por
prácticamente toda la costa de Namibia, en una franja de unos 150 km de ancho de norte a
sur, bordeada al este por un sistema montañoso semi-árido. Palmwag comienza en
este borde, con pequeñas montañas pedregosas y casi peladas de vegetación,
intercaladas con valles más verdes con herbazales y algo de arbolado, a veces
dando un aspecto de sabana poco arbolada.
Jirafas en Palmwag
Ya había estado anteriormente en
Palmwag, cuando vino mi familia de vacaciones, pero sólo una mañana y me quedé
impresionado por la belleza del paisaje y la abundancia de animales. Esta vez
hemos penetrado más en la concesión y hemos hecho “camping salvaje”, es decir,
hemos acampado en las zonas designadas dentro de la reserva, que sólo se
distinguen por la presencia de viejas hogueras hechas por otros campistas. Nada
de letrinas, ni de ninguna clase de separación de los animales, incluidos
leones, elefantes, rinocerontes negros e hienas moteadas. Y no hemos visto a
nadie hasta la última mañana.
Es la primera vez que iba a acampar
en estas condiciones (es decir, con leones en los alrededores y sin vallas) sin
formar parte de un viaje organizado con guía. Mis compañeros también. Así que
el primer día estábamos un poco inquietos por la perspectiva. Los leones en
esta región son muy escasos y se reparten por un territorio muy grande; son los
afamados leones del desierto, que se internan en zonas realmente muy áridas y
llegan hasta la propia costa, la célebre Skeleton Coast, pero sabíamos de
antemano que en Palmwag hay algunos.
Comenzamos la aventura bastante
sorprendidos por los pocos animales que íbamos viendo al principio: un par de
oryx y algunos springboks nada más. El camino es malo y avanzamos con mucha
lentitud, a menos de 15 km/h.
Al cabo de hora y media atravesamos el primer cauce fluvial importante, el río
Kawaxab, que ahora mismo sólo conserva algunos charquitos con agua, pero tiene bastante
vegetación en las orillas, con altos juncales y algunas acacias. Al borde del
camino unas formas animales se levantan de la sombra y se alejan pausadamente
de nosotros: ¡leones! Cinco o seis, encabezados por un precioso macho de melena
bien formada y que lleva un collar de radio marcaje. Nos miran con desconfianza
mientras se alejan resignadamente, pero una leona, que parece algo joven, no
está satisfecha con nuestra presencia o es muy curiosa y decide acercarse más a
nosotros con andares que podrían interpretarse como que está acechando una
presa. Esto no es Etosha, donde los leones ven gente y coches todos los días y
están muy acostumbrados, y ya he visto fotos de leones del desierto que han
atacado coches. Si bien es muy raro y basta con mantener una buena distancia,
no me fío de esta leona y decidimos poner más espacio de por medio. Ya fuera
del río y en lo alto de la ladera de la orilla, paramos para echarles un
vistazo más tranquilos, pero los leones se han esfumado entre la vegetación.
El
corazón nos late bien deprisa, quién iba a pensar que casi lo primero que
íbamos a encontrar era una manada de leones del desierto. Llegamos en unos
minutos a la zona de acampada donde queremos quedarnos, que resulta estar a 1 km escaso en línea recta de
la manada de leones. Aunque el sito está elevado y despejado, no nos hace
ninguna gracia la idea de dormir tan cerca de ellos, así que continuamos un
rato hasta la segunda zona de acampada. Esta está en otro pequeño río, pero
situada en el propio cauce y rodeada de juncales, arbustos y arbolitos, lo que ofrece poca seguridad
(aunque sea psicológica) y nos instalamos definitivamente en lo alto de la
orilla donde tenemos mejor visibilidad de los alrededores y menos vegetación.
Vamos contando los minutos que faltan para que se haga de noche mientras
ponemos las tiendas y preparamos las cosas para cenar… con el hacha y el
machete bien a mano por lo que pudiera pasar, como buenos primerizos. Lo más
importante, encender un buen fuego cuanto antes para que los animales puedan
percibir nuestra presencia desde lejos. Según el guarda de la entrada de
Palmwag basta con el fuego y no alejarse del campamento en la noche para estar
seguros. Todo está tranquilo y no oímos ningún animal en toda la noche, aunque
Maike se despierta por un olor nausebundo que pensamos que debería ser una
hiena.
Cebras de Hartmann o de montaña
Superada la primera noche de acampada
libre todo se ve de otro color. La impresión de toparnos con los leones casi
nada más entrar va desapareciendo y los días siguientes disfrutamos con tranquilidad
del paisaje y de los otros animales. La segunda y la tercera noche realmente
estamos felices del privilegio de poder acampar aquí e incluso de oír un par de
leones y de hienas a lo lejos. La reserva es enorme y recorremos sólo unos 30 km al día, haciendo muchas
paradas para ver animales y descansar a la sombra de los árboles de vez en
cuando. La segunda noche nos instalamos en un collado entre pequeñas montañas,
con unas vistas muy extensas a los valles que hay a nuestros pies. Con la ayuda
del telescopio vemos chacales e incluso hienas moteadas volviendo a sus cubiles
al amanecer. Abundan las jirafas, oryx, kudúes y springboks, avutardas de
Ludwig, rapaces varias, ardillas, etc.
Las vistas desde donde acampamos la segunda noche
La tercera noche volvemos al verde valle
de entrada a la reserva, pues tenemos que reunirnos con unos amigos que
finalmente no pueden hacer el viaje. Allí ahí mucho más pasto y encontramos
animales en grandes cantidades a cada momento, sobre todo cebras de montaña,
oryx, springboks y jirafas, pero también avestruces y kudúes. Hacemos una larga
parada en el cañón del río Aub, donde hay buena sombra y preciosas vistas sobre
la pequeña hoz que forma el río, que sí lleva agua y forma algunas pozas.
Después del tostado que nos hemos tragado hoy al sol, las pozas resultan
demasiado tentadoras para mis amigos, que después de mucho buscar encuentran la
manera de atravesar una densa franja de carrizos y se descuelgan entre las
rocas hasta el agua. No le recomiendo a nadie meterse en una mata espesa de
carrizos en una reserva africana, pero no pasa nada y disfrutamos como enanos
del baño. Al salir del agua y volver a atravesar el carrizal oigo un animal
llamando, lo que parece un cachorro de algo oculto en la vegetación. Imito su
llamada y me contesta, pero no consigo verlo. Nos vamos inquietos sin saber qué
era, pero por el sonido podía ser el cachorro de cualquier depredador dejado
ahí por su madre hasta su vuelta. ¡Suerte que ha tardado mucho en volver y que
no nos la hemos topado!
A veces la gente piensa que soy un
poco exagerado en estas cosas, pero no hay que tomarse a coña a los animales
salvajes por aquí. Más vale pecar de demasiada prudencia que tener un accidente
que puede tener consecuencias graves.
Bien refrescados, buscamos dónde
pasar nuestra tercera noche en Palmwag. Hoy la cosa tiene más gracia, porque
aquí no hay ninguna zona designada para acampar, aunque está permitido, y este
es el valle en el que vimos lo leones y hay muchísima caza para ellos por aquí.
Por suerte, estamos cerca de un mirador sobre una pequeña colina en el centro
del valle que visité con mi familia, así que nos instalamos en toda seguridad
allí, en un promontorio de 30
metros de alto absolutamente rodeados de oryx, cebras y
springboks. El único imprevisto es una pequeña víbora cornuda –bien venenosa-
que mis amigos descubren nada más bajar del coche, pero que se aleja
tranquilamente por entre las rocas. Basta con dejarla en paz y tener cuidado de
dónde se ponen los pies. Encendemos la hoguera y nos relajamos totalmente
disfrutando de una de las puestas del sol más bonitas que he visto en mi vida,
puro fuego en el cielo contra las montañas…
La noche transcurre en absoluta tranquilidad y a la mañana siguiente
recogemos deprisa el campamento porque probablemente los coches del Lodge de
Palmwag traerán aquí a los turistas para ver las vistas. Y efectivamente, con
el sol bien alto, aparece un coche con un guía y un par de clientes. Ningún
problema por acampar aquí y nos informan de que en este valle hay probablemente
cuatro manadas de leones, no una sola como creíamos. Parece que a los leones
les va muy bien por aquí.
Klass en el campamento de la tercera noche, en un mirador
A regañadientes casi, salimos de
Palmwag definitivamente y nos acercamos al Lodge para reponer agua y
combustible antes de salir hacia nuestro siguiente destino: Purros.
Purros (o Puros en la lengua local)
está aún más al noroeste de Namibia, ya en Kaokoland, tierra famosa por sus
habitantes de la etnia “himba” que conservan sus costumbres y atuendos
tradicionales. Las mujeres se pintan el cuerpo con tintes de color ocre y no se
lavan nunca con agua. Purros también es conocido por ser uno de los mejores
sitios para ver elefantes del desierto. Estos animales están poco acostumbrados
a la presencia de turistas y desgraciadamente en agosto pasado se cobraron la
vida de un turista español en el mismo camping donde vamos a quedarnos. Una
elefanta mal humorada se topó con un turista a pie y lo mató inmediatamente,
yéndose después hacia su mujer que corrió a refugiarse en el coche. Por suerte
los empleados del camping vieron el ataque y, aunque no pudieron hacer nada por
el hombre, sí consiguieron impedir que la elefanta matara también a la mujer.
Varios días después el Ministerio de Medio Ambiente abatió a tiros a la
elefanta, que ya había atacado a un chaval días antes con consecuencias más
leves. Algunos en Namibia, seguramente con cierta razón, critican la creciente
presencia de turistas en un sitio tan remoto en el que los animales no tienen
más que contactos esporádicos con los habitantes locales.
A Purros se llega por una pista en
malas condiciones que va adentrándose por valles entre altas montañas
pedregosas hasta llegar al valle del río Hoarusib, arenoso y poblado por un
bonito bosque de galería en el que se sitúa el camping comunal. Allí no hay
ninguna valla protectora y nos advierten de que los elefantes suelen atravesar
el camping dos o tres veces por semana, por lo que hay que estar relativamente
alerta y, llegado el caso, retirarse rápidamente al coche o a la tienda de
campaña. Los elefantes no van por la vida deseando toparse con gente y matarla,
pero son animales imprevisibles y caprichosos a los que hay que dejar un amplio
margen de maniobra en toda ocasión. Nos instalamos en el camping y pasamos una
primera noche calurosa pero sin incidente alguno, disfrutando por fin de una
buena ducha que falta nos hacía.
A la mañana siguiente partimos con un
guía local himba en busca de los elefantes, en coche por supuesto. El valle es
precioso, el bosque ripario se extiende durante muchos kilómetros por el cauce
del río, que en algunos puntos es bastante ancho, aunque ahora sólo hay agua en
algunos charcos. De vez en cuando subimos a colinitas que hay junto a las
orillas para otear desde las alturas en busca de los elefantes. Como anoche
llovió un poco, es fácil distinguir las huellas frescas de un par de elefantes,
pero no conseguimos dar con ellos. No sabemos si se han ocultado en algún
recodo especialmente frondoso o si ya se han marchado de la zona. Lo que sí
abundan son las jirafas, los springboks y los avestruces, y en las laderas de
las montañas, las cebras y los oryx. Después de tres horas, ya volviendo al
camping, vemos algo que parecen chacales corriendo desde el cauce del río
ladera arriba. ¡No son chacales, son cachorros de guepardo! El guía los había
visto en otra ocasión y calcula que ahora tendrán 3 ó 4 meses de edad, así que
pensamos que debían estar esperando en la sombra de los árboles la vuelta de su
madre. Me apeo del coche para echar un vistazo más detallado con el telescopio
e inmediatamente oigo unos gruñidos insistentes que me hacen pararme en seco.
Fijándome más, veo a unos 100
metros de nosotros a la madre de los guepardos, que está
tumbada al principio de la ladera y me amenaza para que no me acerque más. Ahí
tumbada en la ladera pedregosa su camuflaje es perfecto.
Recibimiento poco amistoso de una hembra de guepardo (foto disparada por África Coloma)
No se hable más, me
vuelvo a meter en el coche y salimos por el lado contrario con cuidado para no
espantarla. Con el telescopio vemos que junto a ella hay un springbok que
parece recién muerto. ¡La gueparda ha debido cazarlo hace unos minutos!
Seguramente todavía se está recuperando del esfuerzo de la caza y por eso no ha
salido corriendo como sus cachorros. La vemos un buen rato a placer pero al
cabo de unos minutos se retira un poco y se sienta a mirarnos. Para no
molestarla más nos alejamos unos cientos de metros y nos escondemos detrás de
unos arbustos. Al ratito oímos a la madre llamando y vemos a los cuatro
cachorros trotando en su dirección. El sol aprieta con mucha fuerza y decidimos
marcharnos antes de que nos dé una insolación.
Podemos considerarnos muy afortunados
por haber presenciado este espectáculo, ya que nuestro guía nos dice que es
sólo la tercera vez en su vida que ve guepardos aquí, mientras que otro de los
guías tan sólo los ha visto dos veces. Definitivamente tenemos mucha suerte, a
pesar de no haber visto los elefantes. Hasta el año pasado aquí también había
leones del desierto, pero alguien envenenó a los tres ejemplares que solían
verse cerca del pueblo. Espero que con el tiempo vengan otros.
Por la noche introducimos una novedad
en las actividades que propone el camping: un paseo nocturno en coche para ver
animales (lo que aquí se llama un “night drive”, y en España tiene el horroroso
nombre de “foquear”), con un foco de mano en ristre. Nos llevamos al guía para
no perdernos y el hombre se lo pasa pipa, pues es la primera vez que hace esto.
Nos limitamos a la pista principal y evitamos circular por dentro del bosque
para no tener disgustos con los elefantes, si anduvieran cerca, ni asustarlos,
pero aún así vemos bichos interesantes: liebres, una jineta, una especie de
mofeta (striped polecat, que en realidad es un mustélido como los tejones y las
nutrias), etc.
A la mañana siguiente volvemos a
buscar los elefantes con nuestro guía. Ha vuelto a llover y al cabo de un rato
localizamos dos rastros frescos de sendos elefantes, que parecen haberse
internado en un paraje de vegetación muy tupida en el cauce, al pie de una
colinita desde la que pasamos un buen rato oteando. Oímos ruidos que nos
parecen de elefantes comiendo, pero no conseguimos verlos y al bajar de la
colina descubrimos que los elefantes habían pasado de largo. Un buen rato más
tarde, desistimos porque se hace demasiado tarde y tenemos que emprender la
vuelta a Windhoek. Lástima, no hemos visto los elefantes… y es decir esto y el
guía señalar “¡Elefantes!” al instante. ¡Cuatro elefantes bajan la ladera hacia
el río, a lo lejos! Apenas unas manchitas en la inmensidad de la ladera reseca,
pero debemos darnos prisa para volver al oteadero antes de que bajen al río.
Desde la colina los vemos durante una media hora acercándose poco a poco al
río, un macho, dos hembras y una cría de unos cuatro años; la hembra de mayor
tamaño lleva un collar de radio marcaje. Justo antes de que bajen al cauce a beber,
salimos zumbando junto con otro coche que ha aparecido mientras buscábamos río
arriba. Siguiendo al otro coche, también dirigido por un guía local,
encontramos a los elefantes mientras beben.
Elefantes del desierto (Purros)
Dejamos una buena distancia y
apagamos el motor para molestarlos lo menos posible, pero la cría decide que no
es bastante y carga barritando contra el otro coche, que lo esquiva sin
problemas. En realidad es una carga de farol, pero nos da una idea de lo
rápidos que son los elefantes cuando quieren y los susceptibles que son a la
presencia de humanos. Nos maravillamos un buen rato viendo a estos elefantes
que viven en unos parajes tan áridos y volvemos al camping más contentos que un
tonto con una tiza.
De vuelta a Windhoek atravesamos uno
de los puertos de montaña más bonitos de Namibia, el Grootberg Pass, que ahora
en época de lluvias tiene un color verde exuberante, salpicado por cebras de
montaña aquí y allá. En esta zona también hay leones, rinos (nos deben una
estos animales) y elefantes. Paramos a tomar un café en el Grootberg Lodge, que
está colgado al mismo borde del abismo en el puerto y tiene unas vistas de
entre las mejores que he visto en mi vida, y luego continuamos hasta el camping
comunal de Hoada, a unos pocos kilómetros. Aquí es donde se han bajado los
caballos del Lodge después de un ataque de los leones. Ya en el llano de nuevo,
rodeados de pacíficas vacas, pastos y roquedos, nos sentimos como en un jardín
inglés, muy lejos de las sensaciones de Palmwag y Purros, pero no por ello
menos bonito. Tras una última noche, la mañana nos despierta con un terremoto
de 4.5 en la escala Richter que no tiene ninguna consecuencia más que dejarnos
perplejos, ya que aquí es muy inusual. Un curioso final para un viaje
apasionante.
Nota: “Un edén árido” (An arid Eden)
es el título de un fascinante libro de Garth Owen-Smith, el precursor de la
conservación con la participación de las comunidades locales en Namibia. Es uno
de los mejores libros de conservación que he leído.