martes, 27 de agosto de 2024

Uganda: gorilas, chimpancés y una cena moderna



“Sobre la marcha”… podría haber sido perfectamente el lema de aquel viaje, porque sólo habíamos definido los objetivos, que eran dos: ver gorilas de montaña en Bwindi y chimpancés en Kibale (ambos en Uganda); los detalles… pues ya los iríamos definiendo día a día.

Pero antes de eso hubo una primera parte de esas vacaciones africanas de 1998, organizadísima por Pablo y por mí mismo: un safari memorable con toda la familia (los ocho hermanos y hermanas, tres novias/acompañantes y nuestros padres) por Kenia durante diez días, en el que vimos prácticamente de todo: hienas quitándole la presa a las leonas en Amboseli, leopardos patrullando entre las brumas en Aberdares, verticales gerenuks emulando a las jirafas ramoneando en Samburu, murcianos desprevenidos paseando a pie por las inmediaciones del río Mara en el Masai Mara… En fin, lo pasamos mejor que nunca y vimos muchísimos animales en lugares espectaculares.

Foto 1. Fernández Aransay, más Rocío y Natalia, tentando a los leones en Amboseli (soy el primero por la derecha; falta JJ, que estaba haciendo la foto).

Foto 2. Maribel y Pepe sonrientes listos para su primera noche en una tienda (de las buenas, eso sí) en el Masai Mara. 


[Desgraciadamente, también fue el verano en el que Bin Laden irrumpió en la escena mundial de la crueldad haciendo volar simultáneamente las embajadas de EE.UU en Nairobi (Kenia) y en Dar es Salaam (Tanzania); afortunadamente, no estábamos en la ciudad ese día y sólo presenciamos, desolados e incrédulos, las noticias en televisión.]

Así que organizar esa primera parte del viaje debió dejarnos agotados, porque para la segunda no habíamos movido ni un dedo antes de volar a Kenia.

Al término del safari (10 de agosto) casi toda la familia regresó a España, quedándonos sólo otro hermano (Luis) y su novia, que se fueron a Mombasa a pasar unos días de playa, y tres hermanos más, José Javier (JJ), Pablo y yo (con 36, 28 y 26 años respectivamente) que seguiríamos viaje hasta Bwindi, en la vecina Uganda. Durante las primeras etapas Pablo nos haría de guía, ya que había hecho un viaje en overlander (camión para grupos) por estos lares recientemente e incluso había ido a ver los gorilas en Zaire (que así se llamaba la actual República Democrática del Congo o RDC hasta mayo de 1997, fecha en la que el mítico dictador Mobutu Sese Seko huyó ante la llegada de Kabila padre a Kinshasha). Todo lo demás lo improvisaríamos; no teníamos nada planeado, ni mucho menos reservado.



Foto 3. Aunque lo pueda parecer, no estábamos organizando nada (Pablo, JJ y yo).


Pero no íbamos en realidad tan a lo loco, no; habíamos pedido consejo muy diligentemente en el consulado de España en Nairobi. Allí, tras anunciar nuestra intención de ir a Uganda por tierra y por nuestros propios medios para ver gorilas en Bwindi, recibimos una clarísima recomendación: un simple y terminante “¡no vayáis!”, en razón de la situación de guerra[1] que se vivía en la vecina RDC y que salpicaba a Uganda, donde también se habían producido algunas escaramuzas bélicas. Curiosamente, esas indicaciones coincidían con las de un guía español con aspecto de Cocodrilo Dundee, probablemente curtido en mil safaris, que nos topamos en un comercio en Nairobi, que nos puso una formidable cara de asco cuando le preguntamos qué le parecía nuestro irresistible plan y que sentenció que “eso no se podía hacer”. Con estos tranquilizadores fundamentos, no podíamos más que ratificarnos en nuestra decisión, lógicamente: ¡nos íbamos a Uganda!

Lo único con lo que contábamos por el momento era un seguro de viaje (¡eso siempre!), una mala tienda de campaña mercada en los precarios comercios de camping de Nairobi y algunos utensilios de cocina. De lo principal, dinero, sí teníamos, por suerte. También habíamos apalabrado para tal empresa un pequeño todoterreno con un contacto de uno de los guías del safari familiar previo, un tal George de una muy pequeña y cuasi-miserable compañía de safaris local de Nairobi, que en breve pasó a ser “George de la jungla” para nosotros.


Foto 4. Vosotros a Mombasa y nosotros a Uganda (Pablo, JJ, Luis, Natalia y yo.


Como nos quemaba ya el trasero tras un par de días de ínterin en Nairobi (visitamos el Parque Nacional de Nairobi y descubrimos los famosísimos espaguetis al bidé, entre otras cosas) y queríamos poner rumbo a Bwindi cuanto antes, nos largamos de la ciudad, un buen 12 de agosto, en un turismo que nos proporcionó nuestro querido George mientras conseguía algo mejor. El primer par de días visitamos el lago Naivasha, el Parque Nacional de Hell’s Gate y Elsamere (la fundación de Joy y George Adamson, los famosos cuidadores de la leona “Elsa”, sobre lo que versan el libro y la película “Born Free/Nacida libre”). Por fin, George nos trajo a Hell’s Gate el todoterreno que esperábamos: un Maruti Suzuki Gypsy (como un antiguo Suzuki Samurai, precursor del Jimny actual; es decir, un microbio básico en términos de 4x4), que nos quedamos para 18 días por 1.180 dólares (¡lo que eran 178.000 pesetas al cambio en aquel entonces, una fortuna!). El coche estaba bien cascadito, pero el presupuesto no daba para más y nos haría un buen apaño en las penosas carreteras de Kenia[2] y aún más en las montañas de Uganda, donde el 4x4 sería poco menos que imprescindible previsiblemente.

Foto 5. Pablo y yo de paseo a pie en Hell's Gate National Park (Kenia).

Pasamos de nuevo por Nakuru, sin visitar el Parque Nacional porque ya lo habíamos hecho con toda la familia, y cobramos algunos de nuestros flamantes “traveler’s checks”[3]* en el Barclays del pueblo. Con dinero fresco, encaramos las colinas de Nandi para llegar a la selva de Kakamega[4] (¡mi primera selva!...y la única que queda en Kenia). Allí contactamos al guía Wilberforce, conocido ya de Pablo, que nos enseñó lo fantástica que es esta selva… ¡por la noche! A la luz de las linternas dimos un buen paseo, incluyendo un pequeño desvío para no pasar por debajo de una venenosa víbora rinoceronte que descansaba sobre una rama baja, y con una parada en un claro donde disfrutamos del espectáculo de miles de luciérnagas poniendo ritmo a la oscuridad y epatando a las estrellas que nos iluminaban desde la dirección contraria. De vez en cuando se oían animales moviéndose en la maleza, pero no vimos ninguno.

Tras la caminata, Wilberforce nos mostró algunos escarabajos goliat (Goliathus goliatus) de su colección particular y tuvimos la bola extra de ver una civeta (Civettitis civetta) que merodeaba por detrás de su casa. Otro “extra” inesperado fueron las hormigas de la marabunta (Dorylus sp., supongo) que nos mordieron con toda la desagradable fruición de las que son capaces (la cabeza de esta hormiga se queda haciendo presa en las carnes del atacado, aunque se le haya cercenado el resto del cuerpo). A la mañana siguiente Wilberforce nos mostró la selva de día, en todo su esplendor ornitológico, con muchas y bellísimas especies de aves que conocía bien, incluyendo turacos, abejarucos, calaos y muchas otras. Algunas especies son exclusivas de este bosque en todo el país, siendo más propias de las selvas de África ecuatorial central y occidental. Kakamega también es un excelente sitio para ver primates y nos topamos con samangos o cercopitecos azules (Cercopithecus mitis), cercopitecos de cola roja (C. ascanius) y colobos guereza o blanquinegros (Colobus guereza).  Para completar el tour, visitamos una mina abandonada habitada por muchísimos murciélagos de herradura; en su interior, uno de ellos esperó precisamente a que yo comentara que era imposible que chocaran con nosotros gracias a su sistema de ecolocalización, para estamparse torpemente contra mi ojo, ¡sólo para desmentir a un biólogo de salón!

Foto 6. JJ, Pablo y Wilberforce de paseo por Kakamega.


Salimos de Kakamega con pena, porque es un sitio maravilloso, para dirigirnos ya a Uganda. Una vez en ruta nos dimos cuenta de que Pablo olvidó pedirle a Wilberforce que le devolviera su linterna frontal (era de esas grandotas con pila de petaca, ¡lo mejor que había en el momento!), por lo que el hombre quedó rebautizado como “Wilber-torch” a partir de entonces. Seguro que sigue iluminando la selva con su luz cenital y su turbante blanco.

Hicimos noche en Kisumu, a orillas del gigantesco Lago Victoria (de una extensión sólo algo menor que la de Castilla-La Mancha). En el restaurante del camping, nuestra nueva amiga Farusia se dedicó a hacerle ojitos a Pablo insistentemente, para deleite de JJ y mío que asistíamos muy divertidos a la función, pero sus dardos de amor no dieron en la diana esa noche.

Al día siguiente (16 de agosto), llegamos por fin a la frontera de Kenia con Uganda en la localidad de Busia. Las espesas formalidades nos llevaron hora y media y 50 US$ (agradecimos a George que no nos hubiera facilitado toda la documentación necesaria para el cruce de frontera), ¡pero ya estábamos en Uganda! Un país profundamente verde, con mosaicos de bosques y cultivos cubriendo interminables colinas que mostraban una tierra roja allí donde la vegetación dejaba ver el sustrato; por todas partes había paisajes muy hermosos y gente muy abierta y amable. Tan bonito es el país que antiguamente se le conocía en Europa como “la perla de África” por cuño del inefable Winston Churchill.

Nosotros, para empezar, nos llegamos hasta Jinja, de nuevo en la orilla del Lago Victoria. En las afueras de esta ciudad estaban antiguamente las cataratas Ripon, lugar en el que el explorador británico Speke situó por fin las fuentes del Nilo, cuya localización exacta tantos quebraderos de cabeza habían causado desde tiempos de los romanos [en realidad eran las fuentes del Nilo Blanco; las de la otra rama del Nilo, el Azul, se sitúan en el lago Tana en Etiopía]. Tanto que incluso provocaron el suicidio del propio Speke… pero esa es otra historia. Baste decir que las cataratas quedaron sumergidas por la construcción de una presa en los años 50 del pasado siglo XX (que era en el que estábamos entonces). Pablo y yo homenajeamos a todos los buscadores de las fuentes del Nilo sumergiéndonos brevemente en sus aguas, cerca de los rápidos. Con ello demostrábamos nuestra ciega confianza en la palabra de los paisanos que allí apuraban el domingo de que los cocodrilos no gustan de estas corrientes. Hubo suerte: no nos comieron y pudimos asistir a continuación al espectáculo exuberante de miles de grandes zorros voladores (“straw-coloured fruit bats”, Eidolon helvum) que salían de las islas de los rápidos al anochecer para ir a alimentarse en los frutales de la zona. Murciélagos tremendos, ¡de hasta 76 cm de envergadura!

Al día siguiente llegamos a la capital, Kampala, donde nos dirigimos directamente a las oficinas de la Uganda Wildlife Authority a ver qué podíamos conseguir respecto a los gorilas. Allí, un funcionario que estaba muy ocupado viendo páginas sobre Lady Di - muerta el verano anterior - en internet (para cosas así servía la red en aquel entonces, pero no para organizar viajes…), nos informó de que no quedaban permisos para los gorilas y que en Bwindi había una lista de espera de 30 ó 40 personas, ya que sólo se daban cuatro permisos diarios. Nos proporcionó una lista de agencias de viajes con licencia para ver gorilas y nos pusimos a llamarlas por teléfono una a una, recabando muchas negativas y respuestas burlonas a veces, hasta dar con una –cuyo nombre no cito porque todavía existe- que afirmaba disponer de permisos. En la cutrería de oficina de esta empresa nos plantamos y entendimos –entre oscuros circunloquios- que tres clientes habían cancelado y que tenían un permiso para el día 24, uno para el 25 y uno para el 26 de agosto, al precio de 160 US$ cada uno (hoy en día, en 2024, el permiso cuesta 800). Quedamos en estar en el camping de su compañía, a la entrada de Bwindi, el domingo 23 por la noche y que ahí mismo pagaríamos … si había suerte. Nada claro, pero mejor que irse con las manos vacías, desde luego.

Nos marchamos de Kampala manteniendo los ánimos a pesar del varapalo de los permisos y a dos horas de la capital, en Mubende, terminó definitivamente el asfalto y abordamos las pistas de tierra. El último tramo lo hicimos ya de noche y con fuertes lluvias, hasta el pueblo de Fort Portal, en las estribaciones de las míticas Montañas de la Luna, ¡el Rwenzori!  Fort Portal está cerca también de la frontera con la RDC y su guerra; al respecto, nos contaron al llegar que la ciudad de Kasese, 70 km al sur y en la ruta a Bwindi, fue arrasada por guerrilleros congoleños sólo 10 días antes. Glups… igual los del consulado y Cocodrilo Dundee sabían de qué hablaban.

Pero no nos achicamos, continuamos con el nuevo día al lago Nyabikere (con monos vervet orientales Chlorocebus pygerythrus y loros grises de cola roja o “yacos” Psittacus erithacus) y a Bigodi, ambos alrededor del Parque Nacional de Kibale. En Bigodi visitamos el homónimo Wetlands Sanctuary con un guía comunitario muy bueno, con el que tuvimos la suerte de ver las siete especies de primates diurnos del lugar en un bosque inundado (el pantano de Magombe) en el que abundaban los papiros y donde también se veían multitud de aves, con el bonito Turaco de Ross (Musophaga rossae) como enseña. Los primates eran: papiones oliva (Papio anubis), los mencionados vervet orientales, cercopitecos de L’Hoest (Allochrocebus lhoesti), los raros y amenazados colobos de Tanzania (Piliocolobus tephrosceles), mangabeys de mejillas grises (Lophocebus albigena), guerezas y cercopitecos de cola roja. A veces los chimpancés también visitaban el santuario, pero no cayó la breva ese día. Con los ingresos de estas visitas, en el Kibale Association for Rural and Environmental Development (KAFRED)[5] habían hecho una biblioteca muy maja donde también vendían camisetas de la reserva.


Foto 7 

En Uganda, más allá de Kampala, no existían los supermercados y, mucho menos, las neveras. La carne había que comprarla en las carnicerías locales de los pueblos, donde se exhibían enormes piezas de carne vacuna con las inevitables moscas, que tenían estampado -eso sí- sellos de las autoridades sanitarias para nuestra tranquilidad. Pablo y yo solíamos encargarnos de esas compras, pero en una de esas mandamos a JJ y volvió al coche con las manos vacías diciendo que no estaba en buenas condiciones, así que le explicamos que esa era toda la carne que íbamos a encontrar y se avino a razones finalmente. Pablo solía acometer la cocina diariamente, pero echaba de menos el ajo, así que pasamos por varios mercados pueblerinos vociferando el nombre de este condimento en suajili: “vitunguu saumuuuuuu”, a ver si alguien nos vendía un poco, pero no lo encontramos por ningún lado... o no nos entendieron, que también es posible.

Al día siguiente a la visita a Bigodi nos plantamos en el centro de visitantes de Kanyanchu del Parque Nacional de Kibale, que reúne la mayor diversidad de primates de África oriental (13 especies). Dimos un paseo guiado por los alrededores del centro, a media mañana; al poco, nos sonrió la suerte y encontramos dos chimpancés machos subidos a un gran árbol, muy altos (Pan troglodytes schweinfurthii). Eran los primeros que veía en mi vida, así que no cabía en mí de la alegría. El dedo índice tieso de uno de ellos lo identificaba como Katungana, el macho dominante más grande de los grupos habituados a los turistas por entonces, al que acompañaba Katomi, un amigo. Se quedaron una media hora desparasitándose mutuamente y luego se pusieron a comer otro tanto de tiempo, para finalmente descender y alejarse andando por el suelo… No hay palabras para explicar la emoción que sentimos y creo que ellos nos correspondían, ya que uno nos lo hizo saber defecando desde las alturas en el hombro de Pablo. Sic transit… En aquel entonces se hablaba de 600 chimpancés en el parque, que se han convertido en 1.500 hoy en día (y 5.000 en todo el país).

Alcanzado uno de los dos grandes objetivos del viaje y más contentos que unas pascuas, seguimos hacia el Parque Nacional Queen Elizabeth.

Al pasar por Kasese –el pueblo atacado por la guerrilla congoleña- vimos columnas de militares reclutando civiles por la carretera… una visión estremecedora que nos heló el cuerpo. No obstante, nadie nos interpeló y proseguimos sin detenernos. Llegamos a la puerta de Kabatoro del Queen Elizabeth tras dejar atrás las orillas del lago George, con sus manadas de búfalos (Syncerus caffer) y de kobos de Uganda (Kobus kob) y continuamos hasta el poblado de Mweya, en una peninsulilla del lago Eduardo. Vimos abundante fauna por la zona oriental del Parque (Kasenyi), incluyendo leones, hipopótamos y elefantes e hicimos un safari acuático muy bonito en barco por el canal de Kazinga, viendo además de los mamíferos muchas aves chulísimas como garzas Goliat (Ardea goliath) y rayadores africanos (Rhynchops flavirostris). En uno de los paseos en coche nos topamos con una piara de los gigantescos y muy peludos cerdos de bosque o hiloqueros (Hylochoerus meinertzhageni), que son los mayores cerdos salvajes que existen, con machos que llegan a los 275 kg de peso y 1,1 m de altura. Son imponentes y mucho mayores que los omnipresentes facóceros (Phacochoerus africanus), que por cierto teníamos que achuchar para que no se comieran nuestra comida a la hora de cocinar en Mweya.

En uno de nuestros recorridos pinchamos una rueda y una pandilla de niños y niñas aprovecharon la diversión gratuita a fondo, subiéndose por todas partes a la Maruti. Como no había manera de hacerlos bajar de todos los salientes del coche, recurrí a mi suajili básico para anunciarles, literalmente, que yo era el muzungu (es decir, el guiri, el blanco) que comía niños. Efecto inmediato: los niños salieron de estampida completamente despavoridos; espero que no los traumatizara demasiado…

En la garganta de Kyambura –también parte del Queen Elizabeth N.P.- hicimos un infructuoso intento de ver más chimpancés con un guía absolutamente nefasto, pero sólo vimos un hipopótamo furtiveado con un lazo en una pata e hinchado como un odre (la carne es muy apreciada en los banquetes de bodas) y recibimos una estúpida fábula mal contada de boca de nuestro cicerone.

Esa tarde nos mudamos al sector de Ishasha en el sur del Parque, confiados en las indicaciones de que tan sólo tardaríamos un par de horas en recorrer el centenar de kilómetros que separan ese campamento del de Mweya. Para más inri, nos echamos una buena siesta y cometimos la imprudencia añadida de salir a las seis de la tarde… ¡cuando anochecía a las siete y media! Definitivamente, el Lariam nos estaba nublando un poco la sesera. El Lariam era la medicación en boga en el momento como profilaxis para la malaria y que producía todo tipo de efectos secundarios, incluidos los psicotrópicos y unos sueños rocambolescos, que incluso han dado lugar a grupos de rock (Lariam Dreams). Pagamos caro nuestra imprudencia: el camino hasta Ishasha era infernal, lleno de baches y medio inundado por las lluvias. Tardamos 3,5 horas en recorrerlo, dos de ellas en la oscuridad y por el interior del parque nacional, con abundante fauna de todo tipo. En la noche nos topamos con una hiena (Crocuta crocuta) y con un búfalo parado en medio del camino, al que me negué a pitar como sugería alguno para que se quitara del camino, y empezaron a aparecer cagadas frescas de elefantes que nos pusieron muy nerviosos… con razón, porque a los elefantes no les hace muy felices ver coches moviéndose por la noche y nos avisaron de ello barritando fuertemente. Que te eche la bronca un elefante que no puedes ver en las tinieblas, no se lo recomiendo a nadie.

Para rematar el panorama, cuando paramos para escudriñar las luces del poblado de Ishasha que ya se atisbaban en lontananza… ¡resultaron ser llamas en el horizonte! Estando en la mismísima frontera con la RDC y con la situación bélica mencionada, el fuego nos hizo temer que los rebeldes hubieran atacado Ishasha también. No obstante, parecía mejor continuar adelante que pasar una noche de espanto en el minúsculo coche en medio del parque nacional, a merced de los elefantes enfadados y otros posibles encuentros, así que con prudencia llegamos a la puerta de Ishasha… para encontrarla cerrada a cal y canto. Al minuto aparecieron unos guardas salvadores –agradecimos mucho que no fueran guerrilleros congoleños- para decirnos que no se podía entrar (eran las 21:30 y estábamos desquiciados tras la desagradable experiencia), pero que podíamos acampar por allí mismo, a la buena de dios. Al fondo se oían rugidos de leones que nos decían claramente: “sí, sí, poned vuestra cochambre de tienda ahí, que lo vamos a pasar muy bien juntos”, así que, sin que sirviera de precedente, procedimos a sobornar a los guardas con 20 dólares para que nos dejaran dormir en el suelo de su caseta, que se nos asemejaba punto por punto a la casa de ladrillo del cerdito trabajador en ese momento. No nos dio tiempo a plantarla, porque inesperadamente apareció el manager del campamento y nos permitió entrar, abriéndonos incluso una “banda” ( bungalow) para que pasáramos la noche. Nos comentó que el fuego que habíamos visto era pasto que estaban quemando los furtivos para dirigir la fauna hacia donde les interesaba. El mismísimo arcángel San Gabriel no le llegaba a los talones a este señor.

El día siguiente lo pasamos dando vueltas por Ishasha, con una guapísima ranger armada –con el consabido Kalashnikov- que nos colocaron en el coche para nuestra seguridad, ya que sólo nos separaba de la RDC el propio río Ishasha. El deterioro de la pobre Maruti iba avanzando y el tubo de escape hacía un ruido que debía espantar a los animales más remilgados, por lo que no vimos leones ni otros predadores. Tampoco conseguimos encontrar los picozapatos (aves) que había en la zona (“Lake Edward’s flats”). Sí vimos en varias ocasiones más cerdos de bosque gigantes, que incluso confundimos de lejos con terneros de búfalos cafres de tan grandes que son.

Al segundo día por la tarde –ya era 23 de agosto- marchamos hacia Bwindi definitivamente, llegando por la tarde al pueblo de Buhoma, en las puertas del Parque Nacional (Bwindi Impenetrable Forest National Park es el nombre completo, aunque Bwindi ya significa “Impenetrable” en la lengua local llamada runyakitara). Estábamos en la esquina SO de Uganda, casi en las fronteras con la RDC, al O, y con Ruanda, al S, en las estribaciones de las montañas Virunga, con picos en el parque que alcanzan los 2.600 m.s.n.m. Bwindi es una pluviselva relicta del pleistoceno (con 25.000 años de antigüedad), que alberga la mitad de la población de los gorilas de montaña de la subespecie Gorilla beringei beringei[6].

Llegamos puntuales a nuestra cita y nos instalamos en el campamento de “nuestra” agencia de viajes, pero el responsable que estaba allí negaba ser la persona a la que nos encomendaron en Kampala. Resignados, fuimos a pagar la entrada al parque a las oficinas (40 US$ por barba para 2 ó más días) y nos apuntamos a la lista de espera para ver los gorilas… detrás de otras 40 personas. Se daba la circunstancia de que en aquella época Bwindi era el único sitio donde se podían ver gorilas de montaña, puesto que la RDC y Ruanda estaban cerradas al turismo por la guerra.

Dimos una vuelta vespertina por una senda “auto-guiada” que recorría un trozo de selva con espectaculares helechos arborescentes y una gran variedad de árboles, algunos con pinchos tremendos (que le pregunten a JJ que se apoyó en uno…) y Pablo y yo aprovechamos para darnos un chapuzón en un arroyo de montaña. Esa noche hubo un tormentón que nos hizo temer que fuéramos a salir flotando con tienda de campaña y todo… pero la tienda aguantó y las laderas de la montaña también.

La noche debió hacer reflexionar al jefe del campamento, que al día siguiente sí reconoció ser nuestro hombre en Bwindi, pero nos confesó que no tenía los permisos todavía y que estaba en ello… chamusquina de la buena. Nos apañamos un guía y nos fuimos a dar otra vuelta por la selva. Al poco de empezar, el guía nos sugirió cambiar el recorrido previsto (por el camino principal) y desviarnos hacia la ruta “autoguiada” de nuevo… El motivo era que había un grupo de gorilas que habían salido del bosque para plantar sus reales en el camino principal, en un claro junto a la puerta de entrada al Parque, y no querían que pasáramos por allí ya que había otros turistas de pago (con sus permiso ya abonados) que los estaban viendo en ese momento. Tras un largo desvío por el bosque, acabamos volviendo por otro lado al punto donde estaban los gorilas, para gran enfado de los guardas que acompañaban a los turistas apoquinadores. Uno de estos guardas se dedicó a ponerse de puntillas y a extender los brazos para intentar taparnos la visión; detrás de él sonó una rama quebrándose y, poniéndome de puntillas yo también, conseguí ver un par de crías de gorila que estaban subidas a un arbolito muy tranquilas, a escasos metros de nosotros. ¡Gorilaaaaaaaas! Me volví para decirles a Pablo y a JJ que miraran los gorilas, quienes respondieron echándome una mirada como si me hubiera vuelto loco. Intentamos ver al resto del grupo, pero no estaban a nuestra –limitada- vista y nos tuvimos que conformar con otro minutillo de ver los dos gorilitas, a pesar de la insistencia de los guías para que nos marcháramos.

Felices como nunca, volvimos al campamento, donde el jefe nos dio la buena noticia de que al día siguiente a las 11 de la mañana podríamos ir a ver los gorilas… con permisos, y la mala de que no aceptaban traveler’s checks como pago, que es el único dinero que teníamos encima, aparte de algunos dólares sueltos. Pablo y yo decidimos ir al banco en Kihihi, a unos 40 km, a toda pastilla porque eran las 14:15 y cerraban a las 15:00. No sé cómo no nos matamos, ni atropellamos a nadie por el camino: recorrimos esos 40 km de pista de montaña (habitada por mucha gente) a tumba abierta, sacando chispas a la fatigada Maruti, pero conseguimos llegar a tiempo al banco y cambiar los cheques por efectivo. A la vuelta nos lo tomamos con más calma e incluso paramos a comernos unos plátanos para celebrarlo. En realidad, la Maruti había hecho su último gran servicio… aunque de eso todavía no éramos conscientes, ni del tremendo peligro que corrimos en esa galopada por el mal estado del coche.

Por la noche nos dimos un auténtico homenaje para celebrar que íbamos a poder ver los gorilas: tras una muy necesaria ducha en unos baños públicos (a 2 US$ por barba) fuimos a cenar al “Buhoma Modern Restaurant”, regentado por el colega Livi, al que habíamos puesto sobre aviso el día anterior para que nos preparara un pollo a la bwinduesa. El restaurante estaba en el propio pueblo y consistía en una habitación de 2x2 m, con una mesa y un candil; todo para nosotros, claro, que éramos los invitados de lujo…y también los únicos. Livi estaba encantado de servirnos, aunque le pusimos en un pequeño aprieto al pedirle cubiertos, eventualidad que en ningún modo había previsto y que le llevó un buen rato solventar. Durante las dos horas que tuvimos que esperar a que la cena estuviera lista - a pesar de haber hecho el encargo el día anterior -, nos reímos muchísimo juntos comentando cosas sobre nuestros respectivos países. Le hacía mucha gracia que la cara del rey estuviera impresa en las monedas (¡de pesetas, claro!) que le mostramos, por ejemplo. Finalmente llegó la comida… y resultó no ser pollo si no gallina del imserso, con una carne más apropiada para confeccionar un sólido balón de caucho que para una digestión humana; pensamos en probarle a Livi las propiedades elásticas de su cena midiendo científicamente su rebote contra el suelo, pero no nos pareció de muy buena educación y nos la comimos en buena lid, con abundante vino de palma y muchas risas gracias a la inmejorable compañía.

Y llegó el día esperado, en el que íbamos a cumplir el segundo objetivo del viaje: ¡ver gorilas de montaña! Bueno, ya habíamos atisbado un par de crías, pero ahora podríamos disfrutar de un encuentro en condiciones… o eso esperábamos. Pablo y yo pagamos los 175 US$ del permiso al jefe del campamento directamente, pero JJ juzgó que no le quedaba ya dinero suficiente para el resto del viaje y renunció a ver los gorilas, a pesar de nuestros intentos de que se sumara a la bancarrota. Pablo y yo preferíamos comer plátanos – como efectivamente tuvimos que hacer en algunos momentos- que quedarnos sin ver a los gorilas. A las 9 vimos como los demás turistas se iban a ver los gorilas, mientras que nosotros nos quedamos haciendo tiempo y sin hablar con nadie hasta las 11, como nos habían dicho, cuando marchamos a la puerta del parque a reunirnos con los guías. Ya se habían despejado las incógnitas y estaba claro que nos iban a llevar de matute, cosa que, para descarga de nuestras conciencias, no supimos hasta el último momento… aunque rumiáramos que algo raro se estaba cociendo.

En la puerta del parque nos esperaba un guía, uno sólo, no los 3 guías (armados) y los 3 rastreadores que conformaban el acompañamiento normal de cada grupo de turistas gorilófilos. Nuestro guía era un rastreador que ni siquiera llevaba machete, para no hacer ruido y que nadie nos pillara in fraganti. Hicimos una maniobra de despiste para que si alguien nos viera pensara que íbamos por el camino principal y nos adentramos en el bosque campo a través, prácticamente corriendo ladera arriba para alejarnos cuanto antes de cualquier testigo inoportuno. El guía llevaba botas de goma y parecía no pisar el suelo de lo deprisa que progresaba, mientras que Pablo y yo, con botas de montaña de última generación (fijo que eran Chiruca), lo seguíamos como mal podíamos, echando el bofe y sudando a chorros, dando un largo rodeo para llegar a la zona de los gorilas discretamente.

No hay mal que por bien no venga, porque pudimos imbuirnos realmente de la selva de este modo y también comprobamos en nuestras carnes que todo estaba cosido de lianas y raíces, con las que nos enganchábamos y tropezábamos una y otra vez. En los claros, los pies se hundían en los arbustos sin llegar a tocar el suelo en ningún momento. Nos sentíamos como en una película de aventuras.

Al cabo de una hora empezamos a ver rastros de gorilas, pero el guía callaba y nosotros solos no podíamos saber si eran frescos o viejos. Transcurrió media hora más trepando y comenzamos a preocuparnos y enfadarnos por si el guía nos estaba timando o metiéndonos en algo mucho peor[7], pero pedía que confiáramos en su palabra y objetó que era mucho más difícil encontrar a los gorilas sin la ayuda de otros rastreadores.

A las dos horas de estar subiendo llegamos al borde de un claro donde encontramos un arbusto recién pisoteado, lo que por fin nos hizo ver las cosas de otro color. Entramos en el claro y el guía nos pidió que esperáramos sentados mientras iba a echar un vistazo. En ese momento, Pablo y yo no pudimos evitar pensar cómo íbamos a salir de allí si el guía desaparecía… cuando oímos en la parte más alta del claro el grito de un gorila golpeándose el pecho, ¡los habíamos encontrado!

El guía regresó por nosotros y subimos juntos a la cabecera del claro. Al principio sólo veíamos una maraña de plantas, pero de repente vimos a unos 3 m de nosotros una gorila hembra mirándonos despreocupadamente. El cansancio, los nervios y la desconfianza se esfumaron súbitamente y entramos en otra realidad,  deslumbrantemente bella. Poco a poco comenzaron a verse por todas partes a nuestro alrededor más gorilas moviéndose y comiendo, la mayoría hembras y juveniles. Uno de los dos machos jóvenes (espaldas negras o “blackbacks”) salió de un arbusto a metro y medio de mí y se me quedó mirando, en un reto sutil. A los 5 minutos el guía nos señaló al macho de espalda plateada (“silverback”), el líder de la familia, que estaba un poco apartado y comía sentado, de espaldas a nosotros. Lo primero que vimos es su brazo enorme arrancando hojas con delicadeza; después, nos miró de reojo por encima del hombro un par de veces. Pretendía no hacernos ni caso –como todo el resto del grupo- aunque en realidad no perdía ojo de nuestros movimientos, como buen patriarca.


Foto 8. Ruhondeza, el macho de espalda plateada al que le gustaba mucho dormir.


[El grupo se llamaba “Mubare” y era el primero (allá por 1991) y uno de los únicos dos habituados para el turismo en ese momento. Hoy en día hay nueve grupos habituados para el turismo en Bwindi (y uno más para investigación), a los que hay que añadir otro grupo más habituado en Mgahinga Gorilla National Park (eso sólo por parte de Uganda). El grupo Mubare estaba compuesto entonces por 16 individuos, habiendo muerto otro dos semanas antes por causas desconocidas. El espalda plateada se llamaba Ruhondeza (“el que duerme mucho”), al que se añadían los 2 espaldas negras, 6 hembras adultas y 7 jóvenes y crías pequeñas. Ruhondeza tenía entonces 36 años –se calcula que nació en 1962- y fue el gorila salvaje más longevo que se conoce, ya que murió en 2012 con unos 50 años. Fue Era un personaje tan conocido y querido en el país que tras su muerte le pusieron una estatua en Kampala.]

Al ratito, Ruhondeza se giró y se quedó mirándonos unos segundos, apoyado con un brazo en el suelo y con el otro asido a una ramita, ¡era precioso! Seguía sin hacernos caso aparentemente y pudimos ver bien su espalda plateada. Llamaba la atención su tamaño, pequeño en relación a otros gorilas de montaña; no creo que pasara de 1,60 m de pie. Los gorilas de Bwindi son más pequeños que los de Virunga y ésta y otras características físicas (extremidades relativamente más largas, tronco más corto, pulgares más cortos, etc.) y ecológicas (viven a menor altitud y mayores temperaturas, son más arbóreos, tienen mayores áreas de campeo, comen más médula vegetal y frutas y menos hojas, etc.) hicieron durante un tiempo dudar de si pertenecían al mismo taxón que aquellos (G. beringei beringei, como se ha determinado finalmente) o si podían ser en realidad gorilas de la subespecie G. beringei graueri, como los de zonas de la RDC (Kahuzi-Biega, Maiko, Kisimba-Ikobo…).

Acto seguido el macho de espalda plateada se puso a andar claro abajo, mostrando de nuevo sus canas. Algunas crías nos observaban con curiosidad unos segundos y luego seguían comiendo con sus madres, mientras que los muchachuelos ya destetados jugaban a pelearse entre bocado y bocado y trepaban por los arbustos. El grupo estaba distribuido por todo el claro y nos movíamos despacio de unos gorilas a otros para observarlos, pero no conseguimos verlos a todos.

En definitiva, estábamos literalmente incrustados en medio de una familia de gorilas de montaña que seguían haciendo su vida normal en un claro del bosque, pero que al mismo tiempo estaban aceptando la visita de otros primates similares, pero extraños y muy cotillas –además de potencialmente mortíferos- e incluso mostrando su propia curiosidad hacia nosotros, con sutileza y con cautela. A la vez, era imponente tener animales tan grandes y poderosos a escasos metros, pero sus gestos, sus miradas y todo su comportamiento en general era tan suave que en ningún momento nos intimidaron (aunque es cierto que no vimos a Ruhondeza al principio golpeándose el pecho, cuando debió asustarse un poco por la visita imprevista). Estar cerca de unos seres tan cercanos a nosotros, altamente inteligentes y físicamente tan parecidos, provoca unos sentimientos que no surgen cuando se está observando otros animales; el pensamiento que se viene a la cabeza es algo así como “esto es otra cosa”, encajan en una categoría mental diferente a otros animales, por decirlo de algún modo. Lo mismo nos sucedió con los chimpancés, especialmente cuando los vimos bajar del árbol y alejarse andando semi-erguidos por el suelo del bosque de Kibale… Son experiencias que ponen los pelos de punta y que provocan que volvamos a calibrar nuestro lugar en el mundo, ciertamente.



Foto 9. Pablo en éxtasis con gorila al fondo. 

Al cabo de 45 minutos el guía estaba ya ansioso por que nos fuéramos, aunque asumía que la duración de la visita a los gorilas nunca satisface a nadie, así que aprovechamos para insistirle en permanecer un poco más. Nos quedamos en el lindero del bosque y los gorilas decidieron, justo entonces, adentrarse de nuevo en la selva. Salieron en una columna justo delante de nosotros y la última imagen que vimos fue el macho adulto a cuatro patas, una hembra con una cría y una hembra joven, que se pararon un momento antes de seguir su camino. Eran las 2 de la tarde, así que probablemente irían a echarse la siesta de mediodía a otro lado. Nosotros también nos fuimos, en estado de alucinación absoluta y casi levitando de la emoción.

Volvimos de nuevo campo a través y cruzando el río, tardando casi una hora en bajar al camino de entrada. El guía le tuvo que dejar a Pablo su impermeable porque su camisa estaba literalmente deshecha en sudor y nos delataría. Pasamos disimulando por la puerta del parque con la sensación –  constatación, más bien- de que todos los guardas sabían perfectamente de dónde veníamos, con aquella cara de emoción y de cansancio que traíamos. Sea como fuere, ¡lo conseguimos!

Llegamos a las 3 de la tarde al camping, donde JJ nos esperaba impaciente y algo preocupado, ya que tardamos cuatro horas en total. Sin hablar con nadie más, recogimos nuestras cosas y nos despedimos de nuestro contacto, marchándonos cuanto antes en dirección a Kabale, al SE, por pistas de montaña con vistas espectaculares, aunque ya fuera de la selva. Sólo comimos plátanos… (¡nunca he estado tan delgado como a la vuelta de ese viaje!). El día se despidió con la imagen bellísima de unas grullas coronadas (Balearica regulorum) posadas en un árbol seco y listas para pasar la noche en una garganta. Paramos a dormir en Kabale y nos pasamos horas comentado las vivencias del día, bajo una fuerte lluvia. Entre otras cosas, nos reímos mucho de que habíamos dado gusto por fin a nuestro padre, quien cuando se enfadaba con nosotros cuando éramos pequeños nos mandaba al Congo con los gorilas. Dicho y hecho…  aunque en Uganda.


Foto 10. Y yo mismo, depauperado por la dieta de plátanos.

Un nuevo día: el plan era hacer tres etapas de carretera para estar de vuelta en Nairobi al finalizar el tercer día: primero de Kabale hasta Jinja, luego hasta Eldoret -ya en Kenia- y finalmente hasta Nairobi. En ese primer tramo pasamos por la puerta del Lake Mburo National Park, pero la entrada costaba 80 US$ que necesitábamos para la gasolina, así que nos tuvimos que conformar con ver los impalas (Aepyceros melampus) y las cebras (Equus quagga) que se movían por ahí. El día estaba lluvioso a ratos y paramos a comer en un restaurante indio en la ciudad de Masaka, compensando la hartada de plátanos un poco, desde la que sólo quedaban 137 km a Kampala.

Nuestra ya maltrecha Maruti empezó a hacer un ruidillo muy raro pasadas las 5 de la tarde, con Pablo al volante, y al poquito pude presenciar un curioso hecho desde la ventanilla derecha trasera: una rueda solitaria en llamas – con palier y todo- nos adelantaba por la carretera. ¡Era nuestra rueda trasera derecha, que se había salido con parte del eje! El coche también echaba humo y chispas, pero Pablo mantuvo la calma perfectamente y dejó simplemente que el coche se parara por sí solo en el arcén, que estaba muy resbaladizo por la lluvia. Tuvimos muchísima suerte y no volcamos ni nos pasó absolutamente nada, simplemente nos quedamos ahí parados con cara de tontos… hasta que se nos ocurrió hacernos fotos con la rueda defenestrada para celebrar que seguíamos vivos y, lo cortés no quita lo valiente, ponernos a mentarle la madre a George de la jungla por alquilarnos tal bazofia (ojalá algún día reaparezca la foto de Pablo con el trofeo de la rueda bajo su inmenso pie, que anda perdida). Pasamos a la acción y me fui a buscar una grúa montado en la parte trasera de una pickup que pasaba por allí. Por suerte, estábamos tan sólo a 10 minutos de distancia de los primeros arrabales de Kampala, así que conseguimos la grúa y guardamos el coche –inservible- en un taller que más bien parecía una chabola, sin hacer ningún papel ni ninguna formalidad. Hecho esto, nos fuimos a dormir a un buen hotel en Kampala, decidiendo de paso que volveríamos a Nairobi en avión… tras haber leído que habían puesto una bomba en un autobús de pasajeros recientemente.

A la mañana siguiente recurrimos con gran alegría a la tarjeta de crédito que llevábamos para grandes emergencias y salimos fulminantemente de pobres en otro Barclays Bank de la capital. Con la pasta contante y sonante en mano fuimos a sacar los billetes de avión y luego nos encargamos de recoger el coche en grúa – increíblemente lo encontramos en la maraña de chamizos de los arrabales- y lo depositamos tal cual estaba en el aparcamiento de nuestro hotel, poniéndolo junto con sus llaves y documentación bajo la custodia –contra recibo, por supuesto- del director del establecimiento. Comimos opíparamente y acto seguido volamos desde el aeropuerto de Entebbe a Nairobi, a donde llegamos en apenas 50 minutos. A la arribada nos estaba esperando un empleado de George que nos llevó a nuestro hotel… e intentó que le pagáramos la gasolina por ello, cosa que nos negamos a hacer. Hacía frío en Nairobi y no salimos del hotel esa noche.

Viernes en Nairobi: de buena mañana fuimos a la Kenyan Association of Tourist Operators (KATO) para que nos aconsejaran respecto al coche y a George, pero su compañía no pertenecía a la asociación y no podían hacer nada. Nos reunimos con el ínclito propietario de la Maruti en la terraza de un café y discutimos larga pero cordialmente la situación, llegando finalmente a un acuerdo mutuo y por escrito de no acusarnos de nada, gracias a las dotes de paciente negociador de Pablo (como siempre). Punto y final de la cuestión por nuestra parte.

El resto del tiempo que nos quedaba en Nairiobi –un día y medio- lo pasamos visitando el Museo Nacional –preciosos los retratos de tribus keniatas de Joy Adamson y emocionante la pequeña sección de evolución humana- y librerías e hicimos una segunda visita al Parque Nacional de Nairobi. Allí vimos el monumento que conmemora la quema de toneladas de marfil de elefante que hizo Richard Leakey. Dos leones machos despidieron la visita al Parque y el viaje, regresando a Madrid el 30 de agosto, 30 días después de nuestra llegada.

Escribo esto 26 años después –día por día- de la visita a los gorilas. En conjunto, fue un viaje deslumbrante que aunó el safari familiar que todos atesoramos como las vacaciones más queridas (en la edad adulta), seguido de una aventura muy intensa y que salió muy bien, en definidas cuentas.

Por supuesto, tengo ya muchas ganas de volver a Bwindi  y a Kibale, pero daría mucho, casi todo, por poder repetir ahora aquella cena en el Buhoma Modern Restaurant en esa compañía. Seguro que también está de acuerdo mi querido José Javier.

Pablo, cómo te echamos de menos, va por tí este relato.


Foto 11 . Esta foto de un viaje muy posterior, de un reencuentro en el P.N. Kruger en Sudáfrica en 2013, es un tesoro para mí. 


 

 

 

 

 

 




[2] Tan malo era realmente que mi generoso y fantástico padre nos invitó a todos a volver del Mara a Nairobi en avioneta, para ahorrarnos las largas horas de zarandeos constantes que hicimos sorteando charcazos y baches a la ida.

[3] Los cheques de viaje eran unos títulos monetarios que se podían cambiar por dinero local en los bancos en el extranjero. Tenían la ventaja de que no se podían cobrar sin dos firmas del propietario, por lo que si se perdían o te los robaban, se podían anular sin perder el dinero. En algunos sitios eran aceptados directamente en vez del efectivo. Eran útiles para no viajar con grandes cantidades de dinero en efectivo, pero por otro lado cambiarlos por dinero contante y sonante solía llevar un buen rato en un banco.

[4] Kakamega Forest National Reserve | Kenya Wildlife Service (kws.go.ke)

[5] He comprobado con alegría que sigue existiendo la asociación comunitaria del santuario y que ha crecido saludablemente: About KAFRED – Bigodi Wetland Sanctuary (bigoditourism.com)

[6] En ese momento (1998) se estimaba que había unos 300 gorilas de montaña en Bwindi, que han aumentado hoy en día (2024) hasta los 450 ejemplares aproximadamente (en Bwindi y en el P.N. Sarambwe contiguo, en la RDC). La población total de gorilas de montaña (Bwindi + Virunga en Ruanda, Burundi y RDC) es ahora de algo más de 1.000 ejemplares. De hecho, es el único taxón (subespecie en este caso: G. beringei beringei) de gran simio cuya población está en aumento hoy en día, habiendo pasado en 2018 de la categoría “En peligro crítico” de extinción a la categoría un poco más favorable de “En peligro”.

[7] Como lo que sucedió al año siguiente, cuando los interahamwe se internaron en Bwindi desde la RDC y secuestraron a un grupo de 31 turistas, con resultados horrorosos que no es menester detallar aquí.