A los que a veces se quejan de que el P.N. de Kruger “parece un zoo” o dicen que “no es realmente salvaje” les suelo contestar que se bajen del coche a dar una vuelta… y que luego me lo cuenten.
Y eso es lo que hicimos
exactamente hace un par de semanas: bajar del coche y echar a andar… durante
cuatro días y con dos guías armados, que no estamos locos.
Aunque sabíamos que se podía
hacer, ha hecho falta que dos amigos –Lola y Frank, ¡residentes en Pakistán!-
hayan contratado casi a ciegas una de estas excursiones para que por fin nos
hayamos puesto a ello. Ganas no faltaban, pero se requieren al menos cuatro personas
(máximo ocho) ávidas de meterse en harina y bastantes días para hacerlo. Esta
vez nos juntamos los dos colegas venidos de Pakistán y mi amigo Rubén, con lo
que alcanzamos el mínimo necesario de insensatos (pero echamos mucho de menos a
la novia de Rubén, Leo, que no pudo venir por problemas de último minuto; y a
Silvia, que no pudo venir porque no le parecía de sentido común).
El Kruger es de los pocos parques
nacionales africanos que ofrece la posibilidad de recorrerlo a pie durante
varios días y pernoctando en el campo (aunque también ofrece rutas a pie yendo
y viniendo de un campamento fijo, paseos de medio día, etc.). Hasta ahora sólo
había hecho en otros sitos o aquí paseos de medio día y acampadas en sitios muy
salvajes pero con el coche al lado, así que la perspectiva de recorrer el
parque sin el apoyo de un vehículo, ni más comunicación que el teléfono
satélite para emergencias de los guías, era por sí sola muy emocionante.
En el Kruger llevan muchos años
haciendo estas caminatas y la profesionalidad de los guías permite que se
registren muy pocos accidentes, afortunadamente. Dos guías en cada grupo, con
amplia experiencia, vista infalible y sendos pedazos de rifles del calibre .458
(capaces de tumbar a un elefante en caso de extrema necesidad, si se sabe
usarlos), aseguran en la práctica que la caminata transcurra en toda
tranquilidad. Más allá de ofrecer completa seguridad, los guías conocen el
terreno como la palma de su mano, así como la vida y milagros de toda la fauna
y flora que se puede encontrar en el camino.
Nosotros hicimos la Mphongolo
Backpack Trail, que transcurre por el norte del parque, a unos 300 km al norte
de la entrada de Crocodile Bridge. Hace falta un día entero para llegar hasta
Shingwedzi, el campamento desde el que se inicia la caminata, lo que resulta
perfecto para recorrer casi todo el parque de Sur a Norte y disfrutar de los
múltiples y diferentes paisajes que se atraviesan. Con la suerte en los
talones, nos cruzamos con dos leopardos
y una familia de hienas en el camino, además de los consabidos elefantes y
otros múltiples bichejos.
Nuestro transporte hacia el punto de partida de la caminata |
Tras una mañana de últimas
compras y revisión de la mochila –hay que llevarlo todo, incluyendo tienda de
campaña y comida- , nos reunimos con los guías a mediodía. Sin charlas
previas nos dirigimos al punto de salida de la caminata, a hora y media de
camino en coche, viendo tres leones machos y muchos búfalos por el camino para
que no se nos olvidara dónde nos íbamos a meter.
Lola, yo, Frank y Rubén, listos para salir |
El coche nos dejó en el cruce de
un camino de servicio con un pequeño río… y se fue, dejándonos a los seis solos
bajo una acacia para acabar de repartirnos las cargas y escuchar las normas de
seguridad. Básicamente son tres: andar en silencio, en fila india y no salir
corriendo nunca… pase lo que pase. Nada de los consabidos consejos de cómo
comportarse con cada especie de animal si surgen problemas, que acaban dejando
a la gente más confusa que informada, lo que se agradece. Una norma adicional
es la de permanecer siempre por detrás de los guías en caso de encontrarse con
algún animal peligroso a poca distancia.
Los animales peligrosos –dejando
aparte las serpientes y los cocodrilos- son principalmente los hipopótamos, los
elefantes (sobre todo las hembras con crías), los leones (ídem), los búfalos (en este caso, los machos solitarios o en
grupitos) y los rinocerontes. Desgraciadamente en la zona de la caminata apenas
quedan rinocerontes, ya que está muy cerca de la frontera con Mozambique y los
furtivos han acabado con todos los que había. Tampoco había hipopótamos ya que
los ríos que recorrimos estaban casi secos y los leones estaban presentes en
muy bajas densidades. Las hienas moteadas también pueden ser peligrosas, sobre
todo por la noche, pero normalmente se mantienen alejadas de la gente.
Con un sol de narices y a más de
35 grados, comenzamos la caminata con la emoción por las nubes… y a los 5
minutos de empezar nos encontramos a los primeros compañeros de habitación:
tres grandes elefantes sesteando a la sombra de unos árboles a la orilla del
río. No fuimos conscientes entonces, pero éste fue uno de los momentos más
comprometidos de la caminata. Los elefantes estaban a apenas 75 metros y eran
perfectamente conscientes de nuestra presencia, pero no les inquietó tanto como
para abandonar su placentera actividad y seguimos adelante sin problemas.
Poco a poco la excitación de los
primeros momentos dio pasó a la concentración en ver qué animales iban huyendo
a nuestro paso. Por todas partes nos íbamos topando manadas de impalas, los
grandes mamíferos más abundantes del parque. Primero oíamos sus resoplidos de
alarma y después los veíamos saltar y correr cuando ya estábamos muy cerca.
Como hacen con otros depredadores, los impalas a veces daban unos saltos
desmesurados para demostrar simplemente su buena forma física e indicarnos que
no se iban a dejar atrapar fácilmente. Curiosamente, cuando no estaban tan
cerca y no nos parábamos a verlos no huían, pero si nos parábamos sí que lo
hacían. Parece que el hecho de pararse a observarlos denota una actitud propia
de un depredador, lo que los hace huir, y sin embargo seguir caminando es más
propio de un animal que no tiene mayor interés en ellos.
Claro está que las reacciones de
los animales frente a los humanos son completamente distintas cuando se va en
un coche que cuando se camina. Todos los animales –menos algunas excepciones
como los osos polares- tienen miedo de los humanos. En los parques nacionales
se acostumbran a los vehículos, que no suponen ningún peligro normalmente para
ellos, pero cuando se va a pie huyen en cuanto pueden. Lo que hay que intentar
controlar con animales potencialmente peligrosos es la distancia, pues sí no se
ha visto al animal a tiempo o viceversa, una distancia demasiado pequeña entre
una persona y un animal puede desencadenar un ataque defensivo, incluso de animales
aparentemente pacíficos.
Además de los impalas,
omnipresentes, fuimos desencamando algunos duikers (cefalofos, pequeños
antílopes que van en pareja), grysbok (parecido a los duikers, y especie nueva
para mí), kudúes y nyalas. Entre antílope y antílope, nos fuimos deleitando aún
más la vista con muchas y diversas especies de pájaros, árboles de mil
variedades y paisajes memorables.
Tristemente, también encontramos
una muestra de la execrable labor de los furtivos: un cráneo de una hembra de
rinoceronte blanco con los cuernos arrancados a machetazos. Llevaba mucho
tiempo allí y era bien conocido por los guías y el personal del parque.
Desolador.
Cráneo de rinoceronte blanco cazada por furtivos para vender sus cuernos |
Recorrimos sólo unos 5 km esa
tarde y nos paramos en la orilla del río Pongwane a montar el primer
campamento. Acabamos pronto, porque la tarea consistió en montar las tiendas y
dejar a un lado la pala (imprescindible para atender las necesidades
fisiológicas), el botiquín y el cubo plegable. La siguiente tarea, y la más
importante, fue ir a por agua al lecho del río. Era el final de la estación
seca y el río estaba reducido a unas pocas pozas de tamaño variado. A estas
alturas el agua no fluye en superficie y aparece estancada y bastante sucia, y
las orillas de las charcas están plagadas de huellas y excrementos de todo tipo
de animales. No sólo las orillas, porque en casi todas las pozas, por muy
pequeñas que parezcan, hay también cocodrilos cuyo tamaño no guarda ninguna
relación con el de las charcas.
Acampados para pasar la primera noche |
Habíamos llevado pastillas para
clorar el agua, pero los guías nos enseñaron una forma mucho mejor de tener
agua limpia y bastante fresca para beber –sin clorar- y lavarnos. Es una cosa
que hacen los elefantes y consiste en simplemente cavar un agujero en la arena,
cerca de la charca, y dejar que el agua del subsuelo aflore lentamente a la
superficie. Luego basta con no remover el fondo para obtener agua rica y
limpia. Al no haber enfermedades en esta zona –bilarzia o giardia u otras
cosas- bebimos de esta manera todos los días. Si el agujero está muy cerca de
la charca, conviene también que alguien vigile por si algún cocodrilo decide
hacerse el gracioso (normalmente se cuidaban mucho de dejarse ver).
Aquí anochece muy temprano, a las
6 de la tarde, y poco más tarde hicimos la cena. A las 7:30 ya estábamos
ociosos… y listos para irnos a la cama. Los guías nos informaron de que no se
levantaban hasta las 5:30 (amanece a las 5) y de que no podíamos permanecer en
la tienda con la luz encendida, pues podríamos despertar la curiosidad de algún
bichejo indeseable… Así que desde las 19:30 hasta las 5:30 (¡10 horas!)
teníamos que dormir y dormir. Eso me preocupaba un poco porque no suelo dormir
tanto, pero conseguí retrasar la “condena” en media hora haciendo hablar a mis
amigos un rato extra… ¡hasta las 8! A esa hora los guías estaban acostados –y
los rifles recogidos- y muy pronto nos entraron las ganas de meternos en las
tiendas hasta el día siguiente.
Nuestra terraza |
La noche fue muy tranquila y no
se hizo tan larga… al menos para Rubén y para mí que debemos dormir con
fruición. El resto de la humanidad presente se despertó varias veces gracias a
los fuertes ronquidos de un leopardo en celo que estuvo deambulando por las
cercanías… pero nosotros dos no lo oímos ni una sola vez. Uno de los guías
incluso se levantó en medio de la noche para echar un ojo, pero no consiguió
verlo. Me arrepentí de no haber llevado mi cámara trampa a la caminata, pero
los 14,5 kg de peso de la mochila ya me parecían bastante.
El momento de salir de la tienda
por la mañana, siendo el primero y cuando todavía no había acabado de amanecer,
fue también emocionante. Primero saqué la cabeza y eché una buena mirada
alrededor, y sólo después de eso me incorporé y me estiré ya fuera de la
tienda. Ni que decir tiene que el ruido de la cremallera ya había puesto sobre
aviso a los guías, pero no había problema, nada por los alrededores
aparentemente.
Hora de tomar un café y desayunar
un poco mientras acababa de amanecer. Esa mañana dejamos las tiendas puestas,
con los mochilones dentro, y nos fuimos ligeros de carga a dar un buen paseo
con calma por el bosque. En el seno de la sabana que cubre esta zona hay
rodales de árboles enormes –leadwood, por ejemplo, el árbol de la “madera de
plomo”, jackalberries, acacias amarillas…- llenos de pájaros: calaos, abubillas
de bosque, estorninos, palomas verdes y tórtolas de varias especies, loros de
cabeza gris, etc. Los impalas, duikers y nyalas son los antílopes que se ven con
más frecuencia. Pero también nos topamos con algunas jirafas, que se cuidan de
poner tierra de por medio rápidamente pero se quedan cotilleando desde la
distancia durante largo rato. Muchas veces, desde el coche, hemos descubierto
leones gracias a este comportamiento de las jirafas, que con su mirada nos
delatan a los predadores.
Pajareando bajo un jackalberry |
La mañana pasó rápido disfrutando
de la tranquilidad del bosque y volvimos al campamento para comer y
refrescarnos un poco. Esto consiste en lavarse con la ayuda del cubo plegable,
que es muy útil cuando hay cocodrilos porque te puedes llevar el agua a otra
parte más segura.
El calor seguía siendo muy
intenso y algunos impalas se acercaron a beber al río. Justo cuando los guías estaban
en su turno de bajar a refrescarse, oímos unos graves mugidos y ruidos de ramas
rotas muy cerca del campamento. Nos incorporamos para ver qué era pero no
conseguimos divisar nada; los guías desde abajo nos señalaron que eran búfalos… y siguieron con su ducha tranquilamente. Nosotros no tanto, pero los
búfalos parece que nos olieron y se alejaron sin dejarse ver.
Por la tarde nos desplazamos de
nuevo, ya con todo a cuestas para buscar otro sitio para acampar. Los guías se
tomaban la excursión con calma y sin planes exactos que cumplir ni puntos fijos
a los que llegar. Gracias a eso fuimos decidiendo sobre la marcha lo que nos
apetecía hacer y dónde quedarnos (valía cualquier sitio en el lecho del río o en
las orillas, con visibilidad y agua), y también cuánto íbamos a andar, dentro
de un orden. Esa tarde la caminata fue corta, apenas 5 km, y nos dedicamos a
ver los bichos con calma... hasta que Marina, la guía (y primer rifle)
divisó el culo de un elefante a unos 400 metros en un alarde de buena vista.
Nos paramos y vimos que no estaba solo, y que además era un grupo familiar de
hembras con crías (siempre con machos jóvenes también).
Elefantas y sus vástagos |
Con el camino cortado –íbamos
siguiendo ahora una pista de servicio- por los elefantes y, antes de que nos
detectaran, volvimos a la orilla del río a evaluar la situación. Por suerte los
elefantes siguieron ajenos a nuestra presencia y acabaron adentrándose en el
lecho seco del río a comer y a descansar. Algunos jovenzuelos, de buen tamaño
no obstante, incluso aprovecharon para tumbarse de costado en la arena un
ratito. Desde la orilla, quedándonos bien quietos y con el viento a nuestro
favor, pudimos saborear estos momentos. Al cabo los elefantes se
marcharon por fin por la orilla contraria y nos dejaron paso libre, lo que agradecimos.
No nos detectaron en todo ese tiempo.
Comiendo en el lecho del río |
Shaun y Marina; todo controlado |
Muy felices, seguimos camino un
poco más hasta que se hizo hora de acampar. El sitio que Marina tenía en mente
estaba en el lecho del río junto a una poza de agua, pero nos llevamos la
desagradable sorpresa de que había muy poca y bastante sucia. Ni siquiera el
método del agujero en la arena dió resultados: lo que salía de ahí estaba también
demasiado turbio para beber. No fue mucho problema porque teníamos las botellas
casi llenas en las mochilas; las
siguientes pozas quedaban un poco lejos para ir a estas horas, así que acampamos
sin más ahí mismo.
Lola y Frank preparándose para la segunda noche |
Esa tarde el cielo fue cubriéndose
de nubes y ya por la noche el viento se levantó con fuerza. Justo con la
suficiente para tumbar mi pequeña tienda de campaña sobre un costado y de volar
la de Rubén un par de veces. Conseguimos volver a ponerlas en su sitio con
algunas piedras, pero la de Rubén siguió agitándose fuertemente durante buena
parte de la noche. Al final incluso llovió durante un ratito pero, aparte de eso, la
noche transcurrió tranquilamente.
Por la mañana cuando nos
levantamos comprobamos si algún bicho había venido a visitarnos buscando huellas
en la arena, pero no fue el caso. Me sorprendía mucho que en no viéramos en
toda la excursión ni una huella de chacales (el de lomo plateado es de lejos el
más común aquí), ni se acercaran a olfatear por el campamento. De hecho, sólo
al anochecer oímos una pareja aullar a lo lejos. En conjunto, en 16 visitas al
Kruger, he visto menos chacales aquí que, por ejemplo, guepardos o licaones.
Los chacales son los depredadores más comunes y abundantes de África, pero por
alguna razón en el Kruger no se dejan ver ni en pintura. Marina y Shaun me
confirmaron que, al menos en esta zona, es muy raro verlos o encontrar sus
huellas.
Amaneció con el cielo cubierto
por nubes y la temperatura mucho más baja que el día anterior, así que
aprovechamos para cubrir una buena distancia (unos 12 km, que tampoco es para
cansarse mucho… ). Pero lo primero que teníamos que hacer era repostar agua.
Nos pusimos en camino temprano y a un par de kilómetros encontramos una poza
mayor con agua más limpia. Allí Lola y Marina abrieron un hoyo con la pala y
por fin pudimos coger agua buena y clara… y lavarnos un poco con el famoso
método del checo-checo.
Lola y Marina cavando para sacar agua |
Cerca de ese punto encontramos
las huellas de un leopardo que pasó por allí quizás un par de días antes.
Huella de leopardo |
También de vez en cuando
avistamos un elefante macho abrevando en alguna poza del río, pero estos nos
detectaban pronto y ponían tierra de por medio casi inmediatamente.
Las cosas pequeñas son igual de
interesantes que las grandes, y Marina nos enseñó el precioso nido de una
especie de pequeña avispa que ya habíamos notado alguna vez dándonos
inofensivos pero molestos picotazos. Para la foto, Marina opinaba que la mejor
referencia de tamaño sería una bala del calibre .458, objeto que todos tenemos en casa…
Nido de avispilla tocanarices |
Más jirafas se apartaron a
nuestro paso y llegamos a las ruinas de la casa de un ranger que vivió aquí
hacia los años 50 del pasado siglo. Debió ser muy manitas, porque casi toda la
estructura se conservaba muy bien, e incluso las mosquiteras estaban intactas.
Eso sí, nadie se animó a entrar en la pequeña vivienda… que a saber lo que se podía
encontrar uno allí (me refiero a las bichas).
Mientras nos entreteníamos imaginándonos
cómo sería la vida de este bravo boer, solo en un recodo boscoso y lleno de vida
del río Pongwane, Shaun avistó un elefante –una elefanta, de hecho- no muy
lejos de nosotros, en nuestra misma orilla. Ambos guías se pusieron en modo
alarma y nos asomamos con cuidado y controlando el viento a ver cuántos
elefantes había: ¡muchos! Una buena manada de unos 30 elefantes con crías estaba
cruzando de la orilla de enfrente a la que ocupábamos nosotros, a unos 200
metros río arriba. El viento estaba a nuestro favor y no nos olían, pero
pasamos un buen rato esperando a ver en qué dirección seguían una vez cruzado
el río. Por suerte decidieron hacerlo río arriba, en dirección de
donde veníamos.
Cuando aún no habían desaparecido
esos 30 nos dimos cuenta de que el resto de la manada familiar, quizás otros 50
elefantes, estaba cruzando el río unos pocos cientos de metros más abajo. Estábamos
rodeados, los 30 elefantes río arriba y los otros 50 (probablemente dos partes
de la misma manada) río abajo, y nosotros en medio. El viento estaba haciendo
gracias y cambiando de un lado para otro. Los 50 últimos mastodontes se entretuvieron
largamente comiendo en el lecho del río, a nuestra vista, y algunos se fueron adentrando
en nuestra orilla, teniendo que pasar previsiblemente cerca de donde estábamos para
reunirse con los otros 30.
A la vez, un goteo de elefantes retrasados seguía
pasando por la orilla de enfrente río arriba, apretando el paso para no perder
a los primeros 30. Marina fruncía el ceño y discutía con Shaun la situación,
mientras observábamos qué hacían los elefantes, que seguían sin darse cuenta de nuestra presencia. Al
cabo de unos minutos, y visto que el goteo de retrasados parecía haber parado
en la orilla de enfrente, decidió que cruzáramos a esa misma orilla andando
despacito para no alertar a ningún elefante. Sabia decisión.
Cruzamos y vimos con alivio,
desde lo alto de la orilla, que el goteo de elefantes por allí había parado. Con todos los elefantes ya de camino a
la orilla que acabábamos de dejar, nos relajamos y estuvimos viéndolos desde
bastante cerca con más calma. El viento por fin nos delató y los últimos del
grupo de 50 nos ventearon y huyeron alarmados hacia la casa del ranger a
reunirse con el resto de la manada.
Bien está lo que bien acaba, y
salimos airosos de la encrucijada de elefantes en la que nos metimos casi sin
darnos cuenta.
Por cierto que los elefantes
tienen un rico lenguaje en forma de vocalizaciones y muchas de ellas son
infrasonidos que nosotros no podemos oír. Hace poco se ha descubierto que
tienen un infrasonido específico para alertarse entre ellos de la presencia de
seres humanos; seguro que lo han utilizado ahora mismo con nosotros. En estos
lares no esperarían encontrarse con humanos… y los pocos que pueden
encontrarse -furtivos en busca de rinocerontes- no suelen ser amistosos.
Todavía los furtivos no se dedican aquí a los elefantes –sólo recientemente han
matado el primero en 10 años en el Kruger- pero a medida que pase el tiempo es
de esperar que la actitud de los paquidermos frente a los humanos se vuelva más
huraña, lo que Marina cree que ya está empezando a pasar.
Seguimos adelante otro par de
horas para aprovechar el tiempo fresco y hacer todo el recorrido del día del
tirón, como habíamos planeado, parando sólo a beber agua y comer algo rápido.
Sin más novedad llegamos al lugar
de acampada a media tarde: una curva suave del lecho del río en el que había unas
grandes pozas de agua. Lo primero que Marina nos dijo es que sabía que ahí
había algún cocodrilo especialmente grande, así que cuidado.
Frank decidió que era un buen
momento para apurar su cantimplora de 2 litros de vino tinto, así que nos pusimos
a ello inmediatamente; todo por ayudarle a rebajar el peso de su enorme
mochila. Y también el fluido actuó inmediatamente en nuestro colega, que sufrió
un repentino ataque de euforia y decidió, tras una buena parrafada, ayudar a
Shaun a cavar el agujero en la arena para sacar agua. Todo esto luciendo su
holandesa palidez, sin camisa, bajo el sol tropical que volvía a brillar con
fuerza... Cosas veredes, pero Frank disfrutaba como un crío y nosotros con él.
Aquí la arena estaba menos
apelmazada y fue necesario reforzar las paredes del pequeño pozo con unas
buenas piedras… Y no menos necesario era vigilar la poza junto a la que estaba
el agujero mientras íbamos sacando agua de él. Marina lanzó unas piedras para
avisar a los cocodrilos de que no se atrevieran a asomar el hocico mientras sacábamos
agua… ¡o se las verían con su Winchester Magnum .458!
En esa parte del río había mucha
actividad gracias a la abundancia de agua. Mientras me lavaba con el cubo, unas
cebras se asomaron a la orilla de enfrente, algunas jirafas bajaron a beber al
otro extremo de las pozas, y una familia de facóceros se plantó casi en las
narices de Rubén... antes de darse cuenta de lo mal que olía y de salir corriendo.
Me preocupaba un poco que estuviéramos privando a algunos animales de bajar a beber, pero las
pozas se extendían más allá de la curva del río y la molestia no era
demasiado grave, podían ir a beber un poco más lejos.
Pasamos el resto de la tarde descansando y vigilando las
pozas, pero los animales desconfiaban demasiado de nosotros y no vimos mucho
más. Cayó la noche y nos deleitamos observando el cielo estrellado que se veía con
una claridad absoluta, y con otras luces titilantes que recorrían el río de un
lado a otro: las de las luciérnagas. Hay muchas aquí, lo que siempre me hace
pensar en las pocas que se ven hoy en día en España, en comparación con las
noches de verano de cuando era un crío, cuando era bastante habitual verlas en
el jardín de cualquiera de las casas donde veraneábamos. Mis amigos están de
acuerdo en que se han hecho una cosa rara en Europa.
Pero aquí no, y le enseñé a Shaun
–el otro guía y marido de Marina- la manera de atraerlas apagando y encendiendo
la linterna frontal con una intermitencia regular. Bastaba hacer eso durante
unos segundos para que alguna luciérnaga viniera volando, desde bien lejos
incluso, hasta la luz del frontal que había confundido con una pareja
receptiva, para la alegría de Shaun. Otro “truquito” –que me enseñó mi hermano
Pablo- con la linterna es iluminar el cielo, lo que atrae otros insectos
nocturnos y, tras estos, a chotacabras –unas aves nocturnas que comen insectos
al vuelo atrapándolos en sus grandes bocas- y murciélagos de varias especies.
Frank seguía muy animado – es así
de natural, no sólo por la cantimplora especial- y decidió cocinar para todos
nosotros (los clientes, porque los guías solían comer por su lado y aprovechaban
para estar solos un poco). En su mochila todavía había abundantes verduras
frescas, tomate en lata y pasta de calidad, y juntando esto con algo de atún
que aporté yo, Frank nos preparó un buen plato de pasta con salsa. Después de
mis pastas pre-cocinadas de las noches anteriores, ésta me supo a gloria.
Allá en las pozas, sendos pares
de ojos de cocodrilos refulgían a la luz de las linternas; un alivio que no fuera
en la primera poza, junto a la que sacamos el agua. Algunas hienas moteadas
lanzaron sus aullidos –uuuuuuuuuip- con los que se saludan antes de salir a
buscarse las lentejas, desde algún lugar bastante cercano al campamento.
Nos quedamos un buen rato después
de cenar a oír las ranas, los insectos, las hienas, los chotacabras… Casi
siempre con la luz apagada pero de vez en cuando iluminando los alrededores, que Marina y Shaun ya se habían acostado y no había que
bajar la guardia del todo.
La última noche pasó plácidamente
–sin viento ni lluvia esta vez- y amaneció el último día. Con sólo un par de
kilómetros por recorrer hasta el punto de recogida, nos lo tomamos con mucha
calma y nos quedamos largo rato allí mismo desayunando y esperando a que algo bajara
a beber al río.
Y esperando…
Rubén y yo nos habíamos levantado
los primeros; en otras circunstancias lo suyo habría sido esconderse en una orilla para que los animales
no nos vieran y bajaran a beber, pero aquí no podíamos hacer eso porque también
algún animal peligroso podía sorprendernos a nosotros (o sorprenderse con
nuestra presencia) por detrás mientras vigilábamos la orilla de enfrente. Así
que nos quedamos sentados en un pequeño promontorio de arena casi en el centro
del lecho del río, a tiro de piedra de las tiendas (y de Marina y Shaun) y con
suficiente visibilidad sobre las dos orillas y de frente sobre las pozas, con
la primera de éstas a unos 40 metros de nosotros.
Y esperamos más...
Y no venía nada. Lola y Frank se unieron
a nosotros y Marina y Shaun comenzaron ya a prepararse el café junto a las
tiendas, que estaban muy pegadas a una de las orillas.
Llevábamos ya hora y media de
espera y empezábamos a pensar en irnos y a perder un poco la compostura de una
espera cuando, a las 6:30, vimos tres búfalos machos asomarse tranquilamente
por encima de las tiendas, en lo alto de la orilla, con las muy obvias
intenciones de bajar a beber a la poza que estaba más cerca de las tiendas.
Rubén y yo habíamos oído un
búfalo hacía una hora, pero a lo lejos, y ya nos habíamos olvidado de ellos. Y ahí
mismo estaban tres ahora, parados momentáneamente mientras decidían si había algún
peligro para bajar. Alertamos rápidamente a Marina y Shaun, que desde donde estaban
sentados desayunando no tenían ángulo para verlos. Los vieron al incorporarse y
recogieron sus rifles. Los búfalos los vieron a ellos también y siguieron ahí parados
e indecisos.
Los guías dieron unos pasos para acercarse más al montón de
arena y ponerse entre nosotros y los bicharracos. Hecho esto, se sentaron con
el café en una mano y el rifle en otra a ver qué pasaba.
Aunque la situación estuviera bajo
control (se trataba de que los búfalos bajaran, no de que se espantaran, para
verlos a gusto) ya con Marina y Shaun al quite, nosotros bien sentaditos y
quietecitos en nuestro montón de arena, y los búfalos portándose bien, tener
tamaños morlacos cerca e interesados en acercarse más, generaba adrenalina.
Sin movimientos ni viento que nos
delataran, los búfalos se decidieron a bajar al lecho del río… aunque algo nerviosos
y atropellados, no las tenían todas consigo. Por precaución no nos dieron la
espalda y se situaron en la orilla contraria de la poza. Estaban a unos 50
metros de nosotros, a campo abierto, y mirándonos de frente. Aún tardaron unos
minutos más en empezar a abrevar con premura, parándose a olfatear constantemente;
uno de ellos no hizo más que eso y ni siquiera bebió, muy alertado.
Esperando el chupinazo |
Reunión en el lecho del río |
Los morlacos empezando a estar muy escamados ya |
Por fin el viento les llevó nuestro olor y les confirmó sus sospechas: ¡humanos a tiro de piedra! Dejaron de beber y rápidamente huyeron al trote por donde habían venido, remontando el talud de la orilla en unos instantes y desapareciendo entre los matorrales.
¡Bestial! Probablemente la
situación con los elefantes el día anterior fue más comprometida –tuvimos
suerte y buen ojo de no quedarnos rodeados de cerca por la manada-, pero este
encuentro con los búfalos fue más directo, cara a cara, y emocionante. Suerte
que eran buena gente.
La espera acabó respondiendo a
nuestras expectativas con creces y recogimos el campamento por última vez. Lo
que quedaba era un agradable paseo hasta la desembocadura del río Pongwane –el
que habíamos ido siguiendo estos días- en el Mphongololo (el que da nombre a la
ruta), a tan sólo un par de kilómetros de allí.
Por el camino encontramos las
huellas de tres leones machos que pasaron por el río días antes, oímos un
elefante trompetear mientras huía de nosotros y vimos algunas jirafas que se
pararon, como siempre, a cotillear entre los arbustos, con sólo las cabezas fijas en nuestra dirección
destacando sobre la vegetación. Llegamos a una zona más abierta pero con
grandes árboles en torno a un antiguo pozo artificial y su molino. Allí
descubrimos a nuestros colegas de nuevo, los tres búfalos solitarios que habían
seguido el mismo camino que nosotros. Curiosos, se quedaron un buen rato
parados observándonos con bastante parsimonia. Marina –por cierto que
embarazada de dos meses- y Shaun se entretuvieron escalando un tremendo
leadwood, un árbol centenario y algo inclinado, con la superficie lisa por el
roce de los elefantes que deben gustar mucho de tan cómodo rascadero. Shaun subió
por el tronco hasta la primera horquilla impulsado sólo con los pies, en plan
Tarzán, y Marina le siguió hábilmente escalando con pies y manos desnudos con
mucha agilidad. Nosotros nos quedamos abajo vigilando a los búfalos.
Llegamos al cruce de los ríos y vimos
ya al otro lado un mojón con indicaciones en lo alto de la orilla, lo que
indicaba que por allí pasaba un camino abierto a los turistas… y que se acababa
lo que se daba. Nos hicimos algunas fotos en el lecho seco del Mphongolo y,
minutos antes de la hora de recogida, las 10, nos encaminamos hacia el mojón…
cuando sonó un cañonazo seco, una bomba brutal explotando a pocos metros por
delante de nosotros. Nos quedamos helados y a la expectativa, ¿qué había sido
eso, un tiro tremendo?, y al segundo se oyó el estruendo de un árbol
desplomándose sobre el suelo. A la vera del camino que sube desde el lecho
hasta el camino turístico, la mitad de un enorme árbol se acababa de desgajar del
resto con ese tremendo estruendo y había caído al suelo delante de nuestras
narices. Las termitas aquí no se andan con chiquitas. Nos quedamos alucinados
por este inesperado y espectacular final con el que acabamos la caminata.
Descargamos las mochilas a la
sombra de unos arbolitos y sacamos el resto de las viandas que nos quedaban para
entretener la espera mientras el coche venía a recogernos. Pasó otro coche con turistas, algo sorprendidos de ver
un grupito de mochileros armados mascando biltong en medio del parque.
Tough-cookie #1 en "todo llega" |
El momento en que todos salimos corriendo (por mucho que estuviera descargado) |
Y con toda puntualidad llegó nuestro
chófer en un flamante Toyota hilux nuevo del parque a recogernos, con una no
menos flamante nevera llena de refrescos y cervezas frías para celebrar la
reunión.
Vuelta in style |
De vuelta a Shingwedzi
atravesamos una manada de búfalos, vimos muchos elefantes y, gracias a la
pericia del conductor, una familia de siete leones descansando a la sombra en
la orilla del Mphongolo (y otro leopardo al día siguiente, visible desde la terraza del restaurante de Lower Sabie).
No se puede pedir más, sólo
repetir la caminata muchas veces en el futuro con compañeros tan agradables
como estos. Y si podemos, que sean dos caminatas seguidas.
En definitiva, bajamos del coche,
pasamos cuatro días andando por el Kruger y esto es lo que vimos y vivimos. De
zoo, nada, por cierto. Que os haya gustado.
Rubén y Lola, por fin con los
Magnum que realmente echaban de menos en la caminata, calibre .death by chocolate.
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