Foto: Michael Catanzariti
He sido el primero en despertarme en la casa
que hemos alquilado esta noche cerca del pueblo costero de Hermanus, en Sudáfrica.
Después de preparar el desayuno, ya con el
café y el plato con tostadas en las manos, salgo de la casa para ver qué me
ofrece hoy el mundo. Desciendo hasta el pequeño puerto que hay frente a la casa
y admiro cómo la mañana se despereza lentamente en el Océano Índico. Estoy
absolutamente solo por lo que parece, no hay ni un alma todavía aquí fuera…
pero cuando llego al borde del agua veo que estoy muy equivocado. De hecho, es
difícil estar más equivocado.
Sé perfectamente que estoy despierto, pero
aun así me resulta difícil creer lo que estoy viendo: a pocas decenas de metros
de mí, en el agua, hay definitivamente alguien más. Alguien que difícilmente
puede pasar inadvertida y que jamás me
habría imaginado encontrarme de esta manera: ¡una ballena! Una enorme ballena flota
tranquilamente en las aguas del puertecito. El inmenso animal está dormitando
aún en la superficie de las aguas calmas de este refugio. Está viva, porque de
vez en cuando gira sin ninguna prisa sobre su propio cuerpo para ponerse panza
arriba unos segundos, como un gato remolón, gigante y panzurrón. Yo me siento y
dejo el desayuno en el suelo para que no se me caiga de las manos, que tiemblan
por la emoción.
Al principio me parecía que la ballena me
ignoraba completamente, como sería de esperar por parte de un gigante que poco
tiene que preocuparse de una insignificancia como yo, que ni siquiera estoy en
su mundo si no en tierra. Pero al cabo de unos minutos me demuestra todo lo
contrario: ¡la ballena me mira! No hay duda: la ballena inclina un poco la
cabeza para dejar un ojo fuera del agua y observarme durante unos segundos.
Todo lo demás desaparece para mí, sólo existe
ese inmenso ojo que me mira desde el agua. Y yo le devuelvo la mirada con mis
propios ojos abiertos como platos de puro asombro; porque aquí, en este
rinconcito del mundo dos seres vivos aparentemente tan diferentes estamos poniéndonos en contacto: la ballena, colosal,
acuática y salvaje, y yo, un primate aberrante, terrestre y bípedo. Pero por
encima de nuestras extremadas diferencias, los dos tenemos unos cerebros muy
desarrollados. Y, ahora mismo, por encima de toda lógica humana, percibo que estamos
compartiendo emociones parecidas: sentimientos de curiosidad y creo intuir que
también de cierta simpatía al reconocernos el uno al otro en la paz de la
mañana. Y además de sentir, ambos estamos pensando, y yo daría todos los
desayunos que me quedan por tomar por saber qué piensa de mí una ballena que se
despierta casi a mis pies, y que se queda un ratito a hacerme compañía… ¿o
puede que sea al revés?
P.D.: esta historia, verídica, me sucedió en el año 2000. Conmigo estaban mis hermanos, que se levantaron un poquito más tarde y, creo recordar, también vieron la ballena. Era, en concreto una ballena franca meridional, muy abundante en la zona. La historia la he escrito ahora para "En español", un programa de radio en Namibia.