sábado, 3 de septiembre de 2011

Muy cerca, en Zambia

Foto: Rocío Fernández (Etosha)

Habíamos llegado a una parte de la orilla en la que crecían cañas muy altas en el extremo en que estábamos, ensanchándose hacia delante en una pradera ocupada por cuatro o cinco inmensos búfalos cafres: machos solitarios con cara de pocos amigos. Queríamos seguir andando, pero los búfalos, por alguna razón, no querían moverse de su sitio y estaban demasiado cerca para estar seguros de que nos dejaran pasar sin arrancarse. Los guías nos explicaron el motivo: en algún lado entre las cañas dormitaba una manada de leones, descansando del festín que se dieron hace dos días con un compañero de los cafres. Vaya… buenas razones, y un panorama mucho más divertido para nosotros; aguzando el olfato, efectivamente, se percibía un acre olor a bicho proveniente de la maraña de vegetación: olía a leonera, como se suele decir.

A nuestra derecha, los leones durmiendo, a nuestra izquierda, un afluente del río Lwangwa apetecido por los cocodrilos, y enfrente, un puñado de bestiales búfalos cafres tamaño panzer-granadier que preferían vérselas con nosotros que tener que pasar entre los leones. 

Nosotros, a lo que nos dijeran. El mayor de los guías resolvió la situación tirando piedrecitas a los búfalos más cercanos: “sus, sus”, como un pastor cualquiera conduciría a las vacas por el prado, solo que en lugar de vacas domésticas trataba con bicharracos salvajes, cada uno del pelo dos toros bravos juntos. 

Pero los búfalos decidieron no meterse en problemas tampoco con los rifles de los guías, y nos cedieron el pasaje reculando un poco hacia el banco de la orilla. Los leones continuaron con su apretada siesta y nosotros pasamos silbando con la adrenalina a flor de piel. 

La misma mañana, al poco de salir del lodge y justo después de decidir de cambiar de orilla del río (en un punto de aguas someras), habíamos visto otra manada de leones en el banco del Lwangwa, y al ratito, todavía espantamos a dos leonas solitarias que estaban dando cuenta de una presa en una islita del río, y que huyeron dando brincos hacia la orilla contraria. El mismo guía aventajado se metió corriendo en el agua, trepó a la islita, y nos gritó entusiasmado, con pelos de la pitanza de los leones en la mano: ¡es un impala, es un impala lo que se están comiendo!. De verdad, que no era necesario, señor guía, nos lo podíamos haber imaginado… 

Varias horas de camino río abajo, en el mismo Lwangwa en el que se sitúan algunos de los mejores parques nacionales de Zambia, hay un camping que se construyó en un recodo del río muy apetecido por los elefantes. Por todo el camping hay cartelitos puestos por el dueño en el que se recuerda a los visitantes que los elefantes estaban antes y que tienen derecho de paso… como si alguien fuera a decir a los elefantes que no era así. Es tan cierto el asunto que todos los días aparecían uno o dos inmensos elefantes machos a pasearse entre las tiendas, comiendo de los árboles. A la hora de la calorina, me eché a dormir un rato bajo un árbol, cerca de la orilla, pero a los pocos minutos tuve que dejar paso a uno de los paquidermos, que había decidido que mejor pasaba él por ahí. No faltaría más. Me acerqué al bar -al aire libre y vacío a esa hora- a leer un rato en calma, pero el otro elefantote asomó la cabeza amenazante entre los arbustos, a menos de diez metros, y me censuró la lectura inmediatamente. Por todo el camping, a medida que los elefantes se iban desplazando, las familias hacían barreras con los todoterrenos para proteger las tiendas y a los niños de los paquidermos enseñoreados. A veces eran situaciones casi de pánico, porque por muy tranquilos que estuvieran los elefantotes, no era fácil conservar la calma cuando se acercaban demasiado. Un elefante es un elefante, un bicho impredecible y gigantesco, al fin al cabo. Pero, por el momento, era admirable ver como los bichitos se movían entre las tiendas con toda delicadeza, levantando con cuidado las patorras para no tocar los vientos que sujetan las tiendas. 

Por la tarde, a la vuelta del recorrido de safari, se imponía pegarse una buena ducha antes de cenar... pensábamos, pero de nuevo uno de los elefantes había decidido por nosotros, plantándose a descansar justo entre nuestra tienda y la ducha; no había otro sitio en África donde estar... Hartos nos tenía, así que nos fuimos a hablar con el gerente del camping, para decirle que era muy bonito eso de tener elefantes en el camping, pero que sería mejor que moviera el camping de sitio o que moviera a los elefantes. Por suerte no estaba el dueño, el débil mental al que le pareció tan buena idea instalar el campamento bajo los árboles favoritos de los elefantes, y el gerente era más comprensivo. En un todoterreno grandote, nos fuimos a intentar espantar al elefante, pero el muy ladino había adivinado nuestras intenciones -o a lo mejor se había ido a ver si ponían algo en el cine- y se había ido ya de allí.

Los elefantes son muy bonitos, pero cuando no te dejan dormir, ni leer, ni ducharte, no molan tanto.

Estas son algunas de las cosas que nos pasaron en Zambia.

¡Tucán, sale!


[Algunas impresiones de Ecuador, 2008]

Obediente, al segundo de la orden, una cabezota de colores con un pico enorme asoma de lado, expectante, por el agujero del árbol.

-       Ahí está el agujero del tucán, esperen a que le llame para que lo vean.
-       ¿Cómo, que ahí vive un Tucán y usted lo va a llamar?
-       Sí, claro… ¡tucán, sale!

Y sí, el tucán sale cuantas veces haga falta porque está muy bien mandado.

La mañana también asoma, desenredándose entre las nieblas del bosque de Mindo mientras se pasea de una a otra ladera pintando de verde los árboles imposibles, de marrón los terroncitos de la tierra modesta que todo lo sujeta, de gris el arroyo rugiente y de plata de los charquitos en los que se tumbó la lluvia ayer. No caben más verdes, más árboles, en esta frondosidad húmeda. De sopetón, el arco iris se destila en cada rama en un desfile asombroso de plumas: tangaras azules con reflejos metálicos, verdes iridiscentes, flamígeras, amarillas y negras; pardas pavas balanceándose a treinta metros del suelo, colibríes zumbones azules y blanquinegros flechando las flores, loros violetas coronando las alturas, enormes pájaros carpinteros de negra librea y cocorota encarnada, oropéndolas desmedidas y doradas… Aquí, en el ecuatoriano Mindo, los fogonazos del arco iris y la flora fecunda han procreado más de cuatrocientas especies de pájaros, la prole de aves más extensa de entre todos los bosques del planeta.

En una ladera de la solana con algunas rocas escondidas por los árboles, un elenco de pájaros naranjas, del tamaño de una tórtola, se afanan en torno a la solitaria mozuela que se ha dignado a visitar el escaparate de machos vocingleros. El bosque se inunda con los gritos estrambóticos de los gallitos de roca que van paseando de rama en rama sus copetes de naranja galáctico en forma de rodaja de fruta. Ellos, tan exquisitos, compensan tanta pluma extravagante portando por detrás una librea de negro azabache y blanco purísimo, perfecta para el recital.

“Pájaro a pájaro, conocí la tierra” …aquí, en Mindo, Neruda habría rematado su magisterio.

            Y después, como un martín pescador, se habría zambullido de cabeza en la naturaleza desmesurada: la Amazonía. Llueve sobre la plataforma de madera que el ceibo sujeta, paciente, a cuarenta metros de altura sobre el suelo y no tan lejos de los guacamayos amarillos y azules que reman en el cielo plomizo. Abajo, el agua mece la espesura, adornándose con una cohorte de caimanes negros y pirañas que la guardan a todas horas. Junto al camino, el tapir ha señalado su deambular de anoche en el barro. Los hoatzines, unas aves que todavía se ufanan de su ascendencia reptiliana, se cuelgan de las ramas bajas para beber largo y tendido. Y cuando parece imposible que llueva más, llueve el triple. No todo es lo que parece: esa hoja es una rana, aquella otra, una mariposa, y esa rama tronchada es un pájaro que se hace el dormido, un nictídeo que vigila con el rabillo del ojo. Dentro de esta ramita, hay unas minúsculas hormigas con sabor a limón. Allí arriba, los monos aulladores pelirrojos nos miran con desdén, y en el hueco de ese árbol, sus primos nocturnos asoman sus caras estupefactas por tanto ajetreo. Y aquí mismo, bajo nuestra cabaña, dormita una anaconda jovenzuela, mientras en alguna parte, el jaguar se divierte observando a los delfines saltar en el lagunazo.

Yo, poeta,
Popular, provinciano, pajarero,
Fui por el mundo buscando la vida:
Pájaro a pájaro conocí la tierra:
Reconocí donde volaba el fuego:
La precipitación de la energía
Y mi desinterés quedó premiado
Porque aunque nadie me pagó por eso
Recibí aquellas alas en el alma
Y la inmovilidad no me detuvo.

Pablo Neruda