© Mark T. Harvey
[NOTA: Esta vez voy a contar una historia ya un poco vieja, que nos ocurrió a mi hermano Pablo y a mí en Zambia en el año 2001. Volveré con cosas de Namibia próximamente].
En el año 2001, mi hermano Pablo y yo fuimos a pasar un mes a Zambia. Sin pensarlo mucho, y como queríamos ir por libre, alquilamos un pedazo de todoterreno y nos fuimos a recorrer el país, con la sola compañía de un cassette (sí, he dicho bien) de Bob Dylan (it ain't me babe!) y otro de AC/DC (throw them to the lions!).
Por el camino, conocimos a un zambiano blanco, que nos “invitó” a su campamento, pidiéndonos que le lleváramos unos enseres hasta allí. El campamento -el Buffalo Camp en el parque nacional de North Luangwa- resultó estar en un sitio chulísimo, en un brazo del río Luangwa con abundante fauna. Y, por cierto, tenía el mejor retrete en el que he estado en mi vida: una casetita con tres lados cerrados por pantallas de caña y el cuarto abierto, para admirar el río mientras lo usas. Insuperable.
Después de pasar allí un par de días, la última tarde hablamos con el gerente -un americano mayor más parecido a Jack Nicholson que a Robert Redford- de cómo podíamos hacer para seguir camino hasta el parque de South Luangwa, unos 100 km río abajo. “Muy simple: cruzáis el río dos veces y seguís por la pista”. Ya, claro, pero es que en el río no hay puente, ni nada que facilite el paso; que guasón el americano, ¿no?. Pues no, no era guasa, teníamos que cruzar el río por allí mismo, salir a la orilla contraria, recorrer unos kilómetros de pista y volver a cruzar el río más allá por segunda vez.
Por suerte, el río no era el Luangwa, imposible de vadear, pero sí tenía sus 50 metros de ancho y sus simpáticos cocodrilos. El americano nos preguntó si estábamos bien equipados para hacer el viaje: por supuesto, tenemos una navaja suiza, un cochazo, gasóleo y bocadillos, además de una estupenda brújula, contestamos tan ufanos. Ya, ya, pero ¿y el hacha, y la pala, y el cabrestante? Ummh, mister, ¡no axle, no shovel, no whinch!, se siente... La cara del hombre era un poema, debía pensar que estábamos chalados y que no teníamos ni puñetera idea de dónde nos metíamos. Pero oiga, ¿el camino es bueno hasta South Luangwa, no? Bueno, por ahora este año nadie ha pasado todavía después del final de las lluvias... , todo un consuelo para nosotros.
Esa noche no dormí muy tranquilo, porque me tocaba conducir al día siguiente.
Llegó el día D para el equipo “masters of disaster”, compuesto por mi hermano Pablo y yo mismo, más nuestro cochazo japonés que nos daba toda la confianza que el americano nos negaba con la mirada. Tan someramente equipados, con la navaja, la brújula y un esquemita del camino que teníamos que recorrer, esbozado por el americano, nos lanzamos al río por el punto en el que nos indicaron que era vadeable. ¡Y no se equivocaron! El agua no era muy profunda ni había mucha corriente y, conteniendo un poco la respiración, recorrimos los 50 metros felizmente, saliendo a la otra orilla sin que se nos metiera ningún cocodrilo por la ventanilla ni nada. El coche respondió perfectamente y no se caló, lo que hubiera supuesto un desastre de verdad (no, tampoco teníamos “snorkel”). Saludamos triunfantes a la concurrencia que había salido a despedir a los dos españoles chalados y seguimos el mapita.
Más adelante, de nuevo a cruzar el río. En ese punto, un simpático pescador se ofreció a indicarnos el punto de vadeo. Para él, indicar era meterse él mismo en el río y echar a andar delante del coche para guiarnos, ¡angelito!.Muy de agradecer, pero el problema es que el coche no podía ir tan despacio como él y se podía calar si no acelerábamos un poco, así que nos dedicamos a azuzar al santo pescador para que corriera un poco más, con el agua por las ingles y un coche de dos toneladas pisándole los talones. El afanoso zambiano estuvo a la altura de las circunstancias – y nuestra recompensa también- y pudimos continuar viaje después de haber cruzado dos veces el río.
El resto del camino fue casi coser y cantar, a pesar de que en algún punto la pista estaba cortada por árboles caídos, pero siempre había un rodeo factible. Para completar las emociones, tuvimos que pasar una profunda zanja, que nuestro toyotón superó sobre dos ruedas-tres ruedas-dos ruedas-tres ruedas sin despeinarnos (cosa que es difícil, por otro lado, en nuestro caso).
Ya sabéis, si os preguntan: no axle, no shovel, no whinch! Un costratourero que se precie jamás se preocupa por esas menudencias .
P.D.: hoy en día, 10 años después, llevo en el coche planchas para la arena, dos eslingas para remolcar, una pala, una sierra, un kit de reparación de pinchazos... gracias a otros costratoureros menos abúlicos que yo. Y, por supuesto, un montón de canciones de Bob Dylan y de AC/DC, que es lo más importante.
Pablo, por su parte, sigue yendo de safari con unos prismáticos de bolsillo y una cantimplora por todo complemento. El que sabe, sabe.