No había manera; nos habíamos pasado, mi hermano Pablo y yo, semanas dando la brasa sobre lo que se podía hacer allí y lo que no, cuáles son las normas de sentido común para evitar percances durante un safari, pero mi padre obedecía a su propia lógica. Una de nuestras furgonetas se había quedado atascada, aquí en medio del Masai Mara (Kenia), y mi padre aprovechó el hueco en nuestra vigilancia para darse él solo un pequeño garbeo junto al arroyo mientras se resolvía el problema. “¡Papá, los leones, los leones pueden estar en cualquier sitio, que esto es el Masai Mara!”. Mi padre, a su estupenda bola, y por suerte los leones no estaban ahí ese día.
También dimos consejos sobre la impedimenta: no hay que llevar nada especial, aparte de un buen gorro, gafas de sol, calzado cómodo y algo de abrigo. Bueno, cada uno lo interpreta como quiere, claro, y otro de mis hermanos nos sorprendió a la segunda mañana de safari con un traje de… ¡safari!, evidentemente. Sólo le faltaba el salacot, pero por lo demás lo tenía todo y en verde-ranger: pantalones, camisa, gorro de ala ancha con cordón… Cada cosa con sus respectivos bolsillos como mandan los cánones que debió componerse él en su cabeza.
Mejor o peor pertrechados, ahí estábamos todos juntos: ¡13 personas! Mis padres, mis siete hermanos, tres de sus novias y yo. Embarcados en dos furgonetas por las montañas y las sabanas keniatas en busca de aventuras.
El camino al Masai Mara, en especial, es largo, incómodo y polvoriento. Al cabo de unas horas, paramos a estirar las piernas en un recodo en el que había unos chavalillos observándonos. Ese día, gracias a mi madre, descubrieron el secreto de los muzungus (apelativo que se da a los blancos en suajili): ¡se pintan la piel de blanco! Sí, esa señora sin duda se estaba echando pintura blanca en los brazos y en la cara. Explícales tú que es crema para el sol…
Una vez en el Masai Mara, dimos vueltas y vueltas buscando el campamento, para acabar metiéndonos en un rincón en el que un inquietante cartelito de madera indicaba “aquí no hay camino” (hakuna njiaa hapa), lo que, por supuesto, no traduje a nadie más que a Pablo. Pero era ahí, albricias, al doblar el camino apareció por fin, a la sombra de los árboles, nuestro edén particular: el campamento prometido. Pero el edén se pobló de fieras corrupias que habían migrado desde Nairobi venciendo mil vicisitudes sólo para descubrir que en su paraíso... ¡no habían preparado la comida!. No sabían estos nativos a qué alimañas se enfrentaban, harto más peligrosas que las que les rodeaban cada noche en el Masai Mara: ¡la familia Fernández Aransay hambrienta, después de 10 horas de polvoriento y caluroso traqueteo en furgoneta! Muy amablemente, hicimos ver a nuestros anfitriones que tenían 30 minutos para improvisar unos huevos fritos, una cebra en pepitoria o lo que les viniera en gana, antes de que pasáramos a cuchillo del Coronel Tapioca a todos los insensatos moradores de la plaza. Estos, al grito atávico de “hakuna matata!” (no hay problema), doblegaron la rodilla y los 13 bárbaros muzungus revinieron a su amable estado natural tras el refrigerio.
Era cuestión ahora de instalarse, cada pareja en su tienda de campaña, si se le puede llamar así a una tienda con camas de verdad, espacio para darse un paseo entre cama y cama, y su propio baño con ducha y retrete, aunque fuera todo “de campaña”. Lo primero, como siempre, fue verificar la comodidad de los patriarcas, mis sexagenarios padres, pasando revista a su tienda. Amablemente se me informó de que un par de días antes habían sacado, precisamente de esa tienda, una simpática mamba negra, animalito que alcanza el más alto ranking entre las serpientes venenosas -y agresivas- de África. No dejé rincón sin mirar, ante la mirada divertida de mis padres, que pensaban qué su hijo estaba buscando alguna arañita que pudiera deslucir su estancia, y les ordené cerrar a cal y canto la tienda cada vez que entraran o salieran.
Bien reposados, comidos e instalados, nos fuimos a saludar, ahora sí, al Masai Mara, que envió para recibirnos una magnífica manada de leones que nos deleitó durante toda la tarde. En realidad, estábamos sólo en la reserva de caza y no el interior del Parque Nacional, por lo que de vez en cuando se veían masais conduciendo sus vacas, o simplemente pasando en bicicleta. Los leones debían tener hambre, y al divisar las vacas a lo lejos, se ponían de pie, pero en cuanto veían la espigada figura de rojo que las pastoreaba, se echaban de nuevo sobre la panza como dando la caza por imposible. Menos miedo les debía dar un facócero despistado -miope como todos los cochinos- que trotó en línea recta casi hasta la manada, hasta que en el último momento un golpe de aire le debió traer el olor de los leones y salió pitando de allí como el séptimo de caballería, con la cola en ristre y el corazón batiendo como una apisonadora.
Nosotros, por nuestra parte, extremábamos las precauciones para no llamar la atención de los leones (claro, claro, quitando el detalle de que les habíamos plantado dos furgonetas delante) y respirábamos más despacito cuando alguno de ellos se acercaba aunque fuera un poquito. Pero se estaba haciendo de noche, y el chaval masai que nos acompañaba quería irse a casa. Hasta ahí todo bien, lo malo es que él quería irse ya y ahí mismo, es decir, que quería bajarse de la furgoneta a 20 metros de la manada de leones, hecho que no le preocupaba lo más mínimo a pesar de que no alcanzaba todavía los 2 metros de altura reglamentaria de su tribu, ni llevaba lanza, maza ni cortauñas. “Ni hablar del peluquín, chaval, que tú serás muy masai pero nosotros no estamos acostumbrados a estos espectáculos de alto riesgo”, así que le dejamos bajar de la furgoneta sólo después de alejarnos unos 100 metros. Estos masais son más chulos que un ocho.
Y llegó la primera noche, con cena a la luz de las linternas y quinqués, con las mil anécdotas de nuestros guías, tan ávidos por entretenernos que contaron una historia en la que un búfalo acabó mordido por un cocodrilo en el hocico y un león en la grupa, y éste a su vez atacado por un leopardo por la espalda, al que espantó un elefante loco, que a su vez llamó a otro elefante porque veía que la tela no se rompía... Ah, no, lo siento, no recuerdo bien la anécdota.
Era una maravilla, haber arrastrado hasta una mesa dispuesta en un bosquete del Masai Mara, a toda la familia, todos juntos comparando las vivencias del día a los mil y un documentales de la sobremesa de la 2, y haciéndonos la boca agua con lo que todavía nos depararían los días de safari que nos quedaban por delante.
Los cebolleto-expedicionarios en Kenia, 1998 (Fernando, Rocío, Yoya, Pablo, Natalia, Irene,
Carlos, Mª Isabel, Pepe, Luis y Nacho. Faltan JJ -el fotógrafo- y Nancy)
Y lo que había por delante, para empezar, era nuestra primera noche “in the bush”, como dicen los guiris, bajo la protección de una simple lona y sin valla alguna que nos separara de los moradores nocturnos de la sabana, aunque los vigilantes masais hacían guardia para nuestra tranquilidad. Sólo hay un secreto para dormir bien y del tirón en esas circunstancias: ¡no beber nada desde una hora antes de acostarse! Así, no hay que salir de la tienda para nada y no hay ningún problema. Y , por si acaso, una bacinilla al lado de la cama puede hacer milagros en caso de necesidad. Al día siguiente, más de uno amaneció con ojeras y la bacinilla repleta, desvelado por los rugidos de los leones y por las impertinencias de la vejiga, pero nadie, nadie, utilizó el famoso baño de campaña esa noche.
Para mí, no hay mayor placer que pasar una noche así, bien acurrucado en un saco de dormir, dentro de una tienda de campaña y despertado de vez en cuando por los rugidos de los leones, recordándote quién manda ahí cuando el sol se pone. Y si los que duermen a unos metros de ti, son tu familia al completo, la experiencia se convierte en el mejor viaje de tu vida, sin duda alguna.