lunes, 28 de septiembre de 2009
Con las patas en la grasa
Era una cabaña de piedra de dos pisos, entre montañas de verde fresco habitadas por los buitres. Una tarde de verano, a la vuelta del paseo, encontramos sobre la mesa la bolsa de madalenas rota y un montón de migas desparramadas: señales de mucha hambre y de pocos modales. ¿No podías deshacer el nudo y comer como una persona? Que yo no he sido, que yo tampoco... y no pudimos desvelar quién fue el asaltante ese día.
Por la noche, quedamos en no dejar fuera ningún cacharro sucio de la cena, para no tentar a los zorros, que son capaces de salir corriendo con un cazo en la boca si pueden rebañarlo en un sitio tranquilo, y ve tú a encontrarlo. Lo mismo se aplica a cualquier otra cosa de olor atractivo (para ellos, claro), como unas zapatillas viejas o una bota de vino.
Y tan ufanos, seguros de no perder nada a dientes de los raposos, nos fuimos a dormir en el piso de arriba, que más bien era un desván abierto a la planta baja. Estábamos bien arropaditos, cogiendo ya el sueño, cuando empezamos a oír lametazos. ¿Pero no te dije que no dejaras fuera la sartén sucia? ¡Pero si no la he dejado fuera, está dentro, abajo, sobre el fogón! El de la sartén, al oír esto, se puso a lamer con más fruición todavía los restos de aceite y pringue. Una cosa es que un zorrete espabilado te mordisquee las botas que te has dejado fuera de la tienda de campaña, pero que se meta en una cabaña a darse un banquete estando sus moradores intentando dormir dentro, y amenazando con ventilarse la magra despensa que nos quedaba, eso es demasiado... Así que, con medio cuerpo todavía en el colchón, encendí la linterna y alumbré a la cocinilla, sacando la cabeza por el hueco del altillo para ver con quién nos las veíamos. Una forma alargada y oscura estaba, efectivamente, apoyada sobre la cocina y muy ocupada en dejarnos la sartén como la patena.
En un santiamén cundió el pánico en la parte animal y el bicho, poniendo pies en polvorosa, se plantó en dos brincos agilísimos en el mismo altillo desde donde lo observábamos. ¡Y detrás venía un segundo congénere, con idénticas prisas! Uno tras otro, driblaron la linterna, pasaron a escasos centímetros del colchón y de sus dos atónitos ocupantes humanos, y se escabullieron por un agujero del portón que daba a la ladera del monte. Esa noche dos garduñas se relamieron el refrito de los labios, asustadas pero contentas, y a la mañana siguiente, yo claveteé nuevas tablas en los agujeros de los ventanucos y de la puerta, como en los buenos dibujos animados... No fuera que cualquier día, a la vuelta del paseo, sorprendiéramos a la pareja de fuinas retozando en nuestro propio lecho.
Y colorín, colorado, la historia de las dos garduñas en la cabaña se ha acabado. Nuestras disculpas a los zorros, pero ya se sabe: unos cardan la lana y otros se llevan la fama.
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