Arturo era una bala negra que corría por el monte detrás de jabalíes, corzos y cabras monteses. 12 kilos de estamina pura y de músculos incansables, siempre siguiendo rastros monte arriba y monte abajo. No levantaba más de dos palmos del suelo, pero le daba igual toparse con un conejo que con doce jabalíes, a él lo que le gustaba era hacerles correr, a pesar de que casi nunca cogió nada. Sólo una vez volvió con un perdigón vivo en la boca, que tuvimos que devolverle a la airada perdiz que le siguió hasta mis pies. Otra vez, en Sierra Mágina, nos bajamos del coche para ver una manada de cabras monteses que trepaban tan tranquilas a unos cientos de metros. De repente, una fierecilla negra, allá a lo lejos, apareció en nuestros prismáticos persiguiendo a las cabras, ante la atónita mirada del guarda que nos acompañaba. Arturo no se lo pensó un momento al ver la puerta del coche abierta y sin vigilancia…
Ricardo no olvidará el día que, en el fondo de una escarpada vaguada, a Arturo le dio por tocarle las narices a las vacas segovianas, y cómo vino a refugiarse entre nuestras piernas perseguido por varias que no se lo tomaron muy a bien. El muy mamoncete nos adelantó en la huida y nos miraba desde lo alto de la ladera, como dando ánimos para que subiéramos rápido y no nos pillaran.
Se bañaba en todos los ríos y en todas las charcas, ya fuera invierno o verano, preferiblemente en las que hubiera patos. Y tampoco le asustaba el mar, aunque la primera vez que lo vió intentó bebérselo de un trago. Pasada la sorpresa, en el Cabo de Gata, se echó al agua y se fue mar adentro, muy muy lejos. A mí no me preocupaba, pero una de nuestras acompañantes no era de la misma opinión y se echó a rescatarlo, pero Arturo nadaba mejor y la chica volvió con los brazos vacíos.
Se asó conmigo al sol de agosto en las montañas de Béjar, cuando le tenía que hacer un sombrajo con mi chaqueta y un par de palos para que no se deshidratara, de tan negro que era. En las nieves de Ayllón, pasamos una noche horrible de frío en una tienda de campaña congelada (¡por fuera y por dentro!), y toda la ropa que tenía y mi propio calor no eran suficientes para calentar al pobre perro. Bastó con levantar el campo para que recobrara toda su alegría dando brincos por la nieve, guiándome hacia el coche bajo la luna.
Pero lo que no le hizo nunca de malo a los animales salvajes, se lo hacía a los otros perros, ¡Arturo el destroyer!. Que se lo pregunten a la señora que charlaba tranquilamente sentada en un banco del parque de mi casa. De repente, Arturo desapareció bajo su trasero y emergió con un yorkshire en la boca, con lo que a la señora casi le dio un infarto. No llegó la sangre al río, afortunadamente. Pero otras veces, se tiraba a por perros cuatro veces más grandes que él, el tío majara, y en una ocasión, también en Béjar, mi mochila se llevó un bonito mordisco de un mastín que no alcanzaba a pillar a Arturo entre mis brazos. Vaya broncas que era…
El cachorrito de cocker con parvovirus por el que nadie daba un duro, vivió 14 intensos años haciéndonos muy felices. Ahora ya, por desgracia, los corzos pueden andar tranquilos. Adiós, Arturo querido.
Se nos han muerto los dos a la vez: Winner, el perro de Silvia, de la misma edad, también ha fallecido recientemente. Era un perrazo tremendo y buenazo, que, a pesar de su artrosis, se tuvo de pie hasta el último día gracias a sus músculos de atleta. Señor absoluto de su casa, todo lo dominaba repachingado en su sillón. Alguna vez se escapaba, claro, y en una de estas lo encontraron en el patio del colegio vecino, tumbado boca arriba mientras los niños lo cebaban a bollicaos. Menudo tío, Winner, que descanses en paz.