Este es mi humilde homenaje a mi padre, José Fernández Álvarez-Castellanos, que se nos fue el 14 de noviembre de 2007 a los 71 años de edad.
Como todo el mundo sabe, mi padre hizo muchos y grandes méritos a lo largo de su vida: ganó un concurso de comer brevas en las huertas de Murcia, naufragó en un esquife de segunda mano a unos metros de la playa de Torrevieja, y con su primo PepeLuis, mató de un certero tiro de escopetilla en pleno ojo al pavo de sus vecinos. Entre baños en la playa y partidos de fútbol, aún le quedaba tiempo para sacar sobresaliente tras sobresaliente en el colegio. Muy pronto le echó el ojo a la vecinilla de enfrente, Maribel, y, ya más mayorcito, en la mili, pasó unos entretenidísimos días en el calabozo por haberse escapado para ir a verla.
Y, claro, sí, se casaron y tuvieron ocho hijos. Mi padre se dedicó ahora a las habilidades artísticas, aprendiendo a tocar el piano sobre la barriga de sus vástagos, echados en línea sobre la cama, imitando con certeza el reclamo de la gallina y dibujando unos burros casi cuadrados que más quisiera saber hacerlos un niño de año y medio. Entre vacaciones en la playa, pi-cnics en el monte, y visitas al hospital con algún hijo averiado en alguna forma, aprovechó algún ratillo suelto para sacar cuatro o cinco oposiciones con el número uno. Entonces nos metíamos los 10 en el Renault 12, más la abuela, el perro y los periquitos, y a un destino tras otro que nos íbamos: Murcia, Tarragona, Gerona, Valencia, Bilbao, Madrid…
Pronto nos hicimos todos lo suficientemente mayores para irnos más lejos de vez en cuando y dedicamos los veranos a viajar en coche por Europa, ya un poquito más holgados, y cuando se nos quedó pequeña, a Norteamérica e incluso a África. Con santa paciencia, se advino a buscar urogallos en la Selva Negra, alces en los bosques suecos, focas en Escocia, lobos en Canadá, ballenas azules en California, elefantes en el Masai Mara y leopardos en los Aberdares. Él sabía francés e inglés, pero como era muy generoso daba por donde pasaba magníficas lecciones de español a camareros, guías y conductores, ya fueran franceses, polacos o masais, explicándoles muy despacito y cogiéndoles siempre el codo, que todos, los ocho, éramos hijos suyos. Y si alguien no le entendía bien, bastaba con repetir la cantinela un poquito más despacio y todo quedaba claro.
Y no quedaban ahí sus habilidades, que las tenía de otros tipos. Era capaz de tirarse hora y media desayunando tostadas, comerse cien mejillones de una sentada y despacharse todos los días un plato de fresas con medio kilo de nata. Leía decenas de libros al año, jugaba al parchís durante horas con mi madre, sin hacer trampas nunca, y era capaz de tararear cualquier ópera sin acertar ni una sola nota. Los crucigramas le duraban 5 minutos, y los sudokus un poquito más. Podía ver dos o tres partidos de fútbol seguidos y tirarse dos horas en la piscina sin arrugarse.
Os cuento esto porque lo demás ya lo sabe todo el mundo: mi padre era un gran hombre en todos los sentidos. Que la tierra le sea leve.
Y, claro, sí, se casaron y tuvieron ocho hijos. Mi padre se dedicó ahora a las habilidades artísticas, aprendiendo a tocar el piano sobre la barriga de sus vástagos, echados en línea sobre la cama, imitando con certeza el reclamo de la gallina y dibujando unos burros casi cuadrados que más quisiera saber hacerlos un niño de año y medio. Entre vacaciones en la playa, pi-cnics en el monte, y visitas al hospital con algún hijo averiado en alguna forma, aprovechó algún ratillo suelto para sacar cuatro o cinco oposiciones con el número uno. Entonces nos metíamos los 10 en el Renault 12, más la abuela, el perro y los periquitos, y a un destino tras otro que nos íbamos: Murcia, Tarragona, Gerona, Valencia, Bilbao, Madrid…
Pronto nos hicimos todos lo suficientemente mayores para irnos más lejos de vez en cuando y dedicamos los veranos a viajar en coche por Europa, ya un poquito más holgados, y cuando se nos quedó pequeña, a Norteamérica e incluso a África. Con santa paciencia, se advino a buscar urogallos en la Selva Negra, alces en los bosques suecos, focas en Escocia, lobos en Canadá, ballenas azules en California, elefantes en el Masai Mara y leopardos en los Aberdares. Él sabía francés e inglés, pero como era muy generoso daba por donde pasaba magníficas lecciones de español a camareros, guías y conductores, ya fueran franceses, polacos o masais, explicándoles muy despacito y cogiéndoles siempre el codo, que todos, los ocho, éramos hijos suyos. Y si alguien no le entendía bien, bastaba con repetir la cantinela un poquito más despacio y todo quedaba claro.
Y no quedaban ahí sus habilidades, que las tenía de otros tipos. Era capaz de tirarse hora y media desayunando tostadas, comerse cien mejillones de una sentada y despacharse todos los días un plato de fresas con medio kilo de nata. Leía decenas de libros al año, jugaba al parchís durante horas con mi madre, sin hacer trampas nunca, y era capaz de tararear cualquier ópera sin acertar ni una sola nota. Los crucigramas le duraban 5 minutos, y los sudokus un poquito más. Podía ver dos o tres partidos de fútbol seguidos y tirarse dos horas en la piscina sin arrugarse.
Os cuento esto porque lo demás ya lo sabe todo el mundo: mi padre era un gran hombre en todos los sentidos. Que la tierra le sea leve.